Cada pasaje de las Sagradas Escrituras tiene su propia grandeza; no obstante, hay capítulos que destacan por sobre los demás por lo que apelan al corazón humano.

El Salmo 51

El Libro de los Salmos contiene siete de ellos designados, de manera muy adecuada, salmos penitenciales. Son el 6, el 32, el 38, el 51, el 102, el 130, y el 143. Cinco de éstos son atribuidos a David: los primeros cuatro y el último. Entre todos ellos, el 51 es central y supremo como salmo de penitencia.

Dice su encabezado: «Al músico principal. Salmo de David, cuando después que se llegó a Betsabé, vino a él Natán el profeta». Podemos aceptar que dicha descripción coloca correctamente el salmo en la vida de David. Fue escrito en relación con lo que, juzgado por normas humanas, fue el borrón más negro sobre su escudo de armas.

Cuando digo juzgado por normas humanas, quiero decir que algunos pecados del espíritu son más terribles que los de la carne; más reprobables para el alma del hombre. Es éste, entonces, el salmo arrancado del corazón de David, en relación con esa hora sombría. Es una revelación importante del hombre.

Un hombre conforme al corazón de Dios

La historia se encuentra en el segundo libro de Samuel, en los capítulos 11 y 12. De esa historia, deseo seleccionar tres frases: Natán, dirigiéndose a David, le dijo: «Tú eres aquel hombre». David respondió: «Pequé contra Jehová», y Natán volvió a decir: «También Jehová ha remitido tu pecado». Cuando el profeta acusó de pecado a David de una manera directa, él confesó; y sobre la base de esa confesión, y con igual presteza, respondió el profeta: «También Jehová ha remitido tu pecado».

El agrupamiento de estas frases nos descubre a David y nos lo muestra como un varón conforme al corazón de Dios. Tal afirmación puede parecer de momento alarmante. Sin embargo, recordemos los hechos y circunstancias de la vida de aquel tiempo. Cuando nos colocamos en medio de esa época y recordamos las relaciones entre reyes y súbditos, entonces nos damos mejor cuenta de que lo que hizo David, fue algo sorprendente; y la sorpresa sube de punto cuando, recorriendo la historia humana, presenciamos las actitudes y la conducta de otros reyes.

¿Cuándo ha acontecido esto, antes o después? María, Reina de Escocia, hubiera declarado que ella estaba por encima de la Ley; Carlos I hubiera arrojado a Betsabé; Jaime II hubiera alquilado testigos para que desmintieran lo que ella era; Carlos II hubiera abrogado públicamente el séptimo mandamiento; la reina Elizabeth hubiera suspendido en sus funciones a Natán.

David confesó: «He pecado». Y agregó estas otras palabras muy dignas de nuestra consideración: «contra Jehová». Esta fue la nota más profunda de este salmo. Todo él constituye una interpretación del sentido espiritual que encontró expresión en las palabras dichas a Natán.

Oración de confesión y súplica

Al examinar el salmo notamos, en primer lugar, su estructura. Tal como lo tenemos en nuestras versiones, consta de diecinueve versículos. En el hebreo tiene cuatro estrofas y cuatro tiempos distintos. Los primeros cuatro versículos forman la primera estrofa; la segunda, del 5 al 9; la tercera, del 10 al 14; y la última, del 15 al 19.

La primera estrofa trata del pecado con relación a Dios; la segunda, del pecado con relación al pecador; la tercera es una gran apelación; y la cuarta es una apelación ulterior reconociendo una más vasta aplicación del pecado, y la liberación de él realizada en otros, además del pecador.

Todo el salmo está en forma de oración; oración usada como confesión y súplica. Podemos notar, hablando en términos generales, que David no promete a Dios nada. No hace ninguna promesa de enmienda; se arroja por completo en la misericordia de Dios.

Un grito del alma

«Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones». Cuando leemos estas palabras, recordamos la ocasión cuando fue dada la Ley, tal como lo tenemos narrado en el libro del Éxodo, y cómo en aquella ocasión Jehová proclamó Su nombre, y refiriéndose a sí mismo dijo que es un Dios compasivo y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad. Con estas ideas de Dios en mente, David hizo su petición.

Este grito fue arrancado de su alma como resultado de la conciencia de su pecado delante de Dios. Usa tres expresiones: «mis transgresiones… mi iniquidad… mi pecado». Al hacerlo, no estaba repitiendo el mismo pensamiento tres veces. Cada palabra tiene un significado particular.

«Transgresión» se refiere a rebelión y desobediencia definidas. Eso es lo que resalta en primer lugar en su conciencia de pecado, algo que incluye delito. Puede haber pecado que no incluye el elemento de delito. Cuando un hombre hace algo contrario a la voluntad de Dios, por ignorancia, no hay culpabilidad, aunque hay pecado. Las primeras palabras de David señalan y confiesan que su acción fue de desobediencia voluntaria, y en consecuencia, fue culpable.

