Hechos 1:18.

El Señor está a punto de partir de este mundo, ya no como alguien que va a la muerte, sino como quien, habiendo pasado victorioso a través de ella, ascenderá hasta la diestra del Padre en las alturas.

Pero, antes de dejar este escenario, debe insistir sobre lo único que importaba en ese momento histórico para sus inquietos y débiles discípulos: «Quedaos en Jerusalén hasta que seáis investidos de poder desde lo alto» (Lc. 24:49), «…no se vayan de Jerusalén, esperen la promesa del Padre … seréis bautizados en el Espíritu Santo, dentro de no muchos días» (Hch. 1:4-5). La reiterada demanda del Señor nos hace pensar que estaba tomando aun las mínimas precauciones, pues ellos habían demostrado muchas veces su ligereza en decidir por sí mismos.

También se corría un riesgo enorme al dejarlos «solos», aunque no pasarían más de diez días entre Su ascensión y el derramamiento del Espíritu. De ahí la firme demanda del Señor, con reprensión incluida: «No os toca a vosotros saber los tiempos y las sazones que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo y me seréis testigos…» (Hech. 1:8). Seguían inconscientes de su falta de poder, pero no el Señor. Tuvieron el privilegio de andar con él durante unos tres años y medio, pero su historia no les garantizaba el poder; habían oído atentamente todas sus enseñanzas, pero el conocimiento tampoco es poder.

Ellos corrían el riesgo de interpretar aquellas enseñanzas, y recurrir a su historia como mejor les pareciese. En realidad, el Señor no quería que dependieran de sí mismos. Los atributos propios del alma humana eran absolutamente insuficientes (¡o un formidable estorbo!), para llevar a cabo los propósitos divinos en la tierra. Nuestro Señor Jesucristo no quiso utilizar nada de las facultades humanas en Su obra. El Consolador vendría a ocupar el lugar de Cristo mismo en el corazón de ellos, guiándoles a toda verdad (Jn. 16:12-13), revelándoles aquellas cosas para las cuales no estaban antes preparados, para frenarlos cuando fuese necesario (Hch. 16:6-7), y para fortalecerlos en medio de los fuegos de prueba que les sobrevendrían (Hch. 7:55).

«Recibiréis poder…», es decir, «aún no tienen mi poder en ustedes, solo tienen en mí un ejemplo exterior, tienen mis enseñanzas, pero no tienen el poder de mi vida dentro de ustedes». La posterior venida del Espíritu y todos los frutos que se vieron en nuestros primeros hermanos (9:31), demuestran la seriedad del asunto. Definitivamente, sin la presencia, el poder y la presidencia del Espíritu Santo, ellos habrían fracasado rotundamente.

Cabe preguntarnos: ¿Cómo estamos los discípulos del Señor Jesús hoy? ¿Estamos enfrentando los desafíos del tiempo presente basados en nuestra historia y conocimientos bíblicos? O, más bien, habiendo aprendido algo de los terribles fracasos de la historia de la iglesia y de nuestra propia historia, ¿estamos aprendiendo a esperar que «el poder de lo alto», la bendita persona del Espíritu Santo, sea quien venga primero y nos aclare la senda a seguir, nos capacite para la tarea y nos presida en la batalla?

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