En su primera carta a la iglesia del Señor, cuando Juan mencionaba el mandamiento antiguo, hablaba en tiempos de decadencia, de la pérdida del primer amor –el amor al Señor–, y en consecuencia del amor de los unos a los otros.

Toda la ley y los profetas, dijo Jesús, se resumen en estos dos mandamientos: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo 22:37-39).

Según la palabra del Señor, ¿quién es el que ama a Dios? Él mismo responde diciendo: «El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama … El que me ama, mi palabra guardará … El que no me ama, no guarda mis palabras» (Juan 14:21, 23-24). ¿Y cuál es el mandamiento que el Señor nos dio desde el principio? Que nos amemos unos a los otros. Amaos unos a otros como yo os he amado, dijo Jesús (Juan 15:12).

¿Por qué el Señor nos dejó este mandamiento? Porque él conocía a quién estaba amando y salvando; hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación. Bárbaros, citas, esclavos, libres, judíos, griegos, hombres y mujeres. ¿Cómo convivir y tener unidad con tantas diferencias de razas y etnias? Era necesario el mandamiento.

El Señor nos enseña que no guardar sus mandamientos es falta de amor a él, y la falta de amor a él es falta de conocimiento de él: «Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor» (1ª Juan 4:7-8). No es posible conocer a Dios y no amarlo, y no es posible amarlo a él sin amar a los que él ha engendrado. Una cosa es consecuencia de la otra.

Podemos constatar entonces que nosotros –su pueblo– estamos pereciendo por falta de conocimiento de Dios (Oseas 6:4). El abandono del primer amor empezó por la desobediencia al mandamiento de amarnos los unos a los otros, y por consiguiente el amar al Señor, y todo eso a causa de la falta de conocimiento de Dios. El débil juzgaba al fuerte, y el fuerte despreciaba al débil. Unos decían que eran de Pablo, otros de Apolos y otros de Cefas. Ya no recibían más a aquéllos que Cristo había recibido, y entonces vino la caída.

El arrepentimiento debe comenzar por el primer amor; mas esto está relacionado con el conocimiento de Dios. Sin conocimiento de Dios no hay revelación de nuestra miseria, podredumbre y perdición; al contrario, sólo habrá soberbia. Es en el conocimiento de Dios en la faz de Cristo que vemos nuestra miseria y vemos cuán misericordioso es nuestro Dios. En su luz vemos nuestras tinieblas y cuánto él nos amó; entonces le amaremos de verdad.

Amándolo guardaremos su palabra, y guardando su palabra amaremos a nuestros hermanos. Será fácil amar a un hermano, si tenemos revelación clara de dónde el Padre nos sacó a todos nosotros –de un charco de lodo, de un pozo de perdición– y dónde nos puso en Cristo: en los lugares celestiales. «Amaos los unos a los otros», es un mandamiento de nuestro Señor, y para eso él derramó este amor en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que nos fue dado.

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