La visión celestial, cuando es vista, encarnada y vivida, se transforma en nuestro mensaje.

Lectura: 1ª Juan 1:1-4.

Quiero poner el acento en el anuncio de lo que hemos visto y oído. Si lo que hemos visto y oído es la visión celestial, el resultado de haber visto esta visión, es primeramente que esta visión aterrice entre nosotros. Luego, esto, que es celestial y que es posible vivirlo, es lo que se transforma en nuestro anuncio. Lo que hemos visto y oído, lo que palparon nuestras manos, lo que hemos contemplado tocante al Verbo de vida, esto es lo que os anunciamos.

El estilo de vida celestial

A Dios le agradó salvar al mundo por la locura de la predicación, él quiso que la forma de manifestar su vida a un mundo que estaba muerto fuese a través del anuncio de la Palabra. Cuán importante es el ministerio de la predicación. Pero qué sería de nuestra predicación o de nuestro anuncio, si lo nuestro fueran sólo conceptos y palabras de una visión celestial, y no tuviéramos la realidad de esa visión. Pero lo maravilloso es que la vida se manifestó y la hemos visto, la hemos tocado; está entre nosotros. Y esta vida ha producido algo en nosotros, ha producido la comunión.

Esta vida se nos manifestó. Y esta es una vida comunitaria, una vida en familia, una vida en pluralidad de personas, y que lleva consigo también un estilo de vida, una manera de ser, de comportarse, en que varias personas, teniendo una igualdad de naturaleza y de sustancia, comparten una vida común, con características propias y únicas, en que el uno vive para el otro, se entrega completamente al otro. En que el Padre, por ejemplo, le entrega todas las cosas al Hijo, y el Hijo, igualmente, le entrega todas las cosas al Padre.

Es maravilloso contemplar, a través de las Escrituras, cuál ha sido el comportamiento del Padre desde el principio hasta el fin, cuál ha sido el comportamiento del Hijo desde el principio hasta el fin, y cuál ha sido el comportamiento del Espíritu Santo desde el principio hasta el fin. Tenemos el cuadro completo en la Escritura.

Al contemplar al Padre, lo vemos prefiriendo al Hijo en todas las cosas; nos maravillamos de su carácter. Y por eso, en una salutación final, Pablo dice: «El amor de Dios el Padre, la gracia de nuestro Señor Jesucristo y la comunión del Espíritu Santo estén con todos ustedes».

«El amor del Padre». El Padre se caracteriza por el amor. Por amor, él entregó todas las cosas en las manos del Hijo; le entregó el universo entero, toda la creación, siendo él el mayor, teniendo el derecho de reclamar para sí todas las cosas que fueron creadas por el Hijo. Porque el Padre, teniendo la facultad de haber creado él todas las cosas, le permitió al Hijo que las creara. Juan nos dice que nada fue hecho sin el Verbo, y que de él, por él y para él fueron hechas todas las cosas. ¡Qué corazón el del Padre! Un corazón generoso, un corazón que lo rinde todo, lo entrega todo, por el Hijo. «El amor de Dios el Padre esté con todos ustedes».

«Y la gracia de nuestro Señor Jesucristo…». Habiendo sido constituido heredero del universo, y habiendo el Padre reunido a él todas las cosas del cielo y de la tierra, viene Satanás e intenta robar todas las cosas, causa un caos en los cielos. Y cuando todo estaba perdido, el Hijo viene a este mundo, para buscar y salvar lo que se había perdido, entre lo cual estábamos nosotros. Y, cuando el Hijo triunfa, y hace la obra que el Padre le pidió, tiene la facultad de haber recuperado todas las cosas y de apropiarse de ellas, pero en la oración de Juan 17 dice: «Padre, todas las cosas que son tuyas, son mías, y todas las cosas mías son tuyas». ¡Qué corazón el del Hijo, qué ternura!

