Dos espejos hay en la Palabra: uno para reflejar la gloria de Dios y otro para reflejar al creyente. ¿Mirémonos en este último?

En el Nuevo Testamento hallamos tres espejos. De ellos, dos resultan especialmente significativos. Uno está en 2ª Corintios 3:18: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.” El otro está en Santiago 1:23: “Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era.”

En el primer espejo miramos al Señor, y somos transformados en Su misma imagen. En el otro nos vemos a nosotros mismos con las defecciones que el Espíritu nos muestra a la luz de la Palabra santa.

En un espejo vemos al Señor, en el otro nos vemos nosotros. En ambos tenemos que mirarnos a menudo para gloria de Dios y para humillación nuestra (porque uno nos transforma y el otro nos descubre). No en el de Corintios solamente, porque podríamos envanecernos, ni sólo en el de Santiago, porque podríamos abatirnos. Es en ambos, para que lo que nos desanima en uno nos aliente en el otro.

Sin embargo, esta vez pondremos nuestra atención en el segundo. Nos ubicaremos ante él y nos veremos. Por la Palabra, el Espíritu hará desfilar a algunos de los personajes que nos precedieron en la carrera de la fe. Superpondremos a esas siluetas la nuestra y veremos qué descompagina.

Luego, obedeciendo la amonestación de la misma Palabra, nos esforzaremos en la gracia de Dios para ser hacedores de la palabra, y no oidores olvidadizos. Es decir, para corregir lo defectuoso. Si después de mirarnos en este espejo y ver cómo somos, nos fuésemos y olvidásemos nuestro estado, entonces habremos perdido la oportunidad de encarnarla. ¡Dios no permita que sea así!

Abraham, el peregrino

Miremos primeramente el retrato de Abraham. Allí va él, morando en tiendas –esperaba una ciudad– e instalando sus altares por donde iba. Era un adorador y un peregrino. ¿Lo vemos habitando en la tierra prometida como si no fuera suya? Tenía riquezas, oro y mucho ganado, pero nada de eso le retenía en un solo lugar, nada le ataba al mundo. El miraba de lejos lo prometido y lo saludaba, confesando que era “extranjero y peregrino sobre la tierra” (Heb.11:13).

A la luz de esta figura, ¿no queda al descubierto nuestro arraigo a la tierra, nuestro sedentarismo espiritual, afanados por obtener los beneficios de la patria celestial, pero también –y sobre todo– de ésta? ¿No nos vemos en el espejo como una caricatura de Abraham, con rasgos desperfilados, que acusan nuestra profanidad? Pero, mire… ¿No es Lot el que ha reemplazado la figura de Abraham en el espejo? ¡No está delante de nosotros a quien quisiéramos ver, sino a quien no amamos!

Jacob, el usurpador

Ahora vemos a Jacob. Él va, campante, por el camino que se ha trazado, engañando a medio mundo. Primero engaña a su hermano, luego a su padre, y después a su tío. A cada uno le da un golpe; en cada uno deja una herida. Incluso a Dios intenta comprar con una negociación de “dame que yo te daré”. (Génesis 28:30). El piensa que lo va haciendo bien. Es el primogénito (sin serlo), el favorito de su madre y aun de Dios. ¿Quién puede tocarle?

Sin embargo, Jacob comienza a tropezar en lo que él mismo ha edificado. La siembra está dando abundante cosecha. Por cada engaño cometido se convierte en engañado. Por cada herida causada recibe una. ¡Ay, Jacob! Tan favorecido y, sin embargo, tan entero todavía.

Pero ese que está ahí no es Jacob ahora… ¡somos nosotros! Somos nosotros mismos que insistimos en engañar, en herir y en usar triquiñuelas, como si nuestro pecado no nos fuera a alcanzar nunca. Somos nosotros mismos, que lanzamos la saeta y escondemos la mano, como si Dios no nos viera y como si nunca esa saeta hubiera de volverse sobre nuestro propio corazón.

Jacob está más libre de culpa que nosotros, porque él no tenía un antecedente. Pero ¡ay! de nosotros, porque lo tenemos. Y está aquí, ante nuestros ojos, en el espejo de la Palabra.

José, el casto

José es el favorito de su padre y el envidiado de sus hermanos. Es el soñador que –pese a sus ruegos y lágrimas– es vendido como esclavo para Egipto. Allí, en Egipto, sirve en casa de Potifar. ¡Un príncipe de Dios sirviendo a la mesa de un incircunciso! Pero, ¿por qué él no se queja?

