El dolor sume al hombre, en general, en un gran desconcierto. Tal vez el mayor problema radique en el desconocimiento de las causas y los fines del dolor.

Las aflicciones y sufrimientos conforman un alto porcentaje de la vida del hombre. Con razón se ha dicho que la vida humana es un “valle de lágrimas”. Esto es así no sólo para los que viven lejos de Dios; también lo es para los hijos de Dios. Para ellos también existen, como dice David en el Salmo 23, los valles de sombra y de muerte.

La primera y mayor causa de dolor ha sido y es la desobediencia. La desobediencia fue el primer pecado, y ella introdujo la muerte. A su vez, la muerte tiene dos grandes manifestaciones en el hombre: la muerte espiritual que separó al hombre de Dios, apartándole de su comunión íntima y de su gloria, y la muerte física, que, siendo menor que aquélla, sume al hombre en una gran incertidumbre. Ambas muertes son una gran e insoslayable desgracia, y ambas traen de la mano el dolor.

Desde Adán en adelante, el hombre ha tenido que comprobar la veracidad de las palabras del Señor, dichas a nuestros primeros padres: “Con dolor darás a luz los hijos” – (a Eva, Gén.3:16); “Con dolor comerás de ella (de la tierra)” — (a Adán, Gén.3:17). Este dolor, obviamente, no sólo se circunscribe al parto en la mujer y a la sobrevivencia biológica en el hombre, sino que abarca todas las esferas de la existencia humana.

¿Qué ocurre con los cristianos?

Hace algunos años, un conocido escritor cristiano escribió un voluminoso libro tratando de desentrañar las causas del sufrimiento en los hijos de Dios. Aunque el libro logra explicar algunas cosas, su extraño título mueve a confusión: “Cuando lo que Dios hace no tiene sentido”. ¿Significa efectivamente eso? ¿Que hay veces en que lo que Dios hace no tiene sentido? ¿Que el sufrimiento (o al menos, algunos) no tiene sentido?

Muchas veces nosotros, debido a nuestra ceguera, no le hallamos sentido a nuestro sufrimiento. Pero decir que el sufrimiento de los hijos de Dios no tiene sentido es atribuir a Dios un despropósito. Si nosotros, siendo malos padres, procuramos el bien de nuestros hijos, y dirigimos nuestras acciones para con ellos según un fin noble, ¿cuánto más nuestro Padre, que es santo, justo y bueno perseguirá un fin noble con nosotros, sus amados hijos?

Todo nuestro sufrimiento persigue un buen fin, porque Dios lo utiliza para nuestro bien, aunque en el momento que lo estemos viviendo no lo entendamos así.

Causas del sufrimiento

¿Cuáles son las causas del sufrimiento del cristiano? No pretendemos cubrir todas las posibles causas que existen. Eso está mucho más allá de la posibilidad de nuestros alcances. Pero, al menos, quisiéramos apuntar a lo que entendemos son las principales, a la luz de la Palabra de Dios.

Es preciso que le pidamos al Señor que nos aclare este importante asunto, porque de él se derivará mucha bendición para nuestra vida como creyentes. Es tan provechoso conocerlo, como dañino es ignorarlo. Hay mucho sufrimiento inútil; hay mucha lágrima infructuosamente derramada; hay mucho dolor sufrido en la oscuridad de un entendimiento vacío de la luz de Dios.

Si aceptamos que todo sufrimiento tiene una razón de ser, y si, en su gracia, Dios nos ayuda a entender ese propósito, estaremos sentando las bases para que Él obtenga en nosotros el provecho que le ha asignado, y, de paso, lo haremos más llevadero.

No hay nada que pueda dañar más al cristiano –y hacer el sufrimiento más infructuoso– que el pensar que no tiene propósito, o que sólo persigue un fin punitivo. Si esto ocurre así, juzgaremos a nuestro bendito Dios como desentendiéndose de nosotros, o como si fuera innecesariamente severo. Los hijos de Dios sabemos que Él nos ama como nadie nos ha amado, y que Él “no puede ser tentado por el mal” (Santiago 1:13).

Así que, el sufrimiento no es un mal para los hijos de Dios. Aun para el bendito Hijo de Dios, en cuanto hombre, el sufrimiento fue necesario, ya que “por lo que padeció aprendió la obediencia” (Hebreos 5:8); ¿cuánto más para nosotros?. Si Dios no privó del dolor a su amado Hijo, ¿por qué habría de privarnos a nosotros?

Todo sufrimiento es derivación del primer y gran pecado del Huerto1 . Sin embargo, lo que Satanás planeó como un mal para el hombre, Dios lo trocó en un bien, utilizando cada sufrimiento como una ocasión de crecimiento. De manera que, siendo una experiencia amarga, le es de gran provecho, porque “a los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien.” (Romanos 8:28).

Los altos propósitos de Dios para el hombre se alcanzan mediante el sufrimiento. No el sufrimiento a discreción, sino sabiamente controlado y dosificado por nuestro Padre amoroso.

Si no podemos visualizar la causa y el fin de cada sufrimiento, perderemos la ocasión de crecimiento que trae consigo, y nos rebelaremos neciamente contra Dios.