El Hijo todavía está trabajando para el Padre y para nosotros; todavía intercede, todavía ora. Aún hay batallas que el Hijo ha de dar, hay juicios que él ha de ejecutar. Pero, cuando haya suprimido todo dominio, él entregará todas las cosas al Padre que le sujetó todas las cosas. Llegará un tiempo en que todo habrá sido sometido bajo los pies del Señor, y entonces el Señor Jesucristo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas. Aunque el Señor Jesucristo tiene el principado sobre su hombro, y toda potestad le ha sido dada en el cielo y en la tierra, un día se someterá nuevamente al Padre, recuperando el orden que había en la eternidad pasada.

Al final de ese paréntesis, habrá algo que no existía en aquella eternidad: nosotros. Nosotros que somos la extensión de la comunión celestial, la extensión de esa vida celestial. La iglesia, que no es otra cosa que la prolongación de aquella comunión, de aquella vida que estaba con el Padre y con el Hijo, y que se nos manifestó mediante el Espíritu Santo; porque desde el día que creímos, fuimos sellados con el Espíritu Santo de la promesa. Desde ese día, esta vida en comunión, en pluralidad de personas, que tiene las características del amor y que deja fuera el individualismo, esta vida que hace que vivamos en familia y en comunión, que nos vino desde arriba, que en un momento fue una visión celestial, pero que se plasmó en nosotros como una realidad; esta vida está en nosotros, y esta vida es la que anunciamos.

El apóstol tiene la carga de anunciarla, «para que también ustedes tengan comunión con nosotros». Los primeros en recibir esta vida fueron los apóstoles, los primeros que tuvieron la bendición de experimentar aquella vida celestial, aquella vida corporativa. Esta vida celestial se plasmó en ellos, y cuando fueron formados en esta vida y vino el Espíritu Santo de Dios sobre ellos, y bautizó en el cuerpo a todos los que estaban con ellos, esto se transformó en un anuncio, anuncio que convirtió a miles de personas. Empezaron a ser añadidos, y la vida celestial bajó hasta ellos, y desde entonces ha estado trasvasijándose de generación en generación. La forma ha sido el anuncio, la proclamación de esta vida de Dios.

Visión celestial

Cuán importante es la visión, primero; luego, la manifestación de la vida, el Verbo encarnado, que nos trajo no sólo la visión celestial, sino la vida celestial, vida en comunión, y luego la proclamación. Cuán importante es que nuestros ojos sean abiertos, porque nadie puede experimentar esta vida si primero sus ojos no le son abiertos.

Cuando el Señor Jesucristo vino, los judíos creían que veían; pero en realidad eran ciegos. El Señor Jesucristo sanó a un ciego de nacimiento. Ellos estaban tan admirados de que el Señor hubiera hecho esta sanidad, y le preguntaban: «¿Cómo sucedió esto? ¿Quién te hizo esto?», y el ciego decía: «No sé quién lo hizo, ni cómo sucedió; pero una cosa sé: que yo antes era ciego, y ahora veo». Y el Señor Jesucristo hizo este milagro con el fin de confrontar a los judíos con su ceguera. Porque ellos pensaban de sí mismos como que eran la gente que tenía la mayor comprensión de Dios; pero eran ciegos, y guías de ciegos. Ellos pensaban de sí mismos que las tenían todas con Dios, pero el Señor les dice: «Vosotros sois hijos de vuestro padre el diablo».

Es tremendo no tener conciencia de que uno no ve; es tremendo no tener conciencia de la naturaleza que hay en uno. Así que el ciego era doblemente ciego, porque era ciego físicamente, pero además era ciego porque no conocía nada de Dios. Cuando tuvo al Señor Jesucristo frente a él, y el Señor le pregunta quién fue el que le sanó, dice: «No sé, Señor». Y el Señor se manifiesta a él y se presenta como el Mesías. El ciego dijo: «Ahora veo, Señor», y postrado, le adoró. No sólo recuperó la vista, sino que vio la visión celestial.

