La parte de la historia de la Iglesia que no ha sido debidamente contada.

Si queremos conocer la historia de la iglesia, desde sus comienzos en Jerusalén hasta nuestros días, debemos preguntarnos, en primer lugar, sobre la naturaleza de aquello que nos proponemos estudiar. Pues la iglesia, en su sentido escritural y neotestamentario, es un organismo estrictamente espiritual; que está en este mundo, pero no es parte de él. La iglesia es, ante todo, el cuerpo de Cristo, cuyo propósito es contener y expresar la plenitud de su persona y su obra. Todas las riquezas contenidas en Cristo deben ser encarnadas y manifestadas por medio de la iglesia. Es decir, ella debe convertirse en la perfecta expresión de Cristo en el universo. Por ello, estudiar la historia de la iglesia requiere una perspectiva diferente a la del experto o profesional de la materia.

La Historia según Dios

Por cierto, en cuanto a la investigación, selección y evaluación de los datos históricos se debe proceder con el mismo rigor que en cualquier otro campo de la investigación histórica. Los hechos que nos llegan del pasado, vienen siempre como el testimonio de quienes los presenciaron. Por ello, el relato está a menudo teñido por la óptica particular de los testigos. No sólo vemos los hechos, también los interpretamos a la luz de nuestra propia visión del mundo, nuestros valores, opiniones, y aun prejuicios. Por ello, quien quiera estudiar la historia de la iglesia se encontrará con una tarea doblemente complicada.

Por un lado, deberá tratar de reconstruir los hechos de la manera más pura posible, tras despojarlos de su ropaje interpretativo; para luego, con el indispensable socorro del Espíritu de Verdad, intentar comprenderlos a la luz del propósito eterno de Dios y su desarrollo en el mundo. Pues la historia, desde la perspectiva divina, no es más que el espacio abierto para la consecución de sus pensamientos eternos con respecto al hombre. El mundo tiene su propia historia, confusa, triste y desdichada, a pesar de todos los avances tecnológicos y científicos que se puedan invocar, cuyas causas y efectos pertenecen por completo al ámbito humano y también al de las potestades hostiles a la voluntad de Dios, las cuales tejen tras bastidores la trama invisible de la historia de este mundo.

Pero ha ocurrido un milagro. Una invasión. Algo procedente de más allá de esa trama ha descendido y entrado en el mundo: algo cuya fuente y causalidad está enteramente en Dios mismo. Cristo ha venido y rasgado en dos la trama de la historia humana. La historia de este mundo ha sido invadida por otra historia: La historia divina. Para entender la primera el hombre puede emplear su razón y sentidos naturales. Para comprender la segunda se requieren un nuevo conjunto de facultades que están más allá de las posibilidades del hombre natural. Dios es Espíritu, y para conocerlo y registrar su paso por la historia se requiere el espíritu humano regenerado, vivificado y habitado por la vida divina. Esto último no excluye el uso de los sentidos y habilidades naturales, pero indica que estos deben ser alumbrados y guiados por un órgano o facultad superior.

Dios nos ha revelado en Cristo la totalidad de sus pensamientos para esta edad o dispensación. Y lo que él se propone llevar a cabo se puede resumir en una breve frase del mismo Señor Jesús: «Edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella». He aquí los dos elementos a tener en cuenta en la historia de la Iglesia: la obra que Dios hace; y la obra que Satanás hace para estorbar la obra de Dios. La historia de la iglesia es la historia de lo que el Espíritu Santo ha venido haciendo a partir de Pentecostés. Pero lado a lado con ella encontramos siempre la obra del Diablo, como la cizaña junto al trigo. Si comenzamos con la obra de Dios, nuestra atención debe enfocarse en quien o quienes han venido llevando el testimonio de Cristo a lo largo de los años. Es decir, quien o quienes han permanecido fieles al original divino revelado en las páginas del Nuevo Testamento. Pues la iglesia está llamada a ser la expresión plena de Cristo, tal y como éste se encuentra revelado en las páginas inspiradas del Nuevo Testamento.

