Cinco hombres jóvenes llegan a Ecuador con un objetivo común: predicar el evangelio donde nunca hubiese sido predicado.

El domingo 8 de enero de 1956 habría de ser una fecha inolvidable, aunque dolorosa, para las misiones en las selvas ecuatorianas, en Sudamérica.

Ese día el misionero Nate Saint salió temprano de Arajuno, la base de operaciones de la “Operación Auca”, y sobrevoló por enésima vez en su pequeño Piper Cruiser la aldea de los temibles aucas. Notó en ella una ausencia de hombres, lo cual le llenó de alegría. De vuelta hacia la cabeza de playa, que los misioneros habían denominado ‘Palm Beach’, en el río Curaray, vio un grupo de unos diez hombres que caminaban precisamente hacia ese lugar. Adelantándose al grupo, en un par de minutos aterrizó junto a sus compañeros:

— ¡Por fin, muchachos! ¡Vienen hacia acá!

Durante tres meses y dos días habían estado provocando sucesivos acercamientos por avión, dejando caer regalo tras regalo, con mensajes de buena voluntad, y ahora, por fin, había llegado la hora de verse cara a cara, en tierra. Los cinco misioneros habían invadido territorio auca hacía cinco días y éstos habían decidido por fin acercarse.

Con esa buena noticia, Nate llamó a las doce y media a su esposa Marj, que seguía atenta sus movimientos a través de la radio, en Shell Mera, la base de las misiones cristianas en Ecuador oriental. Con palabras entrecortadas le dijo:

— Una comisión de diez hombres viene en camino. Parece que van a estar aquí para el servicio de esta tarde temprano –dijo, bromeando–. Oren por nosotros. ¡Este es el día! Hablaremos otra vez a las cuatro y media.

Cinco vocaciones irrenunciables

La “Operación Auca” fue la puntada final de una estrategia misionera que había comenzado muy atrás en el corazón de cinco jóvenes misioneros norteamericanos.

De muy joven, Jim Elliot, nacido en 1925, se había preparado para la que creía sería la misión de su vida: predicar el evangelio a gentes que nunca lo habían oído en algún país hispanoamericano. Desde niño se familiarizó con las Escrituras, y desde los años de Colegio –donde fue un alumno aventajado– se interesó en aprender el español.

Poco antes de terminar el Colegio escribía a sus padres: “En esta vida no hay tal cosa como una realización completa … Quiera el Señor enseñarme lo que significa vivir teniendo en cuenta el fin, como Pablo dijo: “Ni estimo mi vida preciosa para mí mismo; solamente que acabe mi carrera con gozo …”

En agosto de 1951 Jim se encontró con un viejo amigo, Peter Fleming. Nacido en 1928, se había titulado recién en esos días como Licenciado y profesor, y estaba buscando la dirección divina en cuanto a su vida. Como fruto de esa conversación, ambos se dieron cuenta que tenían un destino común. En febrero de 1952 Jim y Pete cumplían su sueño y viajaban a Ecuador.  Tras seis meses de estudio del español en Quito, se internaron en la selva hasta Shell Mera, donde estaba la base de la Asociación Misionera de Aviación (M.A.F., por sus iniciales en inglés). De allí prosiguieron viaje hasta Shandia, una estación misionera quichua.

En septiembre de 1953 se les unió Ed McCully, antiguo compañero de colegio de Jim, deportista y orador destacado. Hijo de un predicador, por sus extraordinarias dotes había pensado hacerse abogado, pero un día antes de matricularse en esa carrera, decidió obedecer al llamado de Dios. Ahora él, con su esposa Marilou y su pequeño hijo, se unían al pequeño grupo misionero en Shandia.

Nate Saint y su esposa Marj Farris había llegado a Shell Mera algunos años antes que ellos, en 1948, como piloto de la M.A.F. De profesión mecánico de aviones, su misión en la M.A.F. consistía en transportar misioneros, sus provisiones, enfermos hasta y desde las avanzadas más lejanas en su pequeño Piper Cruiser.

Roger Youderian, nacido en 1924, era paracaidista del ejército, y había peleado en la Segunda Guerra Mundial. Estando en Berlín sintió el llamado a servir como misionero. Desde 1953 había estado sirviendo entre los indios jíbaros y los atshuara.

Una carga especial

Aunque de distinta procedencia y con distinto trasfondo, los cinco jóvenes misioneros sentían una carga especial por el pueblo auca. Todas las otras tribus cercanas habían sido alcanzadas: los jíbaros, los quichuas, los colorados, los cayapas, pero los aucas se habían resistido fieramente. ¿Quiénes eran y por qué eran tan hostiles?