En la epístola de Juan, encontramos tres veces la expresión: «lo que hemos visto». Y cuando dice así, incluye a los apóstoles. Fueron los apóstoles los que vieron primero. Entonces, cuán imprescindible es la visión del Resucitado, la visión del Cristo glorioso, para quienes tienen este ministerio. De tal manera que, una vez que esta experiencia está, entonces comienza a funcionar el ministerio de la Palabra. Ahora viene la importancia de experimentar la extensión de aquella vida celestial. Para eso, Dios envió al Señor Jesucristo, al Verbo de Dios.

El poder de la vida celestial

Juan utiliza tres expresiones para hablarnos de esta vida celestial que se nos manifestó: el Verbo de vida, la luz de vida, y el pan de vida. Con estas tres expresiones, trata de transmitirnos en qué consiste esta vida manifestada. Comienza con una iluminación, porque el Verbo, como la luz de vida, viene a darnos la visión celestial. Como Verbo, él es la Palabra que se hace carne y nos habla en la persona del Señor Jesucristo.

Lo que Dios nos da, en esta vida que se manifiesta, en esta vida eterna que está en Cristo, lo que Dios nos da es todo. Toda la provisión de Dios está en esta vida, de tal manera que Juan la identifica como el pan de vida, porque el pan incluye todo lo que nosotros necesitamos. Y podemos participar de él; no sólo verlo, sino experimentarlo. Hemos sido llamados a la comunión con su Hijo, y por medio del Señor Jesucristo, nosotros estamos tocando, participando, de esta vida celestial. Luego, el Espíritu Santo viene a confirmar todo esto que el Señor Jesucristo es.

Cuánta dificultad tuvo nuestro Señor para que los hombres creyeran en él. En el evangelio de Juan encontramos tantas veces esa interrogante de los hombres cuando ven a Jesús hablar, o cuando lo ven hacer maravillas, y la pregunta recurrente es: «¿Quién es éste?». No lo pueden comprender; su entendimiento está embotado, su ceguera no les permite ver. Y no es hasta que el Espíritu Santo viene, que trae la certeza de la fe, y confirma quién es Jesús en el corazón de los discípulos. Recién entonces ellos empiezan a tener conciencia de quién es el Señor, qué es lo que tienen, qué es lo que han recibido.

Cuando el Espíritu Santo plasmó el testimonio del Señor Jesús en el corazón de la iglesia, todos aquellos que creyeron, que vieron y que empezaron a experimentar el poder de esta vida en comunión, empezaron a ser transformados. La visión celestial los transformó.

El apóstol Pablo, un hombre que había sido formado en los valores de la cultura hebrea y griega, que tenía título de ciudadano romano y las glorias de este mundo, llega a decir, después de experimentar la visión celestial, que todas las cosas que para él eran ganancia, ahora las estimaba como pérdida, por experimentar a Cristo. Estos valores que el apóstol exhibe ahora son los valores de la visión celestial que, comparados con los de la vida terrenal, son inmensamente superiores.

Por esta visión y por esta vida de la visión que se nos ha manifestado, hay hombres como Pablo, y como muchos otros, que han dado su vida, que han renunciado a empresas de este mundo, que han renunciado a nombres, lugares, negocios; han renunciado a muchas cosas, con el fin de que su vida sea gobernada única y exclusivamente por esta visión celestial. Y por esta misma visión, hay hombres que emprendieron grandes cosas para Dios, porque de un Dios grande hay que esperar grandes cosas.

Hay hombres que han hecho verdaderas proezas; porque, gobernados por la visión celestial, han renunciado a su cultura, han cruzado mares, han llegado a otros continentes, se han mezclado con otras culturas. Por ejemplo, piensen en Albert Schweitzer. A los veinte años, era profesor de teología y pastor de una iglesia. A los veinte años, un gran exponente de la música de Bach, aplaudido en Europa. Y él, renunciando a todo, se fue al Congo belga, a vivir entre los negros, a predicar el evangelio. Pero nadie lo tomó en cuenta, porque la gente estaba llena de enfermedades, de malaria, de pobreza, y él supo que tenía que hacer algo más que predicar.