El modelo celestial

Puesto que la iglesia no es una invención humana, todo lo que los hombres quiten o añadan a la revelación del Nuevo Testamento no forma parte de ella. Sólo aquello que procede de Cristo puede ser considerado iglesia. Todo lo demás está excluido. Así, al estudiar la historia tal vez nos sorprenda hallar que el testimonio de Cristo no ha estado donde naturalmente creemos que debiera estar: Con el tamaño, el poder, la influencia y la grandeza a los ojos humanos. Vale decir, con aquellas instituciones y organizaciones que por siglos han pretendido ser sus portadoras oficiales. Por el contrario, ha estado más bien con los pobres, débiles, y pequeños a la vista de los hombres. Hermanos y hermanas casi desconocidos. Nosotros nos deslumbramos fácilmente con lo aparente y visible, pero Dios pone su acento en lo real e invisible.

Hemos dicho que el patrón divino para la iglesia se encuentra en la revelación del Nuevo Testamento. Ir más allá de él es dar un paso fuera del propósito y la voluntad de Dios. Y es esto lo que en realidad ha ocurrido. A fines del primer siglo muchos elementos extraños y ajenos comenzaron a ser introducidos en la iglesia. Esta era la obra de Satanás. Algunos de ellos podían parecer inocentes, e incluso beneficiosos, pero su efecto fue devastador. Muy pronto la sencilla, flexible y cristocéntrica iglesia del primer siglo fue deformada y trastocada por completo. Los hombres comenzaron a moldearla y adecuarla conforme a sus ideas y conceptos mundanos. En el corto espacio de tres siglos, un completo sistema de ritos, creencias, prácticas, autoridad y organización fue desarrollado ¿Era esto la iglesia? ¿Era este el resultado de su desarrollo natural? Quizá las palabras de T. Austin Sparks puedan ayudarnos:

«Tenga mucho cuidado en no reducir la Casa de Dios a una técnica. De inmediato, si ella se resuelve en un sistema, está en peligro de perder su vida. Esto es lo que realmente ha sucedido una y otra vez en la historia de la Iglesia ¡Antes de que usted llegue al final del libro de los Hechos, encuentra que esto es lo que está sucediendo! El completo sistema presente de la Cristiandad está empezando… La Casa de Dios no es un sistema: es una Casa espiritual» (las negritas son nuestras).1

Conociendo nuestra historia

¿Por qué estudiamos la historia de la iglesia? Para responder a esta pregunta debemos considerar el carácter universal de la iglesia. Con frecuencia olvidamos que la iglesia está constituida por todos aquellos que pertenecen a Cristo a través del tiempo y el espacio. No sólo son de Cristo quienes están vivos, también quienes han ya partido con el Señor los son. Todos juntos forman el único cuerpo de Cristo que reinará con él por la eternidad. En consecuencia, la edificación de la iglesia no es la tarea de una sola generación. Por el contrario, a través de muchas y sucesivas generaciones el Espíritu Santo ha venido edificando la iglesia, conformándola al original divino que es Cristo. Esta ha sido una obra de siglos e incluso de milenios. Por medio de distintos vasos a lo largo del tiempo, sean estos individuales o corporativos, el Espíritu Santo ha venido incorporando a Cristo en los santos. Y todo aquello que ha sido obrado por el Espíritu por y en los santos tiene un valor eterno. Todo ello será hallado de nuevo en la Nueva Jerusalén: «Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el señor. Sí, dice el Espíritu… porque sus obras con ellos siguen» (Ap. 14:13).