Los aucas eran una tribu –y un territorio– impenetrables. Todos los misioneros anteriores, desde Pedro Suárez, en 1667 habían sido asesinados. No obstante, por largos períodos, ellos se habían abierto a la civilización, pero vez tras vez la experiencia terminó en tragedia. Así que volvían a cerrarse. La hostilidad hacia el hombre blanco había sido exacerbada por los buscadores de caucho, a comienzos del siglo XX, quienes los habían robado, torturado, esclavizado y matado. Eso había sumido a los aucas en la desconfianza y en el temor.

Muchas conjeturas se habían hecho los misioneros respecto de ellos. ¿Son asesinos natos? ¿Matan por preservar su territorio, por robar? Esas preguntas no tenían respuestas. Sin embargo, un par de cosas parecían muy claras: para los aucas, el hombre blanco era indeseable, y quien se atrevía a pisar su territorio ponía en riesgo su vida.

“La Operación Auca”

La “Operación Auca” comenzó en septiembre de 1955. El primer movimiento hacia esa zona la hizo Ed McCully, quien se estableció en Arajuno, un poblado quichua de unas cien personas en el borde mismo del territorio auca. Separados de ellos sólo por el río Arajuno, Ed puso alrededor de su casa un alambrado eléctrico y se propuso tener siempre a la mano una pistola o una escopeta para usarla para intimidar en caso de ataque. La estación de Arajuno llegó a ser la base de la Operación.

El 19 de septiembre, Nate y Ed sobrevo-laron la tupida selva buscando poblados. Tras varias pasadas, descubrieron unos quince lugares despejados y unas pocas casas. Dos semanas después, Nate y Pete pudieron realizar una nueva exploración y constataron la existencia de media docena de casas grandes a sólo quince minutos de vuelo de Arajuno. ¡Ya estaba localizado el objetivo!

Para superar la barrera del idioma, Jim viajó a una hacienda cercana donde vivía una mujer auca que había huido de su pueblo. Ella enseñó a Jim algunas frases que permitieran a los misioneros un primer acercamiento.

El 6 de octubre comenzaron con el lanzamiento regular cada semana de regalos desde el aire, usando la técnica que Nate habilidosamente había creado. Según esta técnica, que denominó “de la cuerda en espiral”, se lanzaba un balde de lona amarrado a una cuerda. El avión volaba en círculos cerrados a una cierta velocidad que permitiera que el balde quedara casi quieto en un punto central. Abajo, una persona podía recogerlo con la mano, sacar lo que éste contenía, y aun poner en él lo que deseara antes de que éste fuera alzado de nuevo desde el avión.

Se comenzaron a suceder las visitas y los regalos uno tras otro. Los aucas los recibían con agrado. Para el cuarto viaje, Nate instaló en el avión un parlante a batería para enviar los mensajes amistosos que Jim había aprendido. A la sexta semana, los aucas empezaron a poner, de vez en cuando, algún regalo de vuelta en la canasta. Cada signo amistoso de los aucas era recibido con alborozo por los misioneros.

Para el 3 de diciembre ya llevaban nueve visitas. A medida que pasaba el tiempo, veían más cercano el día que podrían acercarse a ellos por tierra. Para tal fin empezaron a explorar el terreno. Encontraron una playa junto al Curaray apta para aterrizar, ubicada a unos 7 kilómetros de la “Ciudad Terminal”, la población que solían visitar por avión, y decidieron establecerse allí el 3 de enero.

El plan estaba trazado hasta en sus mínimos detalles. Cada misionero tenía a cargo una parte de la “Operación”. Incluso Marj, tendría la importante función de atender el equipo de radio en Shell Mera, manteniéndose en contacto permanente con el avión. Por su parte, Bárbara (la esposa de Roger) se quedaría en Arajuno con Marilou (esposa de Ed) en la preparación de la comida que llevaría diariamente a Palm Beach.

A esta altura, las cinco esposas habían barajado ya de manera muy realista la posibilidad de quedar viudas, y la conclusión para ellas era clara: a la hora de casarse ellas aceptaron que nunca habría dudas en cuanto a quién ocupaba el primer lugar en sus matrimonios: Dios y su obra.

