La respuesta de Dios a la necesidad del hombre suele ser tan simple como el pan y el agua. Si la respuesta de Dios a los problemas fundamentales del hombre hubiera sido subir a buscarla al cielo, o bajar a recogerla al abismo, estarían lejos del alcance del común de los hombres. Pero está tan cerca, es tan accesible, como el pan y el agua.

Y el pan y el agua nos sugieren las dos necesidades básicas del hombre, la necesidad de alimento y de bebida. Toda la creación nos muestra que Dios alimenta y sacia a sus criaturas. Ya Dios le decía a Job, en tiempos lejanos: «¿Quién prepara al cuervo su alimento, cuando sus polluelos claman a Dios, y andan errantes por falta de comida?» (Job 38:41). Y cuando Israel es sacado de Egipto, al faltarle el pan y el agua en el desierto, Dios les provee en forma milagrosa. El pan llueve del cielo y el agua surge de la peña (Ex. 16 y 17). Dios, que cuida de sus criaturas menores, no descuida sus criaturas mayores.

Todo esto hace Dios en su cuidado por sus criaturas y por el hombre. Pero esto significa mucho más de lo que estamos diciendo. La necesidad de pan y la necesidad de agua materiales –siendo reales en sí mismas– representan una necesidad mayor de toda alma humana: la necesidad de Dios. Es un clamor –sed, hambre– que surge desde el fondo del alma y que no puede ser saciado, y por lo cual el hombre también suele andar errante.

¿Qué hace Dios para que esa necesidad sea suplida? Envía a su amado Hijo Jesucristo, con la encomienda de que él –por decirlo metafóricamente– se convierta en pan y se convierta en agua. Por eso Jesús dijo, hablando con la mujer samaritana:«Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva» (Jn. 4:10). Y también: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva» (Jn. 7:37-38). Esto decía del Espíritu Santo que aún no había sido derramado.

En otra oportunidad, el Señor dijo: «No os dio Moisés el pan del cielo, mas mi Padre os da el verdadero pan del cielo… Yo soy el pan de vida; el que a mí viene nunca tendrá hambre» (Jn. 6:32, 35). Aquí el Señor aclara que la dádiva de Moisés no era la verdadera y definitiva.

En el desierto, Dios proveyó primeramente el pan al pueblo de Israel, y luego el agua, dando a entender con esto que primeramente era Cristo quien debería ser dado, y después el Espíritu Santo. Porque el Espíritu fue enviado luego que el Señor fue exaltado a la diestra de Dios. Pero cuando leemos el evangelio de Juan nos encontramos primero con el agua y después con el pan. ¿Por qué? Porque el Señor Jesucristo concede el honor al Espíritu Santo. Así tenemos que cuando Dios da testimonio en el desierto, exalta a Jesús, y cuando Jesús da testimonio en el evangelio de Juan, honra al Espíritu Santo. Así operan las cosas en la Deidad, cada uno dando la primacía al otro.

Es maravillosa la forma cómo Dios ha hecho para saciar la mayor necesidad del hombre. No la ha saciado con algo menos que Sí mismo. Jesús es el Pan de Dios, y es quien da la bendita Agua de Dios. ¡Bendito sea su nombre!

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