La palabra «iniquidad» describe el resultado de la rebelión que es perversión o corrupción. Como consecuencia de su transgresión, él mismo fue pervertido y manchado.

La última palabra, «pecado», incluye todo el hecho. Expresa el sentido de fracaso y de ruina. David estaba encarándolo todo en una forma triple, diciendo: «En efecto, yo desobedecí con plena conciencia; por consiguiente, estoy pervertido y manchado; y por lo tanto, soy un culpable.

La necesidad del pecador

Ahora obsérvese lo que él buscó. De la misma manera que usó tres palabras para describir la conciencia de su condición, usó tres frases para expresar la conciencia de su necesidad: «Borra mis rebeliones … lávame … límpiame». La palabra hebrea «borra», en su uso figurado, considera el pecado como una deuda, y como una deuda registrada en algún documento. La petición es en el sentido de que tal deuda escrita sea borrada.

El significado literal de la palabra hebrea traducida como «lávame» es restriégame. Entenderemos mejor esto si recordamos la manera oriental de lavar las prendas de vestir. La tela era restregada hasta hacer desaparecer las manchas; en este sentido, la traducción «lávame», es perfectamente correcta y no puede ser mejorada. Si el primer grito pide que se borre la deuda; el segundo, el lavamiento, que quite la contaminación.

Cuando llegamos a la palabra «límpiame», nos encontramos en la presencia de algo que capta nuestra atención. Edersheim dijo que es imposible expresar con perfecta exactitud el valor del término hebreo, porque no tenemos palabra en nuestro idioma que corresponda exactamente. Agrega que la única palabra que de una manera literal pudiera expresar la idea, es la palabra «sin pecado». De donde David buscaba una limpieza completa, de tal manera, que tanto el hecho, como la consecuencia del pecado, fueran cancelados enteramente. No solo que la deuda sea borrada y que la mancha sea quitada, sino que la personalidad quede absolutamente libre de toda forma de pecado.

Reconocimiento y confesión

Ahora consideramos la base sobre la cual David hizo su petición. La primera palabra que usa es una muy pequeña: «porque»; lo que nos muestra que estaba procediendo de la petición al argumento. Hasta aquí, había apelado a la misericordia y a la benevolencia amorosa de Dios, para que borrara sus transgresiones, lo lavara enteramente, quitara de él hasta la sombra de su pecado. Ahora expone la base de su petición: «Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí».

Su petición para que Dios obrase, estaba basada en el hecho de que había confesado su pecado. La palabra hebrea traducida como «reconozco», significa literalmente, lo conozco, lo confieso, no intento esconderlo.

Otro de los salmos penitenciales, el 32, atribuido también a David, describe su experiencia antes de llegar a ese reconocimiento: «Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano». Luego agrega: «Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado».

Es evidente, entonces, que David tuvo conciencia de que no podría haber liberación ni limpieza, hasta que confesara y reconociera, sin reservas, el hecho de su pecado.

Esto nos lleva a un asunto de mucha importancia, el de la confesión del pecado. ¿Cuándo llega a ser de positivo valor la confesión del pecado? Podría decirse que cuando se confiesa a un sacerdote. No necesito discutir esa opinión por ahora. Se dice también que la confesión llega a ser positiva cuando se hace a la persona a quien se ofende. Esto puede ser una necesidad dura, pero no es suficiente.

¿Entonces será acaso cuando nos confesemos los unos a los otros? Esto no tiene valor alguno, a menos que la confesión sea precedida por algo más profundo. Por supuesto, la respuesta desde luego obvia, es que la confesión llega a ser de valor cuando es hecha a Dios; y eso nos conduce a encarar el hecho de que la confesión hecha a Dios tiene valor solo después de que nos la hemos hecho a nosotros mismos. David dice: «Mi pecado está siempre delante de mí». La hora de la limpieza moral y de la renovación llega, cuando el hombre, dejando a todos los otros fuera, se dice a sí mismo: «Pequé».

El pecado es contra Dios

Y todavía mirando el asunto más cuidadosamente, encontramos que cuando David estaba confesando su pecado en la presencia del Señor, lo hacía reconociendo que, en último análisis, el mal que había hecho iba directamente contra Dios; es aquí cuando exclama: «Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos».

Este concepto ha sido atacado, lo cual es perfectamente natural. Se dice: ¿No había pecado David contra Betsabé? En cierto sentido así fue, pero, en realidad, había pecado con Betsabé. Es muy cierto que un hombre peca contra una mujer cuando la seduce, pero es igualmente cierto que en la mayoría de los casos pecan juntos.

Pero, ¿es que David no pecó contra Urías? Indudablemente que lo hizo, pero debe reconocerse al menos que su pecado contra Urías fue heroico y tremendo. Como resultado de su falta se abrían dos caminos ante Urías; el uno era el de descubrir el pecado, la agonía que eso le hubiera causado, y el haber contemplado a Betsabé muerta a pedradas. El otro, el de morir como un soldado en el lugar de mayor peligro en el campo de batalla; y David escogió para Urías lo último.

