¿Te avergüenzas del evangelio?

Emil Brunner (1889-1966), el gran teólogo suizo, estaba anunciado para hablar una mañana en la capilla de la Universidad de Princeton, Estados Unidos. Se acercaba el momento y aún estaba indeciso sobre lo que debía hablar. Dijo después que en ese instante el Espíritu Santo le tocó los hombros y le dijo: «Emil, ¿es que te avergüenzas del evangelio?».

No necesitó una palabra más, pues de inmediato cesó su indecisión, recobró su seguridad, se levantó y predicó un sermón sobre el texto: «No me avergüenzo del evangelio».

Miguel Limardo, Ventanas abiertas

Conversando con Dios

El famoso Luis Pasteur (1822-1895) estaba cierta mañana con sus manos puestas sobre su mesa de estudio, con sus dedos juntos, en forma de pantalla y su cabeza inclinada a pocos centímetros de la mesa; hasta que por fin levantó su cabeza, y separando las manos, apareció un pequeño microscopio.
Un estudiante que había estado observándole, muy quieto durante largo rato, dijo:
-Pensaba, doctor Pasteur, que estaba usted orando.
-Así es –replicó el científico levantando su microscopio– estaba diciéndole a Dios cosas muy lindas, aunque no tanto como las que él estaba diciéndome a mí por medio de sus obras.

Samuel Vila, Enciclopedia de anécdotas

El santo y su bebé

Enrique Suso (1300-1365) fue uno de los ejemplos más hermosos del misticismo alemán. Fue realmente un verdadero santo. Dios hablaba con él como una madre habla con su hijito. Una vez, él dijo a un amigo: «Me parece que el Señor me olvidó, pues por mucho tiempo no me ha enviado ninguna prueba difícil». Entonces el Señor usó una circunstancia para llevarlo a una participación mayor del poder del Calvario.

Una mujer de mal carácter vino a su puerta y dejó un bebé en sus brazos diciendo: «Aquí está el fruto de tu pecado». Pero Suso era inocente; nunca había visto aquella mujer antes. Una gran tempestad de oprobio y chismes se levantó contra él. «¡Este es el hombre santo llamado Suso!» –decían. La vergüenza de él fue tan grande que huyó a una montaña. Allí lloraba y lamentaba su gran dolor delante de Dios de una forma muy inusual. «¿Qué haré?», decía. La respuesta divina fue: «Haz como yo hice: sufre por los pecados de los otros y no digas nada». Así que Suso regresó a su casa, tomó el niño y lo crió con resignación y silencio.

Años más tarde la mujer regresó, y declaró la inocencia de Suso delante de toda la ciudad. Al no poder quedarse con su hijo, sólo había tenido valor para dejarlo con una persona: Enrique Suso. Por causa de su carácter y testimonio cristiano, él era el único a quien ella podía confiar su hijito.

Delcio Meireles, en Génesis 24: Rebeca e os camelos