Bocadillos de la mesa del Rey

Jesús está enseñando a las multitudes. Todos le escuchan, extasiados. ¡Nunca habían oído hablar a un hombre así! De su boca sale un río de palabras de sabiduría que responde a las necesidades de todos los hombres.

De pronto, una mujer alza su voz, entre las demás voces de admiración y asombro:

— ¡Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste!

Todos guardan silencio. Lo que dijo la mujer ha estado antes en el corazón de todas las mujeres ahí reunidas; ella las interpreta a todas. ¿Quién no hubiera querido tener un hijo así?

Todos esperan una respuesta. ¿Cuál será la que corresponda a una expresión de alabanza tan legítima e indiscutible? Entonces, Su voz se oye clara y firme:

— Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan.

Desconcierto. Asombro. ¡Qué respuesta extraña!

Es que la mirada de los hombres se posa sobre cosas concretas y externas. El asombro que este Hombre produce se traduce en alabanza hacia la madre que le trajo y los senos que mamó. Sin embargo, el Señor hace que toda mirada se alce para mirar a Dios. La tendencia del hombre es deificar lo externo asociado a Dios. En cambio el interés de Dios es alcanzar el corazón del hombre.

Esta mujer consideraba dichosa a la madre de Jesús. Otros después considerarían dichosos a quienes tocaron a Jesús; más adelante lo serían quienes tuvieran un pedazo de la madera de su cruz, o un puñado de la tierra que Él pisó. Cosas externas asociadas a Dios, pero que no tienen un valor trascendente, espiritual, transformador. Deificar el objeto, transformarlo en dios es propio de la religión vana e inútil que no salva, que no llena el vacío del alma.

Los que sí son bienaventurados son los que oyen la palabra de Dios y la guardan. Ellos han encontrado la dicha de conocer a Dios, creerle y amarle. Ellos han dado importancia a lo que realmente la tiene.