La fe, el testimonio y el precio pagado por quienes nos antecedieron en la carrera de la fe es nuestro aliciente; mirar a Cristo es nuestro sostén, y el gozo puesto delante de nosotros es disfrutar del reino de Cristo sobre la tierra.

Los que nos antecedieron

La lista de héroes de la fe, descrita en el capítulo 11 de la epístola a los Hebreos, generó una gran nube de testigos o testimonios. Las cosas que esos hombres hicieron son para nosotros esa nube de testigos; sus hechos esperan repetirse en nosotros también, y más aún en nosotros puesto que ésos héroes pertenecen al Antiguo Pacto. Falta añadir los héroes del Nuevo Pacto con sus hechos, y los del desarrollo de la historia de la iglesia en su paso a través de los siglos hasta llegar a la presente generación.

Lucas, al escribir el libro de los Hechos de los Apóstoles, deja la narración de los heroicos portentos de la fe en el capítulo 28; el 29, y los subsiguientes, se han estado escribiendo desde entonces hasta hoy. El autor de la epístola a los Hebreos, desde su presente, hizo una síntesis retrospectiva de los héroes de la fe que habían antecedido a su generación destacando los hechos maravillosos y los sufrimientos a los que se expusieron a causa de su fe. Aquellos, con pequeños destellos de revelación, fueron fieles e hicieron proezas; se espera que cada generación vaya más adelante que la anterior; por lo cual es de suma importancia que la generación de turno conozca la historia de los que les antecedieron, a fin de superar su marca. Para ello cuentan con el legado, esto es, la herencia acumulada de testimonios que hablan a favor de los pioneros. La generación de turno toma esa riqueza, se vale de ella para correr su carrera, aprovecha la experiencia de los antecesores; sabe que a mayor revelación, mayor responsabilidad, porque a quien se le da más, más se le demanda.

A nosotros nos corresponde considerar la historia de las generaciones providenciales que sostuvieron la fe en el pasado. Saber del precio que ellos pagaron será para nosotros un aliciente poderoso cuando nos toque renunciar a alguna cosa que se oponga a la carrera de la fe. Tal precio puede ser muy alto, pero, con todo, es muy inferior a la gloria que espera a los vencedores de la fe, esto es, reinar con Cristo. Nada de este mundo ni del universo entero puede tener un valor tal, como para apartarnos de la meta y del premio que nos espera. Y comprender que aquellos que corrieron antes que nosotros lo hicieron en peores circunstancias, y que no hay condiciones ideales para correr, pues de todos ellos se da testimonio que fueron perseguidos, menospreciados, vituperados; pasaron por cárceles, hambrunas, incomprensiones, necesidades e innumerables pruebas.

Para descubrir la historia de las generaciones que fueron a la vanguardia de la fe, hay que saber que su historia no siempre está registrada en el cristianismo oficial, sino en aquella línea histórica que a menudo se torna subterránea, informal e invisible a los focos de atención general. Ninguno de los profetas del capítulo 11 de Hebreos gozó de popularidad en su tiempo; ninguno de ellos fue aplaudido por sus contemporáneos, como tampoco lo fueron los valdenses, los anabaptistas, los moravos, los albigenses y muchos otros. Tampoco nosotros esperamos felicitaciones del mundo religioso que corre al margen de la voluntad de Dios; más bien buscamos la aprobación de Dios en todas las cosas.

El río de Dios

El testimonio de Dios ha corrido a través de los siglos de generación en generación sin parar; a veces visible al mundo pero la mayoría de las veces oculto al mundo. Es como el río de Dios que corría por el desierto bajo la arena junto al pueblo de Israel. Cuando se detuvieron en Beer, invocaron a Dios diciendo: “Sube, oh pozo”, y las aguas brotaron desde el suelo. El río de Dios venía en la roca que los seguía; el río de Dios viajaba con ellos y la roca era Cristo – dirá Pablo a los Corintios. Ese río no ha parado de fluir. Es a ese río que se refería el Señor Jesús cuando alzó la voz en la fiesta de los tabernáculos para decir: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él”(Jn.7:37-38).