Nuestro anuncio no son sólo palabras. Nuestro anuncio tiene un contenido riquísimo de una vida real: es la vida que estaba con el Padre y con el Hijo, y que se nos ha manifestado. Y esta vida es poderosa, para hacer que nuestra predicación no sea solamente palabras, sino también acciones. Y este joven volvió a su país, estudió medicina, dio conciertos, compró medicinas, instrumentos quirúrgicos, se llevó un hospital de campaña, y dio cincuenta años de su vida como médico a los negros del Congo belga.

Cuando uno experimenta la vida celestial, no puede menos que experimentar el ser transformado a la imagen de esa Vida. Vida que, como hemos dicho, tiene las características del amor, y es capaz de darlo todo, como el Padre le dio todo al Hijo y como el Hijo dio todo al Padre.

El fundamento de la comunión es la vida

La pérdida de la visión celestial trae la ruina; trae división, trae debilidad en cuanto al poder de anunciar. Cuando se pierde la visión, se pierde la realidad de la vida. No perdemos la salvación; pero perdemos la realidad de la vida en comunión, y cuando eso se pierde, también perdemos el poder para anunciar el evangelio.

En los días de Juan, cuando él escribe su epístola, eran días de ruina, días de confusión, días en que los falsos maestros y las herejías pululaban; días en que los hermanos no sabían quién era quién. No se sabía distinguir entre un verdadero y un falso hermano. Y, por lo tanto, Juan nos habla de una manera muy particular, y repite tantas veces, identificando personas, en su epístola: «El que dice… el que dice que no ha cometido pecado… el que dice que le conoce… el que ama… el que no ama… el que anda en luz… el que anda en tinieblas… el que confiesa… el que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida».

¿Qué es esta forma de hablar? Es un lenguaje de identificación de personas; de personas que son, y de aquellas que no son. Entonces, estas palabras de Juan nos ayudan a identificar quién es quién. Y nos va a decir, en la primera epístola, que el fundamento que nos hace ser lo que somos es que tenemos la vida de Dios en nosotros. Lo que hace posible la comunión es que la luz de la vida que está en nosotros nos alumbra y nos guía. Lo que hace posible que esa vida funcione entre nosotros es que tenemos la unción del Santo, que está en nosotros, que es verdadera, que no es mentira, y que nos confirma en todas las cosas.

La materialización de la vida de Dios, de la vida celestial, es posible gracias a que la vida de Dios está en nosotros, y que esta vida nos es impartida y nos es dada a conocer mediante la unción del Espíritu Santo. Así que, cuando los hermanos están confundidos, y no saben quién es quién, entonces es bueno saber que el que tiene al Hijo tiene la vida. Y eso me basta para saber que tú eres mi hermano, para recibirte y para tener comunión contigo. ¿Cómo puedo saber que estoy dentro, y que no estoy afuera? ¿Cómo puedo saber que estoy en la comunión? Porque tengo al Hijo de Dios, y porque tengo al Espíritu Santo morando dentro de mí, que me guía a toda verdad y a toda justicia, que no me dejará confundido jamás. ¡Gloria al Señor!

El amor y la verdad

Así que, hermanos, nosotros nos encontramos en un tiempo en que, a causa de lo que hemos visto, porque hemos visto el cuadro completo, desde que comenzó la manifestación de la vida de Dios a través de los primeros creyentes, hasta nosotros, la carga de Juan era anunciar lo que hemos visto y oído, ¿con qué fin? «Para que también ustedes tengan comunión con nosotros». ¿Cuál es el sentido, entonces, de este anuncio que tenemos que hacer? Ahora entendemos que no es solamente anunciar el evangelio para salvar almas, sino anunciar esta vida.

Entonces, el anuncio no es solamente a los perdidos, sino también a nuestros hermanos, para que también ellos tengan comunión con nosotros, y para que logremos restaurar la unidad de la iglesia. Entonces, ahí está esa forma tan particular de hablar de nuestro hermano, cuando dice: «El que aborrece a su hermano…». ¡Qué tremendo! «En esto se manifiestan los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia y que no ama a su hermano, no es de Dios». Así que no es cuestión solamente de hablar; es un asunto de vida.

