Desde la prehistoria misma, el hombre ha dejado huellas de su insaciable sed de Dios.

Hace unos 60 años atrás, un pequeño país llamado Albania se declaró ateo. Las autoridades marxistas de la época acordaron incluir un inserto en la Constitución política de ese país, el cual declaraba que sus ciudadanos eran ateos. La propuesta apuntaba a que antes de que terminase el siglo XX, la religión ya no existiese en Albania. No obstante, pocos años después, antes de que finalizase el siglo pasado, las nuevas autoridades políticas sacaron de la Constitución el artículo que señalaba que aquél país era ateo y la gente creyente nuevamente volvía a asistir con mucho interés a las iglesias. Una situación similar ocurrió en los estados miembros de la ex Unión Soviética después de su desaparición, en donde se observó un gran interés de mucha gente por asistir a los cultos de la iglesia ortodoxa, luego que estuviese prohibido por el sistema político gobernante.

Ante lo anteriormente expuesto, cabe preguntarse: ¿por qué el ateismo oficial en Albania y la fuerte represión religiosa en la ex Unión Soviética no lograron después de muchas décadas borrar a Dios de esos países, ni eliminar la inquietud religiosa de muchos millones de personas?. La respuesta está en que el ser humano tiene un vacío en su corazón con una forma muy específica e inigualable. Esta forma corresponde a la del Dios eterno, Creador de todo cuanto existe y también del ser humano. Ese vacío, por tanto, no puede ser llenado con nada más que no sea el Dios verdadero. La sed de Dios, el impulso religioso, la necesidad de creer resurge, por mucho que se le intente aplastar o eliminar, y es además inmanente al ser humano desde siempre.

Por ello es que lo religioso en el hombre tiene connotación universal, independiente del grado de desarrollo de las culturas, prehistóricas, históricas o contemporáneas. Incluso sistemas de creencias que hoy están obsoletos y catalogados como mitologías, como es el caso de la cultura griega, reflejaban una necesidad de trascendencia. Ciertamente un sendero equivocado por donde caminaba su espiritualidad, pero que indudablemente iba en busca de lo divino.

La necesidad de Dios, ese sentirse incompleto, se puede experimentar de muchas formas, pero las de mayor ocurrencia en el ser humano contemporáneo pueden ser resumidas en dos. La primera de ellas es directa y corresponde a la sed de Dios en el alma del individuo, como se expresa magistralmente en muchos salmos, mientras que la segunda es indirecta, más sutil, y se relaciona con el vacío de vida, el vacío existencial que experimenta el hombre separado de Dios. En el hombre primitivo en cambio, el cual pudo haberse separado de la cultura original, experimentando una involución en su civilización, como ha ocurrido varias veces en la historia, esa necesidad de Dios se presentaba más bien de manera instintiva.

Dios en forma instintiva

De la prehistoria existen múltiples hallazgos de pinturas rupestres, encontradas principalmente en la Península Ibérica y sur de Francia. La mayoría de ellos se localizan en la costa atlántica de Oporto en Portugal y Altamira en España, en la costa mediterránea de Marsella en Francia y Barcelona en España y también en el centro de la península (Salamanca y Madrid).

Las dataciones temporales fijan estos grabados varios miles de años antes de Cristo. Las motivaciones que habrían tenido estos hombres primitivos para realizar estos grabados con animales y figuras antropomórficas, caben dentro de dos líneas de investigación. Una de las primeras teorías propuestas es que simplemente sería una expresión artística. Esta teoría fue cuestionada y luego desechada porque las pinturas se encontraban en cuevas o grutas que no tenían como fin la vivienda. Esto último inferido a partir de la ausencia de utensilios o restos humanos en las cuevas. Posteriormente y con mayor base, surgió una teoría mágico religiosa, la cual goza de mayor aceptación en la comunidad científica.

En las cuevas de Chauvet (apellido de su descubridor) en Francia se encontró un cráneo de oso, puesto en una estructura que se asemeja a un altar. En otras cuevas aparecen figuras humanas, casi siempre en actitud orante y con los brazos abiertos hacia el cielo. Los animales, se piensa, habrían sido pintados en la creencia que ejercerían alguna fuerza sobrenatural o mágica para facilitar su captura.

Otros grabados descubiertos en unas grutas subterráneas en las riberas del Mediterráneo francés, muestran caballos que galopan entre las estalactitas, los que parecieran celebrar un culto misterioso. Lo anterior permite suponer que estas cuevas habrían sido como las catedrales de los hombres prehistóricos como los Cro-Magnon, para reuniones e invocaciones de tipo religioso.

