En Adán y Eva, la obediencia fue nula. La excusa de Adán ante Dios fue: «La mujer que me diste me dio…». En tanto, la de la mujer fue: «La serpiente me engañó y comí». ¿Consecuencias? Destitución de la gloria de Dios y traspaso de su pecado y sus consecuencias a toda la humanidad. Por eso Dios echó fuera al hombre (Gén. 3:24).

En el rey Saúl, la obediencia fue parcial. ¿La excusa? «El pueblo perdonó lo mejor de las ovejas y de las vacas … el pueblo tomó del botín … primicias del anatema para ofrecer sacrificios a Jehová…» (1 Sam. 15:15, 21). ¿Consecuencias? Saúl fue desechado como rey (15:23).

En nuestro Señor Jesucristo, la obediencia fue total y perfecta. ¿Excusa? Ninguna. ¿Consecuencias? «Vino a ser autor de eterna salvación a todos los que le obedecen» (Heb. 5:8-9). Fue exaltado hasta lo sumo, y recibió un nombre que es sobre todo nombre (Flp. 2:8-9).

Tanto Adán como Saúl fallaron gravemente en atender la palabra de Dios, y se conformaron a su propio criterio, o al de terceros. Desplazaron el juicio de Dios y antepusieron el suyo propio. Sus deseos y pretensiones particulares pudieron más que la expresa voluntad del Señor (¿Se creyeron más sabios que Dios?). En lugar de reconocer su pecado, culparon a otros. Su decisión trajo terribles consecuencias, tanto a sus propias vidas como a su descendencia. En el caso de Saúl, el pueblo y sus servidores también sufrieron por causa de la locura del rey.

¿Lección? La desobediencia de ellos es una solemne advertencia y amonestación a nosotros. La desobediencia no es solo una herencia lamentable, sino una costumbre reforzable. El Espíritu de Cristo que está en nosotros nos conduce a conocer y obedecer con diligencia la voluntad de Dios, expresada en su Palabra. Si aun así, ya sea por yerro, debilidad o ignorancia, caemos en pecado de desobediencia, debemos apresurarnos a reconocer nuestras faltas y pecados, humillándonos y santificando al Señor. El Señor nos libre de la necedad de culpar a otros.

El contraste de Adán y Saúl con la persona del Señor Jesucristo es más que evidente. La vida de continua obediencia del Señor no se vio alterada ni por la más grande tribulación. Al contrario, sus sufrimientos dejaron de manifiesto el más profundo amor y temor reverente hacia su Padre celestial. «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».

Nada, ni nadie, pudo evitar que tal propósito se cumpliera ampliamente. Su continua comunión y dependencia del Padre nos marcan el camino de la victoria (en realidad, él mismo es nuestro Camino), ya que solo así estaremos conscientes permanentemente del Señor, de su santidad y de su reino, y seremos libres de las continuas influencias y tentaciones que nos rodean. No temeremos a los hombres, y procuraremos siempre agradar a Aquel que nos tomó por soldados.

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