Necesitamos restaurar la unidad; necesitamos restaurar la comunión. Necesitamos entender qué fundamentos tenemos en la Palabra para recibir a los demás sobre la base de los principios correctos, y no añadir cosas que no están en la Palabra. Entonces, Juan, en su segunda epístola, nos va a agregar dos fundamentos más: el amor y la verdad. Y nos va a decir que –cuando todas las cosas están confusas, cuando los hermanos están llenos de dudas, cuando hace tanto tiempo que no vemos al Señor, y estamos viviendo en un tiempo de ruina, de confusión– el amor, que viene de la vida que tenemos, es lo que tiene que aglutinarnos, lo que tiene que reunirnos.

El amor, pero también la verdad. Y a veces, tenemos la tendencia de separar el amor de la verdad; y quien trata de separar el amor de la verdad, lo que está haciendo es tratar de dividir a Cristo; porque el amor y la verdad son virtudes inseparables de Cristo. Y quien insiste en la verdad y dice: «No, lo importante para tener comunión es la verdad», y está tratando de decir que la verdad es la interpretación de la Biblia, y que si tú no entiendes la Biblia como yo la entiendo, entonces no podemos tener unidad, estamos entendiendo una verdad que no es necesariamente una virtud de Cristo. Estamos hablando de una verdad humana, de una verdad intelectual, de una verdad conceptual.

Pero, si entendemos que la verdad es Cristo mismo, ¿cómo podríamos separar la verdad de Cristo mismo? La verdad sola, separada de Cristo, se transforma en un celo doctrinal; y ese celo doctrinal ha llevado a cometer los más grandes errores. Los pecados más grandes, la violencia más grande, las guerras más terribles, las odiosidades más tremendas se han hecho a nombre de la verdad, por el celo religioso. Quien trata de imponer esa forma de verdad por sobre la verdad que es la vida verdadera, que es Cristo, en el fondo, lo que está haciendo es separar a los hermanos, causar divisiones.

Quien quiera enfatizar la verdad separada del amor, va a traer un montón de problemas a los hermanos. Y quien intente hablar del amor como un abuelito bonachón que deja pasar todo, y que en nombre del amor hay que aceptar todo, está separando el amor de la verdad, y esa actitud no es una virtud de Cristo, sino que es un concepto carnal del amor. Necesitamos restaurar la comunión, para que nuestro anuncio sea más efectivo.

No seamos rebeldes a la visión celestial

Al terminar, me pregunto en qué punto de la visión celestial nos encontramos nosotros. Estamos llegando al fin de nuestro tiempo, del tiempo de la gracia. El Señor está a las puertas. Los que nos antecedieron, nos han legado un tremendo testimonio de la visión celestial.

Por lo cual, mi carga hoy es que nosotros no seamos rebeldes a la visión celestial; porque ser rebeldes sería no ser consecuentes con la visión. Pero hemos dicho que, cuando uno tiene esta visión, cuando le han sido abiertos los ojos, uno experimenta una revolución, una transformación tan grande, que es capaz de dejarlo todo por esta visión. Y no significa que aquí todos van a dejar sus trabajos por esta visión, sino que implica que la prioridad va a estar en la visión celestial. Así que, hermanos, mi carga es por el anuncio, porque el anuncio no tiene ninguna efectividad si no tenemos la realidad de la vida.

¿En qué ha fallado la cristiandad, y cuál es la gran deficiencia de la cristiandad de nuestros días? Es que ha pensado que la tarea suprema de la iglesia es evangelizar, salvar almas, pero con una iglesia deteriorada. Entonces, la efectividad del anuncio, aunque podamos juntar mucha gente y salvar muchas personas, pero las traemos a un lugar donde no está la plenitud, la realidad de la vida de la cual estamos hablando.

Por lo cual, nosotros tenemos que hacer hincapié en la restauración de la iglesia, en la restauración de la casa de Dios, para que el anuncio tenga más fuerza y más efectividad; para que cuando vayamos y contemos de la vida que Dios nos ha dado, podamos causar un impacto en el corazón de la gente que nos escucha. ¡Bendito es el Señor!