Por esta razón, el legado espiritual de los santos y testigos del pasado es el fundamento de la obra que el Espíritu hace en el presente. Dios no comienza desde cero en cada nueva generación. No debemos tener una visión tan estrecha de su obra. La mayor parte de las riquezas que hoy conocemos de Cristo han sido descubiertas y nos han sido legadas por hombres y mujeres que en el pasado rindieron sus vidas a Cristo de una manera completa y radical. Conocer su historia es conocer nuestra historia. No como mera información del pasado, sino como una herencia viva y espiritual en Cristo. Como nos dice el Cantar de los Cantares, si es que queremos hallar a Cristo y no sabemos dónde hallarlo: «Si tu no lo sabes… ve sigue las huellas del rebaño» (Cant. 1:8). Las huellas que dejaron tras de sí aquellos que vinieron antes que nosotros

Por otra parte, al estudiar la historia de la iglesia podremos descubrir también las dificultades, peligros y problemas que han acechado desde siempre al pueblo de Dios sobre la tierra. Satanás, como hemos dicho, siempre ha buscado estorbar y detener la obra de Dios. Y en la historia de la iglesia encontramos muchos ejemplos. Tantas obras que comenzaron llenas de vida espiritual y luego degeneraron en sistemas meramente humanos, llenos de ideas, conceptos y organización humanas, con la consiguiente pérdida de vida, poder y realidad espiritual.

Los hermanos olvidados

En general, los libros de texto de historia se centran en la «historia oficial» de la cristiandad. Y llamamos cristiandad a algo más amplio que la iglesia. Pues por iglesia entendemos, en rigor, aquello que el Nuevo Testamento denomina así; mientras que por cristiandad entendemos el sistema más amplio de creencias, costumbres e instituciones que se ha desarrollado más allá de los límites espirituales de la iglesia. No queremos decir con ello, que la iglesia siempre ha sido distinguible de la cristiandad. Por el contrario, en ciertas épocas, distinguir entre ambas fue una tarea prácticamente imposible. En dicha historia oficial los nombres de Ignacio, Ireneo, Agustín, Bernardo de Clairvaux, Tomás de Aquino, Lutero, Calvino, Wesley y otros son fácilmente distinguibles. Ellos representan la línea oficial y conocida. Pero junto a ellos, existen otros hermanos mucho menos conocidos, cuyos nombres e historias son casi siempre pasados por alto, o mencionados como disidentes y, a veces, injustamente, como herejes.

En una primera etapa, antes de que Constantino acabase oficialmente con la persecución de los creyentes en el 312 D. C., la cristiandad permaneció exteriormente unida. Sin embargo, ya muchos elementos extraños habían entrado en la vida y el testimonio de las iglesias: la distinción entre clero y laicos; la filosofía griega, y algunas costumbres paganas todavía en germen.

Contra ese estado de cosas reaccionaron algunos hermanos, quienes, a pesar de sus diferencias permanecieron en comunión con los demás creyentes. Primero fueron los así llamados Montanistas, con un hombre llamado Montano en Frigia, el año 156 DC. Su principal demanda estaba enfocada en recuperar la dirección del Espíritu y el sacerdocio de todos los creyentes, como miembros dotados del cuerpo de Cristo. Aunque fueron ridiculizados y tergiversados por sus detractores (y también cometieron algunos excesos), es interesante notar que ganaron para su causa a uno de los teólogos más importantes de su tiempo: Tertuliano. También contaron entre sus filas a algunos de los mártires más distinguidos de la fe, como Perpetua y Felicitas.

Tras ellos, cuando el cristianismo se había convertido en la religión oficial del imperio, muchos hermanos rechazaron la unidad entre la «iglesia y el estado» que la mayoría recibió con entusiasmo. Este es el período conocido como post-nicénico, pues comenzó tras el Concilio de Nicea, que declaró la divinidad e igualdad de Cristo con el Padre, en contra de los arrianos.2 El problema es que junto con ello, este concilio inició la práctica de perseguir y castigar a los disidentes y a los herejes. Pues ahora, a la autoridad eclesiástica para excomulgar, la cristiandad organizada unía el poder secular del emperador para castigar. Así se produjo la trágica fusión entre la «iglesia» y el estado, cuyas consecuencias serían imprevisiblemente funestas y devastadoras.

