Y los hijos de Zibeón fueron Aja y Aná. Este Aná es el que descubrió manantiales en el desierto, cuando apacentaba los asnos de Zibeón su padre».

– Gén. 36:24.

Nada más se dice de este singular personaje llamado Aná, excepto que era descendiente de Esaú, y que tuvo un hijo (Disón) y una hija (Aholibama). Lo importante parece ser el hecho de que haya descubierto manantiales en el desierto (cosa que era como hallar un gran tesoro) mientras apacentaba los asnos de su padre.

El episodio de los asnos nos recuerda a otro hijo preocupado por servir a su padre con diligencia: Saúl. Ambos, similares en esto, pero diferentes, tal vez, en todo lo demás.

Aná desempeñaba un oficio despreciable y en un lugar poco atractivo. Él no debe haber sido objeto de envidias de nadie; no debe haber sido ni un buen pretendiente (ni siquiera se menciona su esposa), ni el hijo favorito de su padre (probablemente era el menor). Pero Aná descubrió manantiales en el desierto.

Saúl se afanaba con las asnas antes de ser rey, y David defendía al rebaño lejos de su casa antes de ser ungido el rey más grande de Israel, el rey conforme al corazón de Dios. Este oficio menor –realizado con esmero– les dio a ambos la aprobación de Dios para desempeñar un oficio un poco mayor.

Un día cualquiera, tal vez el día más flojo o el más triste, quizás el día más rutinario de todos, Aná lanzó una exclamación que rompió el tedio en kilómetros a la redonda: ¡Había hallado un manantial!

En medio de la rutina de los días, todos aparentemente iguales uno de otro, habrá algo que rompa la monotonía, y que le dé valor a los innumerables ratos de silencio y de olvido. Porque Dios examina con cuidado la tierra de los hombres para atender al corazón de los mortales, y acordarse de que son polvo, y de que sin Él no son nada, absolutamente nada.

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