Es una tremenda gracia de Dios encontrarse en este río. En sus aguas han nadado los hombres providenciales que Dios se ha dispuesto en cada generación. En este punto, nadie es original: lo que hoy sostenemos mediante la fe estuvo en otros. Cada generación parte con el legado de los que les precedieron. Desde ahí les tocará traspasar el bastón del testimonio a la generación siguiente. Una forma de medir la eficacia de la obra en la que estamos empeñados es ver si la generación que viene detrás está en pie o ya la perdimos.

El río de Dios es cada vez más caudaloso, más profundo e incontenible; algunos han querido ponerle nombres o compuertas para gloriarse, como si el río hubiese brotado desde ellos; pero el río es de Dios y brota de la roca que es Cristo y siempre desbordará y sobrepasará a los hombres. No se sujetará jamás a los diques denominacionales o de los sistemas, ni tampoco a los diques que pretenden estructurar los ‘generales’ de Dios (hombres de carácter autoritario que pretenden adueñarse de la obra de Dios).

Nadar en las aguas que gustaron los que nos antecedieron es ver lo que ellos vieron, vivir o experimentar los cauces que el río de Dios les abrió, leer sus escritos. ¡Qué privilegio es encontrarse con libros que contienen tanta riqueza, como si fuesen grano puro! ¡Qué delicioso es leer a los más relevantes de las más recientes generaciones, tales como: C.H.Mackintosh, Andrew Murray, Austin-Sparks, Jessie Penn-Lewis, F.B. Meyer, Watchman Nee, Charles G. Trumbull, por nombrar sólo a algunos. Por otro lado ¡hay tanto libro hoy que se ha escrito con un mero afán comercial! ¡Hay tantos autores que sólo buscan su propia gloria! ¡Tanta literatura con un lenguaje forzado y distorsionado! ¡Tantos que ponen anteojeras a los hermanos instruyéndoles con literatura sesgada por una doctrina particular! – lo cual es propio de una secta. Dios nos conceda ojos ungidos para discernir espiritualmente a la generación que nos precedió, observar la obra que dejaron. Ellos pasaron, pero sus obras son nuestra nube de testigos, nuestra herencia y nuestro legado. Nosotros también corramos, despojémonos de todo peso y del pecado, con los ojos puestos en Jesús, considerando sus sufrimientos.

El gozo puesto delante

¿Cuál sería el gozo puesto delante del Señor Jesús por el cual estuvo dispuesto a sufrir la cruz y menospreciar el oprobio? El sentarse a la diestra del Padre era algo que lo tuvo desde la eternidad, no sólo a su diestra sino en su seno desde siempre. Pero como el Hijo del Hombre, era algo nuevo, ya que para llegar allí tenía que ser perfeccionado por las aflicciones para aprender la obediencia; esto es, hacer la voluntad de Dios como hombre, cosa que jamás ninguno de los hijos de los hombres había logrado. En esto estaba implícita la obra de llevar consigo a sus muchos hermanos. Ambas cosas estaban enquistadas en el corazón de Jesús, puesto que el agrado del Padre estaba en tener a los muchos hijos con Jesús en su gloria. Delante de Jesús estaba la iglesia exaltada con él en lugares celestiales. Para ello debía sufrir la cruz, pero finalmente vería el fruto de la aflicción de su alma y quedaría satisfecho. Jesús vio que la iglesia con él en la gloria era el gozo más inefable y glorioso que se pueda experimentar, por lo cual estuvo dispuesto a padecer el escarnio, la vergüenza, la burla, el oprobio; lo cual fue más duro para él que para cualquier hombre.