En el trasfondo de esas pinturas rupestres subyace un impulso casi instintivo de un anhelo de trascendencia que ha estado en la profundidad del alma humana desde siempre.

Lo que llama poderosamente la atención de estas obras prehistóricas, además del culto religioso implícito, son las habilidades intelectuales mostradas en la creación de las mismas. Si bien algunas han sido fechadas con más de 40.000 años de antigüedad, siendo siempre discutible los métodos de datación, milenios más o menos, lo claro es que esos humanos parecieran no diferir de los artistas plásticos y productores de cine y televisión contemporáneos.

Es así como en varios muros de las cuevas de Chauvet, hay pinturas de animales que encajan en el estilo realista (mamut por ejemplo). También es posible observar otros dibujos caprichosos que deforman a los animales, los cuales podrían corresponder al estilo caricaturista.

Pero dentro de los grabados más impresionantes, están aquellos a los cuales se les ha querido dar una imagen dinámica. Es así como se observa en Chauvet un bisonte con varias patas, ubicadas una inmediatamente después de la otra, en donde los hombres prehistóricos quisieron indicar que el animal estaba corriendo. Es lo mismo que observamos hoy día en el cine con los dibujos animados, en donde muchas figuras dibujadas se hacen pasar en forma rápida, para simular movimiento. Ese bisonte prehistórico con múltiples patas se basa en el mismo principio utilizado para dar vida a este último estilo de producción cinematográfica.

Lo anterior respalda fuertemente el hecho que el ser humano, independiente del momento histórico que se le feche, pertenecería a la misma especie, y por más que se remonten en el tiempo las investigaciones acerca del origen de la especie humana, no aparecen ni el mono ni sus intermedios.

Culturas indígenas más recientes, pero aisladas geográficamente como la mapuche en el cono sur americano, mantuvieron vivos sus sistemas de creencias, hasta la llegada de los conquistadores españoles. Algunas de ellas aún persisten, aunque algo modificadas en la cultura popular, como son las animitas; pequeñas construcciones en piedra o cemento en las riberas de los caminos, que recuerdan la muerte violenta de una persona, y si bien de acuerdo a la creencia indígena, el fallecido ya habitaría con los dioses, el espacio donde murió sería sagrado, donde también la víctima moraría, actuando como un mediador.

Dios como un problema

Pero la sed de Dios en el ser humano tiene grados intermedios. Entre aquella sed expresada por los hombres del neolítico y la del salmista, diáfana y pura, existen grados intermedios, en donde se presenta con menor claridad. Sed muchas veces oculta por una intelectualidad mal entendida y empapada de soberbia. Estas personas no saben cómo expresar la sed de Dios, pero intuyen un Dios borroso, una especie de fuerza creadora. Es el caso de muchos «buscadores» de Dios y también de muchos ateos y agnósticos.

Por ejemplo, uno de los más grandes pensadores ateos del siglo XX, el filósofo francés Jean Paul Sartre, padre, junto a Kierkegaard, de la corriente filosófica denominada «Existencialismo», declaraba al final de su vida que la idea de Dios le molestaba, le era un problema, no porque hubiese muchas personas que profesasen su fe en el Señor, sino porque no la podía eliminar de su mundo interior, a pesar de que él luchaba contra ello. Algo en lo más íntimo de su ser anhelaba un acercamiento con su Creador, pero el razonamiento lógico y la soberbia de su egregia mente lo impedían.

Sartre llegó a decir que todo dentro de él reclamaba a Dios y que no lo podía olvidar o desechar. Escuchar esto del que fuese muy probablemente el campeón del ateismo contemporáneo es muy fuerte. Pero Sartre además agregó: «Toda esta experiencia mía se puede encontrar de una u otra forma en la mayor parte de la literatura contemporánea». Sartre tuvo mucho de razón en esta última frase porque no con mucho esfuerzo es posible encontrar en la obra de otros filósofos la misma angustia existencial.

En los escritos de Kafka se encuentran los temas de la angustia, la culpa y la soledad, los que reflejan la influencia de Kierkegaard, Dostoievski y Nietzsche (Echegoyen 1997). También se puede apreciar en las novelas del escritor y filósofo francés André Malraux, donde están constantemente la muerte y el sinsentido de la vida. En la obra del escritor Albert Camus se encuentran temas recurrentes como el absurdo y futilidad de la existencia humana. También se reflejan conflictos existencialistas en el teatro del absurdo, sobre todo en las obras de Samuel Beckett y Eugène Ionesco.

