«Renovando nuestra pasión por Cristo» (2).

Quiero hablarles en esta tarde acerca del llamado a ser como Cristo. El tema de estas conferencias es «Renovando nuestra pasión por Cristo». Le he pedido al Señor que tome este mensaje sencillo y lo lleve a nuestros corazones.

El gran propósito de nuestra vida

A menudo, los pastores más jóvenes se acercan y me preguntan: «Pastor, si usted tuviera que resumir toda su vida, ¿cuál sería el propósito o la pasión de su vida?». Y esto es justamente lo que intentaré responder a través de este mensaje.

¿Cuál es nuestro verdadero propósito? ¿Cuál es nuestro verdadero llamamiento? No es acerca del ministro, ni tampoco acerca de la gente; ese es el resultado de nuestro llamado principal; pero va mucho más allá que solamente la gente y el ministerio.

Creo que hay un propósito mayor para cada creyente. Todo nuestro llamado y nuestros dones espirituales están centrados en este propósito, y hasta que no entendamos este propósito, todo lo que hagamos para Cristo será en vano. La Escritura dice en Juan 15:16: «Ustedes no me eligieron a mí; yo los elegí a ustedes, y yo les he mandado que puedan llevar fruto». «Yo los he elegido, yo los he nombrado, para que vayan al mundo y lleven fruto».

¿Cuál es el fruto? Yo creo que ese fruto no es más ni menos que ser como Cristo, ser como el Señor Jesús. Llevar mucho fruto es ser más y más como Cristo. Mucho fruto significa crecer hacia la semejanza de Jesucristo. Si ése no es el objetivo mayor en lo profundo de mi corazón, cada cosa que yo haga será en vano; el propósito de Dios no se podrá cumplir en mí, a no ser que tenga este propósito.

Los discípulos le mostraron a Jesús el templo de Jerusalén y todas las actividades que allí se realizaban. Estaban muy impresionados con las ceremonias y con los edificios. Jesús no estaba impresionado. Él les dijo: «Esto se va a derrumbar; un día ese edificio ya no estará en pie, y todos esos rituales cesarán». Y luego Jesús les dijo: «Recuerden que ustedes son el templo del Espíritu Santo; son el templo permanente del Espíritu Santo. No se centren en actividades religiosas o en los edificios, no se centren en nuevas formas de culto. Mantengan su casa en orden».

Nosotros somos llamados a mantener un juicio recto y correcto delante de Dios, y el juicio comienza por la casa de Dios, comienza en mi propia vida. Jesús dijo: «Todo pámpano que en mí no lleva fruto será cortado; si el árbol no trae fruto será desechado». En pocas palabras, aquello que no refleja a Cristo en nuestras vidas o en la iglesia, el Señor dice: «Yo me encargaré de ello».

Si hubiésemos vivido en los tiempos de Jesús, viendo la condición de la iglesia en estos tiempos, realmente nos quedaríamos sin esperanza, nos daríamos cuenta que somos una cueva de ladrones. No habría ninguna esperanza. Pero Jesús entró y limpió el templo. Si miramos la condición de la iglesia de Jesús en estos días – hablábamos acerca de ello esta mañana.

Recuerdo que la semana pasada estaba en mi oficina, levanté mis manos y dije: «Oh, Dios, mira lo que están haciendo a mi Cristo, mira cómo están tratando de redefinir a Jesús». Y el Señor me dijo: «No te preocupes; así no van a terminar las cosas». Uno de estos días, él va a limpiar su iglesia, él va a limpiar a su cuerpo. Hemos sido llamados con un propósito mayor. No para ser exitosos, no para hacer grandes cosas para Dios.