Si para el Hijo de Dios, el gozo puesto delante de él era llegar al trono, y sentarse a la diestra del Padre con los muchos hijos de Dios, ¿cuál será el gozo puesto delante de la iglesia? Este gozo ha de ser tan importante que la iglesia, al igual que su Señor, esté dispuesta a sufrir la cruz y el oprobio con tal de conseguir el cumplimiento pleno de ese gozo. Este gozo es reinar con Cristo. La salvación es una cosa, pero reinar con él es algo que se le ofrece a los salvados. No estamos corriendo la carrera para conseguir la salvación sino precisamente porque somos salvos es que estamos en la carrera. La meta no es la vida eterna, sino el reino. Puesto que la vida eterna se le otorga por gracia y por fe a los salvados en el inicio de la carrera, no puede ser que la meta sea la vida eterna. Jesús dijo: “Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios” (Lc.9:62). Para ser salvo nadie es apto; en realidad todos éramos ineptos y es que para ser salvos no se demanda ninguna aptitud; es obvio que necesitábamos salvación porque éramos del todo ineptos. Ahora que Dios “nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz”(Col.1:12), tenemos por meta llegar a participar de la gloria de nuestro Señor Jesucristo cuando venga a tomar los reinos del mundo. “… Y reinarán sobre la tierra” cantaron los 24 ancianos de Apocalipsis 5. Ese día aún no ha llegado; mientras tanto nos humillamos sabiendo que aún no es el día de nuestra coronación; pero “cuando Cristo, nuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Col.3:4)

Es legítimo tener este gozo puesto delante; es de gran ayuda para mantenernos vigentes en la carrera. Que nada ni nadie nos quite esta gloria de participar con Cristo en su reino. Las promesas del Señor son un gran estímulo: “Al que venciere… le daré autoridad sobre las naciones” (Ap.2:26). “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono” (Ap.3:21).

Los vencedores

A la meta sólo llegan los vencedores. Esto se puede apreciar en los mensajes que el Señor Jesús le entrega las iglesias de Asia a través del apóstol Juan. Al final de cada mensaje aparece una promesa a los vencedores. Creemos que estas iglesias son representativas del estado de las iglesias en todos los tiempos. De cada una de ellas habrá vencedores; eso implica que sólo un remanente tendrá el mérito de “vencedores”. Siempre ha sido así en la historia de los héroes de la fe: unos pocos vencen por el resto.

Así fue con Gedeón y los 300 seleccionados de entre 32.000. No significa que sólo los 300 ganaron la batalla; la ganó Israel – el triunfo le fue contado a todo Israel. Con los vencedores del tiempo del fin pasará lo mismo; su victoria será representativa del triunfo de los cristianos de todos los tiempos, pues llegarán al último tramo de la carrera con el bastón del testimonio que habrá pasado de generación en generación enriquecido, aumentado y vigorizado por las revelaciones y proezas de la fe que Dios fue realizando en cada tiempo. La gloria de vencer no es sólo de los que llegan al final de una carrera de postas, sino de todo el equipo que participó desde el comienzo hasta el final. La llegada triunfal de unos pocos será la victoria de toda la iglesia a través de los siglos.

A cada generación le es impuesta la necesidad de recibir el legado de la generación anterior, a fin de llegar más lejos con el testimonio. Poner los ojos en Jesús es ver qué dirección, qué proezas y qué marcas entregó el Señor de la carrera a los que corrieron antes que nosotros, puesto que él es el autor y consumador de la fe. Poner los ojos en Jesús es saber que él mismo es la carrera, la meta y el premio. Él es el autor de la carrera de la fe porque él le dio el inicio y es el consumador porque sacará con éxito su carrera hasta el fin.

Puesto que al parecer seremos la última generación en pie sobre la tierra (tal vez estemos en pie cuando él venga), en tal caso, nos toca correr el último tramo. Digamos como los que nos precedieron: “Nosotros también, con tal de reinar con Cristo, paguemos el precio. Corramos como ellos, lleguemos lo más lejos posible, hagamos proezas en el nombre de nuestro Dios, levantemos bandera de victoria en el nombre de nuestro Rey Jesús, suframos penalidades. Como ellos, nosotros también”.