La desobediencia

Como decíamos, la primera gran causa de dolor para toda la raza humana y también para los cristianos es la desobediencia. Cada infracción a la Palabra de Dios, cada ofensa al Espíritu de gracia, trae una secuela de muerte en nuestro corazón, que se traduce en dolor en sus más variadas formas.

Todo pecado tiene su raíz en la desobediencia. Ella fue la primera manifestación de nuestra precariedad allá en el Huerto, y la sigue siendo hoy. ¿Cómo vencerla? No tenemos solvencia en nosotros mismos para obedecer. Formamos parte de una raza caída, con una enfermedad endémica. Sólo la vida de Cristo en nosotros es nuestra esperanza.

La gran batalla que libra el Espíritu contra nuestra carne, dentro de nosotros, busca establecer la primacía de la preciosa vida de Cristo, la única respuesta efectiva contra toda forma de desobediencia.

La desobediencia significa seguir la voluntad propia, los dictados de nuestro propio corazón; en tanto la obediencia significa seguir la voluntad de Dios. La salvación completa del creyente (y que es la señal de madurez cristiana) consiste en negar su voluntad para unirla a Dios. Cuando esto ocurre, el cristiano interrumpe toda actividad que proceda de sí mismo. Si en el pasado, su vida y voluntad estaban centradas en el yo, ahora están centradas en la voluntad de Dios.

El gran objetivo de la obra del Espíritu Santo en el creyente, es que éste pueda llegar a decir, en todas las cosas, en todos los ámbitos de su vida: “Padre, no sea como yo quiero, sino como Tú.” (Mateo 26:39 b).

Cuando la voluntad del cristiano aún no ha cedido ante la voluntad de Dios, Él utiliza muchos medios para reducirlo a la obediencia. Primeramente, Él usa del amor y de la persuasión por medio de la Palabra, pero al no ser oído, tiene que mover su mano para guiarlo hacia donde Él quiere que esté. Entonces es cuando tiene su explicación el sufrimiento. Por medio de ellos Él sí consigue que nuestra voluntad se le rinda, y que aceptemos ser despojados de lo nuestro.

El deseo de nuestro Dios no es solamente salvarnos, sino que unamos nuestra voluntad a la suya, hasta que lleguemos a hacer su voluntad, y más aun, a amarla.

La prueba de la fe

La fe del cristiano suele ser probada. En la prueba, somos entregados a Satanás para que nos hiera, como a Job, o nos zarandee como a Pedro (Lucas 22:31). Con ello, Dios busca limpiarnos de nuestra justicia propia, como asimismo mostrarnos nuestra fragilidad.

El desconocimiento de la Palabra de Dios

Satanás no tiene poder de herir a los cristianos, a menos que el Señor se lo permita. No obstante, si los hijos de Dios, por desconocer su herencia en Cristo o no tener en cuenta las advertencias del Espíritu Santo en el caminar diario, dan lugar al diablo y se prestan conscientes o inconscientemente para seguirle su juego, serán heridos por él.

En esto, nuestra responsabilidad es conocer la Palabra, y a la luz de ella, conocer las maquinaciones de Satanás, para poder actuar contra él con autoridad y discernimiento espiritual. (Ver Efesios 4:27 y 2 Corintios 2:11).

Para la gloria de Dios

Hay otra forma de sufrimiento que viene para que la gloria de Dios sea vista, al irrumpir su poder y hacer notoria su misericordia en la liberación de ese sufrimiento (Juan 9:3; Éxodo 6:6-7; 7:5). Aquí no hay responsabilidad específica en el que sufre, al contrario, le es concedida la gracia de sobrellevarla para la gloria de Dios.

Las aflicciones del reino

Están también las aflicciones del reino a que están expuestos todos quienes aman al Señor y quieren servirle. (Mateo 10:34-38; 16:24-27; Filipenses 1:29). De ellas, Pablo y Juan fueron hechos participantes de manera muy evidente (Hechos 9:16 y Apocalipsis 1:9). Y también todos cuantos han sufrido persecución por causa del Nombre. Ganar el reino no es como alcanzar salvación. La salvación es gratuita en Cristo, pero ganar el reino implica pagar un precio en moneda de sufrimiento.

La disciplina

La disciplina nos alcanza, sea porque hemos pecado delante de Dios, o sea, simplemente, porque el Alfarero está rompiendo el vaso para hacer un vaso nuevo (Jer.18:1-6). Es esta la disciplina que es efectuada por medio del Espíritu Santo, la cual tiene dos facetas: una destructiva y otra constituyente. Esta disciplina puede implicar pérdidas materiales (para que aprendamos que nuestros recursos vienen del cielo), angustias emocionales (para que veamos que tiene más valor llorar delante del Señor que reír delante de los hombres) o dolores físicos (para comprobar que Dios se ocupa de nosotros, que la Palabra nos sana, y para que aprendamos – como dice un hermano– a orar por la noche, a velar como el pajarillo sobre el tejado, a resolver los pecados, a esperar en calma, a tocar el borde de las vestiduras del Señor, a discernir cómo Dios puede hacernos vasos útiles, que la santidad es sanidad, y a experimentar el poder la resurrección de Cristo) . También puede venir mediante una agonía de las virtudes naturales, las cuales son inútiles para alcanzar los objetivos de Dios. De esto es una figura el patriarca Jacob.

