Según C.S. Lewis, luego de la caída, no somos solo criaturas imperfectas que deben ser mejoradas: somos rebeldes que deben deponer sus armas. Es necesario morir diariamente, pues, cuando menos lo pensamos, volvemos a encontrar al yo rebelde más vivo que nunca. Este proceso, que no puede darse sin dolor, es lo que se conoce como «mortificación».

Ahora bien, el dolor hace trizas varias ilusiones en nuestra vida. La primera, el pensar que todo está bien con nosotros. A diferencia del error o el pecado, el dolor es un mal no enmascarado, evidente – todos sabemos que algo anda mal cuando algo nos duele. El dolor es un mal imposible de ignorar. Podemos seguir tranquilos y contentos con nuestros pecados y estupideces, pero el dolor insiste en ser atendido.

Dios nos susurra en nuestros placeres, habla a nuestra conciencia, pero nos grita en el dolor: es el altavoz que utiliza para despertar a un mundo sordo. Mientras el hombre malvado no descubre el mal presente en su existencia en forma de dolor, está encerrado en una ilusión.

Una vez que el dolor lo ha despertado, sabe que se encuentra enfrentado al universo real: o se rebela o intenta algún tipo de ajuste que puede llevarlo a la fe. No cabe duda de que el dolor, como altavoz de Dios, es un instrumento terrible: puede llevar a la rebelión total y sin arrepentimiento; pero da al hombre malvado su única oportunidad de enmienda.

Un segundo efecto del dolor toca nuestra autosuficiencia, pues rompe la ilusión de que lo que tenemos, sea bueno o malo en sí mismo, es nuestro y nos basta. Todos han advertido cuán difícil es volver nuestros pensamientos a Dios cuando todo va bien en nuestras vidas. «Tenemos todo lo que deseamos» es una frase terrible cuando «todo» no incluye a Dios. Encontramos que Dios es una interrupción. Pensamos en Dios como el aviador piensa en su paracaídas: está ahí para las emergencias, pero espera no tener que utilizarlo nunca.

Ahora bien, Dios sabe lo que somos, y que nuestra felicidad está en él. Y, sin embargo, no la buscaremos en él mientras nos deje cualquier otro recurso donde sea siquiera posible de buscarla. Mientras lo que llamamos «nuestra propia vida» se mantiene agradable, no la entregaremos a Dios. ¿Qué puede hacer Dios, entonces, por nuestro bien, sino hacer «nuestra propia vida» menos agradable para nosotros, y hacer desaparecer la posible fuente de falsa felicidad?

Una tercera operación del dolor es señalarnos el camino hacia la verdadera autosuficiencia: rendir nuestra voluntad a la de Dios, y hallar nuestra fortaleza en él. Es en la «prueba» o «sacrificio» supremo que aprendemos cuál es la verdadera autosuficiencia que debiéramos poseer y en la que debiéramos apoyarnos: la fortaleza que Dios nos da a través de nuestra voluntad sometida. La voluntad humana se hace verdaderamente creativa y verdaderamente nuestra cuando es por completo de Dios. De esto nos dio ejemplo el Señor Jesús en el Calvario. Allí lo ejemplificó para que lo imitáramos, sin ningún apoyo natural.

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