El 18 de diciembre, Nate había escrito en su Diario: “Al sopesar el futuro y buscar la voluntad de Dios ¿parece justo que pongamos en peligro nuestras vidas por sólo unos pocos salvajes? Al hacernos esta pregunta, nos damos cuenta que no es el llamado de los miles necesitados, sino más bien la simple insinuación de la Palabra profética de que habrá en su presencia en el último día algunos de cada tribu; y sentimos en nuestros corazón que es agradable al Señor que nos interesemos en abrir paso a la prisión auca para Cristo.”

La mañana del 3 de enero, los cinco hombres cantaron uno de sus himnos favoritos y se dispusieron a marchar. En tres viajes sucesivos, el avión trasladó los enseres necesarios, incluyendo una pequeña casa que instalaron en el tronco de un árbol, a diez metros de altura, junto a la playa.

El miércoles y jueves, Nate y Peter, que iban a Arajuno a dormir, sobrevolaban la “Ciudad Terminal” invitando a los hombres a venir a Palm Beach. Algunos pequeñas señales les anunciaban su próxima aparición.

El viernes a las 11:15 resonó una voz al otro lado del río, e hicieron su aparición tres aucas: un hombre y dos mujeres. Los misioneros les acogieron amistosamente. Como el hombre mostrara interés por el avión, Nate lo invitó a volar por encima de su propio poblado. El resto del día transcurrió sin sorpresas. El día sábado no ocurrió nada especial.

El día “D”

El domingo 8 Nate vio desde el aire acercarse decididamente un grupo de aucas, y entonces llamó a su esposa, para que estuviera atenta para un contacto por radio para las cuatro y media.

A las cuatro y media las esposas se conectaron, unas desde Shell Mera, las otras desde Arajuno. Llamaron a Palm Beach, pero sólo había silencio. Esperaron hasta última hora esa noche, queriendo creer que el silencio se debía sólo a algún pequeño contratiempo. Las horas transcurrieron largas y dolorosas.

A las siete de la mañana del lunes 9, Johnny Keenan, colega de Nate en la M.A.F., volaba raudo hacia Palm Beach para obtener noticias de sus compañeros. A las nueve y media Johnny remitió su informe, que Marj retransmitió escuetamente a todos.

— Johnny ha encontrado el avión sobre la playa. Le han arrancado toda la tela. No hay señal de los muchachos.

Los días posteriores

El miércoles, colegas misioneros y militares norteamericanos y ecuatorianos organizaron una cuadrilla de rescate que partió de Arajuno rumbo a Palm Beach. Ellos abrigaban aún la esperanza de hallar en cada curva del río, a lo menos, a alguno de los cinco misioneros regresando a pie.

Cuando llegaron a Palm Beach descubrieron cuatro cuerpos; el quinto había sido avistado poco antes, pero fue imposible recuperarlo aguas abajo. La patrulla de salvamento llevó a cabo una pequeña ceremonia de sepultura bajo el gran árbol con la casita.

El sábado, las viudas fueron invitadas a sobrevolar Palm Beach y pudieron ver por unos instantes la tumba común de sus esposos. Al virar de regreso el avión, Marj Saint, la viuda de Nate, dijo:

— Ese pequeño cementerio es el más hermoso del mundo.

El muro se rompe

El martirio de los cinco misioneros, publicada por los diarios, despertó la inmediata reacción en el mundo entero. De todas partes empezaron a llegar saludos y condolencias a las cinco viudas. El ejemplo de los mártires alentó a muchos otros a servir al Señor como misioneros.

Entre tanto, se formularon rápidamente planes para continuar la obra de los mártires. Johnny Keenan retomó los vuelos con regalos sobre las aldeas aucas para demostrarles su intención amistosa. La obra entre los vecinos quichuas experimentó un sorprendente aliento. Ellos mismos comenzaron a orar también por los aucas.

El 3 de septiembre de 1958, tres años y ocho meses después del martirio, tres mujeres aucas convertidas y adoctrinadas por Elisabet Elliot y Raquel Saint –hermana de Nate– volvieron a su aldea, donde permanecieron tres semanas hablando del amor de Dios, manifestado a través de las misioneras.

Unos días después, Elisabet y Raquel Saint entraron ellas mismas en esa aldea, como respuesta a una invitación. Allí fueron recibidas como hermanas.

La muerte de cinco hombres había logrado romper la desconfianza ancestral. El camino para la palabra de verdad se había abierto: los aucas podrían ser alcanzados con el evangelio.

Adaptado de Portales de Esplendor, de Elisabet Elliot.