Pero ahora, en la presencia de Dios, David ha llegado a la conciencia del hecho de que, al final de cuentas, el pecado es contra Dios; que cuando un hombre hace mal a una mujer, hace daño a Dios; que cuando hace mal a un hombre, la agonía última no la siente el hombre a quien se ha ofendido, sino la siente Dios en el mismo corazón.

Este es el sentido más profundo del pecado. Fue esto lo que hizo a Pablo calificarse a sí mismo como «el primero de los pecadores». David sabía que había causado mal a Betsabé y a Urías, pero comprendió que, en último análisis, había hecho daño a Dios. Terminó esta estrofa declarando que había hecho esta confesión a fin de que Dios pudiera ser vindicado, tanto en Su justicia como en Su misericordia.

La segunda estrofa comienza en el versículo 5 y termina en el 9. Obsérvese cuidadosamente cómo comienzan los versículos 5 y 6. Ambos se inician con la palabra: «He aquí», y en los dos hay dos hechos manifestados: «He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre».

Con esta frase, él estaba confesando realidades de su propio ser, que eran esencialmente, y por herencia, corrompidas. La siguiente declaración, sin embargo, nos muestra que David no estaba buscando ninguna excusa por su pecado. Pudiéramos pensar que así era, si nos detuviéramos en este versículo; pero, escuchemos el siguiente: «He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría».

Este es el otro aspecto de la verdad con respecto a la personalidad. En esta doble afirmación hallamos dos hechos; el primero es el de la naturaleza pecaminosa; pero el segundo es que, si bien somos formados en iniquidad y concebidos en pecado, no constituye eso toda la verdad; porque es igualmente verdadero que en la personalidad hay una luz interior, una demanda de verdad en las honduras del alma, la sabiduría de Dios que es capaz de iluminar.

Súplica por restauración

Y contemplando así su propia personalidad, David hace una nueva petición, rogando por una limpieza completa, en las siguientes palabras: «Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve. Hazme oír gozo y alegría, y se recrearán los huesos que has abatido. Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades».

Este fue su grito pidiendo limpieza de la corrupción heredada, y restauración de la sensibilidad a la voz de la sabiduría que produce gozo y alegría.

En la tercera estrofa hay una gran petición. David anda buscando «un corazón limpio», que es la personificación, en una frase, de todo lo que ya ha pedido: «un espíritu recto», que pudiera traducirse de esta otra manera: «un espíritu inmutable».

En la frase: «Y no quites de mí tu Santo Espíritu», él está pidiendo el mantenimiento del compañerismo; y en íntima relación con la restauración que ha pedido busca finalmente «el espíritu libre», que es un espíritu completamente sujeto a Dios.

Cada petición fue en el sentido de que Dios hiciera por él lo que ningún otro podía hacer; y todo lo motivaba el deseo ardiente de poder enseñar a los transgresores los caminos de Dios, a fin de que los pecadores fueran convertidos a Él. En esta forma, vio la posibilidad de verse libre de homicidios. La referencia no tiene que ver con la muerte de Urías, sino con el mal que pudiera causar a los demás de cualquier manera.

Publicando la gloria de Dios

La última estrofa se caracteriza porque el salmista deja de pensar en sí mismo: «Señor, abre mis labios, y publicará mi boca tu alabanza». David buscó que Dios obrara de esa manera en él, a fin de poder estar capacitado para publicar la gloria de Dios; y entendió cuál era la condición para obtener esas bendiciones: un «corazón contrito y humillado», o lo que es lo mismo, la supresión del orgullo de la personalidad y la sumisión absoluta a la voluntad de Dios.

Finalmente, se dio cuenta de las vastas consecuencias de lo que estaba deseando para sí mismo: la prosperidad de Sion y la edificación de los muros de Jerusalén.

El salmo entero enfatiza ciertas grandes verdades. La primera es que el pecado, en último análisis, ofende a Dios. Además, destruye la personalidad, paraliza la influencia sobre los demás, y es absolutamente incurable por medios humanos.

Revela, además, el hecho permanente de que Dios responde a la confesión del pecado y a la confianza que se deposita en Su misericordia eterna. Cuando un hombre exclama con absoluta sinceridad: «Pequé contra Jehová», la respuesta es siempre la misma: «También Jehová ha remitido tu pecado».

Tal vez, en cierto sentido, las palabras más importantes del salmo son: «Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí».

Kirkpatrick cuenta un hecho muy interesante. En cierta ocasión, Voltaire quiso, de una manera irreverente, parodiar este salmo; pero cuando llegó a este ruego, se amedrentó, suspendió su tarea y destruyó su manuscrito. Si esto es cierto o no, lo que es verdad siempre es que el acto de pronunciar esta oración, es algo formidable, y el salmo nos ayuda a ver lo que realmente implica.

De Los Grandes Capítulos de la Biblia.