Si alguno enseña otra cosa, y no se conforma a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que es conforme a la piedad, está envanecido, nada sabe, y delira acerca de cuestiones y contiendas de palabras».

– 1 Tim. 6:3-4.

Mucho se ha avanzado en materia de doctrina desde los días de los apóstoles hasta hoy. Muchos y buenos libros tienen lugar de privilegio en librerías y bibliotecas del mundo cristiano. Las palabras inspiradas de los escritores bíblicos han sido objeto de estudio por muchas generaciones. Ni Pedro ni Juan hubieran podido sistematizar las verdades bíblicas de manera tan rigurosa como algunos eruditos bíblicos.

Sin embargo, la erudición teológica no siempre va a la par con la piedad. En los últimos días de Pablo, las cosas en el seno de la iglesia habían comenzado a mostrar deterioro, el deterioro propio del conocimiento sin el temor de Dios. Es decir, el conocimiento por puro conocimiento, sin el necesario respaldo de una vida detrás.

Hoy las cosas parecen estar en el mismo punto. Las verdades bíblicas tocan más el intelecto que el corazón. Los dichos que los apóstoles transmitieron desde su propia experiencia, hoy se debaten en ponencias doctorales en escuelas teológicas. Por eso, las palabras del apóstol Pablo resuenan tan perentorias en este momento: «La doctrina que es conforme a la piedad». La doctrina ha de estar refrendada por la piedad. Por decirlo así, la piedad es el sello de calidad de la verdadera doctrina. Las doctrinas fueron dichas para ser vividas, no para ser sistematizadas.

Esto mismo lo vuelve a decir el apóstol en el comienzo de la Epístola a Tito: «Pablo, siervo de Dios y apóstol de Jesucristo, conforme a la fe de los escogidos de Dios y el conocimiento de la verdad que es según la piedad» (1:1). Allá en Timoteo es la doctrina; acá es el conocimiento. Ambas cosas son «según la piedad». Y es que cuando el hombre logra entender ciertas verdades espirituales, y puede defender su posición frente a otras formas de entendimiento, se enorgullece de ello y se alza a sí mismo como defensor y apóstol de su propia interpretación, como si ésta fuera la interpretación del Espíritu Santo.

Si convertimos las verdades en objeto de estudio, antes que objeto de experiencia, entonces estamos errando el camino, y nos exponemos a una caída segura. La piedad debe alcanzar las aulas de estudio teológico, de la misma manera que la más humilde choza adonde ha llegado la verdad del evangelio. Con el mismo santo temor, con la misma devoción y consagración.

Los días que vivimos son días de prueba para la fe, y la prueba no consiste en contestar correctamente un test acerca de Lutero o Calvino. La prueba de la fe es si ella logra traducirse en una conducta piadosa o no. Si no lo logra, entonces es enteramente aplicable la exhortación apostólica: «Si alguno… no se conforma a… la doctrina que es conforme a la piedad, está envanecido, nada sabe, y delira acerca de cuestiones y contiendas de palabras».

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