La mujer de Potifar lo mira y lo remira. Lo mira una vez más, e intenta atraparlo con su mirada, con sus palabras, con sus manos… Pero en ellas sólo se queda el vestido inerte de José. (“¿Cómo haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?” –dice el hombre de Dios en la encrucijada). José no rechaza el pecado por temor a Potifar, ni por evitar las represalias de la mujer. ¿Cómo pecaría contra Dios? ¡Su referente es Dios mismo! Entonces, la desgracia se le abalanza. Ahora José está en la cárcel… no un día, ni dos, no un mes ni dos… Pero, ¿por qué él no se queja?

Al mirar a José en la Palabra vemos nuestra pesadumbre, vemos la amargura de nuestro espíritu que tantas veces ha rebosado en palabras descomedidas a causa de las circunstancias adversas. Su carácter bondadoso, transparente, hace aparecer nuestro rostro oscuro y tenebroso. ¿Y qué diremos de la pureza de su mirada? ¿De la santidad de sus manos? José no sólo no buscó la ocasión para pecar, sino que presentándosele, huyó de ella. ¡Ay, en cambio, cuántas veces nosotros la hemos buscado!

Moisés, el príncipe de Egipto

Moisés, el príncipe de Egipto, pasa ante nosotros. Nunca el mundo ha ofrecido más dones a un hombre que a Moisés. A la excelencia de su familia, educación, sitial y honor no ha llegado nadie de manera más natural que él. Sus modales delicados, su pronunciación exquisita, su alimentación escogida, sus amistades mejores, sus sabios maestros, la grandeza de sus empresas, todo debió de haber sido lo de un hombre excepcional. Todos se le inclinan; todo se le ofrece; todo se le da.

Sin embargo, en la hora suprema, la de las decisiones radicales, en que debía renunciar a familia, educación, sitial y honor, ¡renuncia!, “escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios…” (Hebreos 11:25-26). ¡Ah!, es que hay en su alma una espina clavada, un llamado divino, un fuego ardiente que no le deja disfrutar en paz de los deleites temporales del pecado.

Cuando él era niño, su madre –que también fue su nodriza– le había dicho quién era él, quién era su pueblo, y quién era su Dios.

¡Oh, contempladlo! ¿Veis el cambio de sus vestidos bordados en el palacio por el sayal tosco de Madián? ¿Veis el porte distinguido del palacio transformarse en el caminar humilde del pastor de ovejas? ¡Vedlo andar con el bordón en la mano, por esos riscos perdidos, tras la pequeña perniquebrada! ¿Qué queda del Moisés del palacio de Faraón? ¡Ay, no queda nada, salvo, tal vez, algún recuerdo apenas reconstruido en su memoria! Lo tuvo todo, y lo perdió todo. Pero cuando lo perdió todo, lo ganó todo.

Ahora vemos también que nuestro corazón –extremadamente necio– ama aquello que Moisés despreció. No lo ama porque lo tenga (inalcanzables son sus glorias), sino porque lo desea, y porque en ese deseo se revuelca días tras día, sin otro premio que la desdicha de no alcanzarlo.

Pero eso no es todo. Pasa el tiempo, y Moisés llega a viejo. Dice la Escritura que él es el hombre más manso que pisa la tierra. (Números 12:3). Un día Dios le da una orden y, a diferencia de otras veces, Moisés no la cumple. En vez de hablarle a la roca, la golpea dos veces. Es Meriba. Son las aguas de la rencilla. (Números 20:1-13).

Moisés representa mal al Señor, quien se enoja con él, y le dice: “Tú no entrarás en la tierra”. Moisés ruega, clama, gime, llora. Dios dice: “No”. ¡Ay, Moisés! Cuando nos vemos en el espejo de Moisés, y específicamente en este episodio, vemos que el hombre es sólo carne; que por muy consagrado que sea, por muy manso, no es perfecto. Tiene dentro de sí un germen que se puede manifestar en cualquier momento en un pecado, una desobediencia, una rebelión.

Meriba nos dice: “¡Cuidado, tu carne es peligrosa!; no es de fiar, no te enaltezcas, dobla tu rodilla, inclina tu corazón! ¡cuidado! Eres peligroso.” Aunque seas todo lo manso; aunque seas todo lo espiritual. ¡Cuidado! Esto también nos muestra Moisés.

Samuel, el profeta

He ahí Samuel. Desde niño estuvo cerca de Dios, aprendió a caminar en la intimidad de Su Casa. El Señor lo miró y le habló muy tempranamente, cuando aún no sabía reconocer Su voz. Pronto, “todo Israel conoció que Samuel era fiel profeta de Jehová” (1ª Sam.3:20). Su victoria sobre los filisteos fue temible. Su larga y fructífera vida fue ejemplar; todos consultaban al vidente, todos honraban al juez de Israel.

Sin embargo, en su vejez tuvo una tristeza. Con la mejor intención imaginable, puso a sus hijos por jueces en Israel, pero el pueblo los resistió. ¿La razón? “No anduvieron los hijos por los caminos de su padre, antes se volvieron tras la avaricia, dejándose sobornar y pervirtiendo el derecho” (1 Sam.8:3). ¡Ay, Samuel, qué dolor!