En el futuro, aquellos hermanos que, siendo esencialmente ortodoxos en su fe, no se avinieron con las prácticas y doctrinas oficiales de la así llamada «iglesia», fueron acusados de herejía, desterrados y, cuando no, ejecutados. En unos pocos años, muchos de los que habían sido perseguidos se unieron al poder que los había perseguido para convertirse, a su vez, en perseguidores. Fue en medio de este estado de cosas, cuando la cristiandad se volvía cada vez más pagana, ambiciosa, rica y mundana, que Dios levantó a numerosas compañías de creyentes, quienes mantuvieron en alto el testimonio de Jesucristo, eligiendo el camino del descrédito, la difamación, y el martirio.

¿Ha oído usted hablar alguna vez de los novacianos, los priscilianos, los cátaros, los bogomiles, los paulicianos, los valdenses, los anabaptistas, los moravos, los pietistas, etc.? Por supuesto, ellos no usaron nunca estos nombres, ya que preferían llamarse simplemente ‘hermanos’. Fueron acusados de los crímenes y herejías más espantosas por sus perseguidores desde la cristiandad organizada, mientras que su fe y sus prácticas fueron sistemáticamente distorsionadas, y cuando no, borradas enteramente del registro de la historia. Por mucho tiempo se les consideró, en base al testimonio de sus enemigos, como herejes de la peor clase. Lo que se sabía de ellos se basaba hasta ahora en el testimonio de sus perseguidores y ejecutores. Sin embargo, el testimonio de sus perseguidores estaba enteramente prejuiciado, y estaba, además, viciado en sí mismo, pues debían, a cualquier precio, probar sus cargos de herejía para destruirlos. No eran, en verdad, testigos muy confiables.

Pero con los avances de la investigación histórica más reciente, su verdadera historia ha salido a luz. Y se ha descubierto que eran, en general, representantes de una fe más sencilla y pura, que buscaba volver a los patrones revelados en el Nuevo Testamento: A la centralidad y supremacía del Señor Jesucristo. Y porque ellos perseveraron en su fe, a través de una indecible oposición, hostilidad y sufrimiento, la luz del evangelio nunca se apagó del todo, y prosiguió adelante aún en las épocas de mayor apostasía y oscuridad. Es cierto, nada parecido al poder, el reconocimiento y la fama mundana los siguió jamás. Incluso hoy, su trágica epopeya sólo merece una pequeña nota al pie de página, muchas veces desfavorable, en algunos eruditos y voluminosos tomos de historia cristiana.

Existe en nuestra naturaleza humana una incurable atracción por lo grande y poderoso según los estándares del mundo. Pero Dios, que habita en la altura y en la santidad, también habita con los humildes y quebrantados, y no se deja conmover por el tamaño, el poder y la riqueza de este mundo. La historia de la iglesia es, a sus ojos, la historia de aquellos que buscaron centrar en Cristo todas las cosas. La historia de aquellos que se pararon de su lado, de su palabra y su testimonio en los días de la ruina y la adversidad.

En los números siguientes quisiéramos revisar la historia de algunos de estos hermanos olvidados. Pues gracias a ellos el testimonio de Cristo nunca fue borrado del mundo. La antorcha continuó alumbrando y nosotros hemos recibido su testimonio, aunque, en general, no estemos conscientes de ello. No queremos decir con esto que sólo en ellos brilló el testimonio de Cristo, y que ellos eran la «verdadera» iglesia en oposición a una cristiandad falsa y apóstata. Estamos conscientes que Dios ha tenido numerosos testigos dentro de la cristiandad organizada, que han alumbrado, por así decirlo, la oscuridad desde adentro. Muchos creyentes verdaderos y santos permanecieron dentro de los sistemas eclesiásticos de su tiempo. Pero otros fueron expulsados y puestos al margen. Todos ellos conforman la iglesia de Cristo sin distinción. Sin embargo, en muchas épocas de la historia, quienes llevaron la antorcha con mayor firmeza y altura fueron los santos olvidados. Y creemos que su historia es parte fundamental de la obra que el Espíritu ha venido haciendo a lo largo de esta dispensación. Esta es la historia que deseamos rescatar, al menos en parte, para nuestros lectores.