La mano de gobierno de Dios

Hay una forma de disciplina que es especialmente delicada, porque establece un nuevo principio en la forma de obrar del Señor con sus hijos, y normalmente trae consigo una secuela de dolor y de vergüenza un poco más profunda que otras formas de disciplina. Es causada por pecar contra la santidad y el testimonio de Dios. Es lo que algunos denominan “la mano de gobierno (o administrativa) de Dios”. Es esto lo que sucedió con Moisés luego de golpear la peña (Números 20); y con David luego del pecado contra Urías (2 Samuel 11-12).

El pecado contra el santuario

Esta disciplina viene por profanar el santuario con elementos ajenos, es decir, con aquello que es de la carne y la sangre: Nadab y Abiú, (Números 18:1; Levítico 10); Uza, (2 Samuel 6:6-9); Uzías, (2 Crónicas 26:18-21). Y alcanza principalmente (aunque no exclusivamente) a los que prestan un servicio cerca del Señor.

Los padres espirituales

Uno de los sufrimientos más nobles que le es dado al hijo de Dios padecer es el que podemos denominar “de los padres espirituales”. Estos sufrimientos no tienen relación alguna con el pecado o las faltas de quienes los padecen. Ellos sufren verdaderos “dolores de parto” por sus hijos, desde su nacimiento (o antes) hasta que Cristo es formado (Gál.4:19). Ellos participan de los sufrimientos de Cristo por su iglesia. Es el dolor del corazón de quienes siguen con anhelo y sobresaltada expectación las vicisitudes de los pequeños, su tambaleante primer caminar en la fe. (2ª Cor.11:28-29).

Este es también el sufrimiento que observamos en los profetas del Antiguo Testamento ante la apostasía del pueblo de Dios. Ellos agonizaban con los dolores que Dios por su pueblo. Es el dolor de Jeremías, cuyas entrañas casi se rompían de angustia (Jer.4:19), o el de Daniel, que pasa largos días en ayuno y oración de intercesión por su pueblo (Daniel 9:3,20). Es el sufrimiento de Ezequiel, a quien su mujer le fue quitada (siendo “el deleite de sus ojos”) para enseñarles a los israelitas que la gloria del santuario sería quitada de ellos (24:16-26). Es el sufrimiento de Oseas, a quien se le ordena casarse con una mujer fornicaria para testificar al pueblo que ellos habían fornicado (1:2-3), y luego, cuando ella se va de su lado, la compra, pese a ser una mujer adúltera, y la ama, porque así amaba al Señor a su pueblo adúltero (3:1-3).

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Rogamos al Señor que esta serie de estudios arroje la necesaria luz a los amados hijos de Dios para entender su camino y aquilatar cada sufrimiento.

El propósito final de todo dolor es producir en el cristiano verdadera contrición y humillación de espíritu, apartar de él toda injusticia y toda confianza en sí mismo. Persigue lo que algunos han denominado “el despojamiento o vaciamiento del yo”, para que Cristo tenga la preeminencia en la vida y la conducta del cristiano. Este es un proceso necesariamente doloroso, porque el hombre se ama demasiado a sí mismo, y porque su corazón es engañoso y muy desconocido para él. (Jeremías 17:9-10; Deuteronomio 8:2-5). Sólo a través de este largo proceso, el corazón va quedando al descubierto en toda su precariedad, a la par que el carácter de Cristo va develándose a los ojos del creyente con su mayor atractivo y esplendor. ¡Finalmente, el yo es despojado de su trono y Cristo es entronizado! Entonces, su grato olor se hace sentir a través de ese pobre vaso roto, de ese frasco quebrado. (Marcos 14:3). ¡Entonces Cristo es plenamente glorificado en sus siervos!

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El análisis que hemos hecho de las causas no significa que se den puras y aisladas en la práctica. Este análisis es necesario porque hay causas que evidentemente podemos aislar en muchos casos, pero también lo es por razones didácticas. Es posible que algunas de ellas sean entre sí la misma cosa, con sólo un leve matiz diferente; y bien puede suceder también que en la experiencia práctica del cristiano estén involucradas más de una de ellas, o que haya otras causas que no hemos cubierto. (Recordemos que el mundo es, también, una fuente continua de aflicciones (Juan 16:33).

Cada hijo de Dios vive -en su peregrinar de fe- muchas, o tal vez, todas estas formas de sufrimiento. El Dios de misericordia, el Alfarero diestro, sabe cómo y cuándo concedernos unas u otras para nuestro bien. Rogamos al Señor que nos conceda su infinita gracia para entenderlo.

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1 Evidentemente, el Señor Jesús no sufrió como consecuencia de este pecado, ni de ningún otro, porque Él no cometió pecado. Los sufrimientos de Él son los sufrimientos de Dios por la humanidad caída, y también porque quería dejarnos ejemplo, para que siguiésemos sus pisadas.