Samuel había visto el fin de Elí y de sus hijos. Tempranamente tuvo un motivo de escarmiento, pero cuando le llegó su hora, no escapó de la misma suerte.

Samuel, el profeta y juez, el hombre que caminó con Dios, no pudo plasmar en sus hijos la huella que Dios había dejado en Él en los largos años de su vida. ¿No es un fracaso?

La figura de Samuel arroja luz sobre nuestro corazón, para examinar nuestro propio camino. ¡Tanto servicio espiritual es posible realizar sin ver los frutos en el hogar! ¿Serán las palabras de Jesús aplicables aquí: “No hay profeta sin honra sino en su propia tierra, y entre sus parientes, y en su casa.”? ¿O fue, Samuel, el descuido de una vida vivida a espaldas de la realidad cotidiana? Sea lo que fuere, ¿qué nos dice todo esto sino que temamos y que busquemos en Dios el socorro para escapar de esa vergüenza?

David, el amado

Le toca su turno a David. No hay, tal vez, otra figura bíblica que reúna tantas perfecciones como David. A la belleza y atractivo de su figura se une la de su alma humilde y quebrantada. Sus lágrimas, más que su fortaleza; sus sufrimientos más que sus triunfos, es lo que más nos atrae en el resumen de su provechosa vida. Es el poeta-vidente que anticipa los sufrimientos de Cristo; es el amado de Dios que encarna un anticipo del reinado del Mesías; es el dulce cantor de Israel, que canta con donaire las misericordias de Dios.

Todo eso y mucho más reúne David en su notable figura. Sin embargo, una nota de su arpa todavía hiere los tímpanos.

David descansa a la hora de la tarde. Se levanta –perezoso– y mira desde el terrado a una mujer que seduce su corazón. Los instintos se desatan, la locura le invade. El profeta, cantor y rey es cautivado por una sola mirada de sus ojos. Las tinieblas se ciernen sobre su alma y sobre su reino. El otrora fugitivo de un rey apóstata es ahora victimario de su más fiel guerrero. El otrora soldado austero y sufrido es ahora un sensual amador de los deleites. El pecado sella contra él una seguidilla de muertes y de lágrimas.

La luz que arroja este episodio de su vida es triste, pero está escrito allí para nuestra exhortación, para que no caigamos en las mismas redes que él cayó. Un soldado ocioso, un guerrero acostumbrado a la batalla es presa fácil en un día de asueto.

No más contemplaciones con nosotros mismos; no más relajo. La vida fluye desde los intersticios de nuestro vaso roto, no desde el vaso bruñido para el brindis. ¡Cuidado, los soldados de Dios no caen en la batalla, sino en el descanso!

Salomón, el apóstata tardío

Veamos a Salomón sentado en su magnífico trono de marfil recubierto de oro, recibiendo a los que, de todo el mundo, vienen a conocerle. A ellos les bastará con oír de sus labios la sabiduría celeste que en ellos ha sido derramada, pero lo que ven con sus ojos redobla esa admiración. Salomón ha llevado el reino de Israel a límites jamás alcanzados por sus predecesores. Su grandeza es inaudita.

Además, es un rey sabio. Todo lo investiga y lo conoce; sus disertaciones sobre lo divino y lo humano asombran a todos. Es la cumbre misma de la grandeza, es el pináculo de la gloria.

Sin embargo, siendo ya viejo, la sabiduría de Salomón se rompe como un palo seco. Su figura nos muestra una pequeña (en realidad, no tan pequeña) locura que es como aquella mosca muerta que hace heder el perfume del perfumista (Eclesiastés 10:1). Sus mujeres –sus muchas mujeres– dejan a Jerusalén sembrada de imágenes ¡incluso en el templo santo!

Salomón, el Sabio, se entontece como los necios. Su debilidad, que ya se insinuaba tempranamente, y que amenazaba con darle más de un disgusto, se lo da, ¡y vaya de qué manera!

¡Ay! qué cosas muestra este espejo. No es para nada recatado a la hora de denunciar el pecado. ¡Ay, y qué cosas de nuestra alma va dejando al descubierto!

Un ejercicio agotador

El ejercicio de mirarnos en este espejo nos ha destrozado. Estamos rendidos. Dejaremos de mirarlo ahora para postrarnos delante de Dios y llorar nuestras cuitas. ¿Hay todavía esperanza para nosotros? Las virtudes y los defectos de aquellos, nuestros antepasados en la fe, nos rompen el corazón. Y parece que sus voces llaman a gritos a nuestra conciencia. ¿Qué haremos?

¡Ay, volvernos al espejo de Corintios! ¡Veamos al Señor allí, abracémonos a Sus pies y abrámosle el corazón!