En el tema de la muerte, de la absurdidad de la vida (lejos de Dios) de los diversos sinsentidos del ser humano, allí se encuentra Dios, de forma difusa, pero tan presente, que hasta los ateos como Sartre, cuando son sinceros y hurgan en las profundidades de su alma, encuentran ese vacío con forma de Dios. Sartre murió atormentado por su ceguera física, pero mayor aún fue el tormento de su alma, que lo llevó además, ciego espiritualmente, a la tumba, sin poder resolver su vacío del alma convertido en ‘Dios problema’2 .

El hombre puede pretender matar a Dios, como lo expresó abiertamente el conocido pensador alemán Nietzsche, «Dios ha muerto», pero sin embargo nunca podrá acallar dentro de sí su sed de Dios, expresada de distintas maneras, incluso reflejadas hasta en el arte del hombre contemporáneo. De ello pudo darse cuenta la poetisa Gabriela Mistral quien escribió: «No existe el arte ateo, aunque no ames al Creador, lo afirmarás creando a su semejanza».

Dios como un vacío o como frustración existencial

¿Qué sentido tiene la vida?; es la pregunta tipo en la actualidad de quienes tienen o sienten un vacío en su corazón, en su alma. Esta es una forma indirecta de sentir la sed de Dios, es una vivencia a veces inconsciente, que suele cobrar fuerza en determinadas ocasiones. El libro de Eclesiastés lo define de manera magistral: «vanidad de vanidades», o vacío de vacíos, la carencia o falta de sentido en la vida. Aún cuando se cuente con mucho dinero – que parece ser hoy día la principal referencia para ser feliz. Así lo expresó Kodak, el multimillonario creador de uno de los más grandes imperios de la fotografía en una nota que escribió antes de suicidarse: «La vida es un absurdo».

El autor de Eclesiastés buscó llenar su vida con trabajo (Eclesiastés 1:3), pero no lo pudo conseguir y terminó aborreciéndolo (2:18). Muchos buscan hoy día en países desarrollados y emergentes llenar su vacío interno con exceso de trabajo y horas extraordinarias. Ello tiene en ocasiones un efecto sedante y suele acallar temporalmente la sed de Dios, pero termina por ser aflictivo al espíritu.

Luego Eclesiastés señala que el personaje de quien se recopilan estos hechos quiso llenarse de posesiones y de bienes materiales (2:1), pero también terminó por considerarlo vacío (4:8). Agrega además que probó muchas otras cosas relativas a deleites y placeres (2:2, 2:10), pero finalmente concluyó que todo era vanidad (vano o vacío) y llevaba a la aflicción del alma (2:11).

En su reflexión final, el libro de Eclesiastés termina con una antítesis de todo lo anterior diciendo «El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre» (12:13).

El hombre sin Dios está incompleto, tiene un vacío en su alma que sólo su Creador puede llenar, por ello Eclesiastés concluye que temer a Dios y obedecerle es el todo del hombre, es el estar completo.

Dios amante y personal

En un grado mucho más desarrollado y directo, la necesidad de Dios se expresa como un deseo conciente de un encuentro personal con el Señor. Dios aquí no es un algo como las pinturas prehistóricas sino que es un Dios real y personal, como aquél reflejado de forma tan notable en el Salmo 42 (1-2), «Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, Así clama por ti, oh Dios el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo».

El vacío del alma, el sinsentido de la vida y de la muerte, la carencia existencial, solamente los puede llenar Cristo. A sus discípulos el Señor les dijo: «…yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.» (Juan 10:10), y a la angustiada Marta ante la muerte de su hermano le consoló diciéndole «…Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá» (Juan 11:25).

Muchos años antes el rey David había vivenciado de manera muy profunda su relación con el Señor, a pesar de haber pasado por etapas muy difíciles en su vida, graficadas como sombra de valle de muerte, no obstante su alma era confortada (Salmo 23). No había vacío ni frustración existencial dentro de él porque buscaba en lo único que podía llenar el vacío de su alma; la comunión con el Señor, con la cual sentía que su vida estaba completa. Por ello cantaba en uno de sus salmos «En Dios solamente está acallada mi alma; de él viene mi salvación» (Salmo 62:1).

Literatura citada
Echegoyen J. 1997. Historia de la Filosofía. Volumen 3: Filosofía Contemporánea. Editorial Edinumen.
Reina Valera. 1960. Santa Biblia, revisión 1960. Editorial Caribe.