Recuerdo hace unos años atrás, cuando tenía 29 años y recién empezaba a trabajar con las pandillas en la ciudad de Nueva York, un conocido evangelista norteamericano estaba allí llevando a cabo algunas reuniones en una iglesia. Él me pidió que almorzáramos juntos. Yo estaba muy ocupado en este ministerio con pandillas y drogadictos en las calles. Nunca olvidaré lo que él me dijo: «David, yo tengo 45 años, y si no logras ser exitoso a los 50, nunca lo vas a poder lograr. Yo planeo estar en la televisión a nivel nacional antes de cumplir los 50 años».

Me quedé atónito; él era un evangelista pentecostal reconocido. Yo estaba allí sentado, sorprendido, y pensaba: «¿De qué está hablando? ¿Ése es su propósito, tener un nombre, hacerse de un nombre, antes de cumplir 50 años?». Todo lo que yo quería era ver más almas salvadas, almas –como la de Nikky Cruz– venir a Cristo. Nunca más volví a oír de aquel hombre; el Señor nunca le permitió cumplir el deseo de su corazón. El tener un gran nombre, no es el propósito.

En cada lugar donde vamos, hay gente que dice: «Quiero ganar millones y millones de almas». Es un maravilloso deseo. Pero a mí no me interesaría mucho ganar cien millones de personas, si esas personas no son imagen y semejanza del carácter de Cristo. No sería nada. He sido llamado para ser mucho más que un ganador de almas.

Tengo 74 años, he escrito 40 libros –no estoy jactándome con esto; el Señor conoce mi corazón–, he estado en la escuela bíblica; he recibido honores alrededor del mundo; he pastoreado una iglesia de varios miles de personas. Pero quiero decirles algo: eso no cuenta delante de Dios, a no ser que tenga en mi corazón y en mi alma el verdadero propósito, cada cosa que me hace hacer lo que hago, cada cosa que siento, cada cosa que deseo. Si ese no es mi firme deseo y el propósito establecido para mi vida, seré un hipócrita.

¿Cómo ser transformados en la semejanza de Cristo?

Le preguntamos al Señor: «¿Cómo puedo ser como tú?». Oro, camino en el espíritu, cada mensaje que predico lo recibo de rodillas. Pero le pregunto: «Señor, ¿cómo me voy a volver más como tú? Si este es el fruto que quieres que lleve, ¿cómo me convierto más en un ser como tú?».

El Señor habló claramente a mi corazón: «Esto está muy relacionado con la forma en que tratas a la gente. No es lo que tú haces, sino en lo que te estás convirtiendo. Abandona todo lo que estás haciendo, todos tus deseos, todas las cosas que tú quieres hacer para mi gloria. Deséchalo, y céntrate sólo en esto, porque si fallas en esto, todo cuanto hagas será en vano».

Todo el servicio tiene que comenzar en nuestra intimidad. Si mi ministerio no proviene de mi intimidad con Dios, será solamente una idea. Cuando yo era un joven pastor, tenía muchas ideas, más de las que se pueden imaginar. Buenas ideas, ideas religiosas, pero todas eran estériles si no nacían de mi intimidad con Cristo. Todo ministerio que va a sobrevivir el tribunal de Cristo, necesita nacer de la intimidad con Cristo, no de una idea, no de un buen concepto, ni del concepto de otro hombre: es algo que tiene que nacer de mi relación con Dios. Comienza en mi propia vida; comienza en mi casa, con el trato a mi esposa.

Estoy casado por 54 años. Si mi esposa no puede testificarles que David vive la vida de Cristo, si no puede dar testimonio de que su esposo la ama cada semana más que la anterior, si no puede dar testimonio de que yo respeto a Cristo que vive también en ella, si no puede dar testimonio de que yo vivo lo que predico, si no puede dar testimonio de que me estoy convirtiendo en un hombre más tierno hacia ella, entonces todo lo demás que yo haga será inútil.

En una ocasión, durante una campaña, un predicador conocido hablaba de la sanidad. Estaba predicando un tremendo sermón, y era muy usado por Dios. Después del culto, la esposa de un pastor se acercó a la esposa de ese hermano, y le preguntó: ¿Cómo es estar casada con un hombre de Dios como éste? ¿Qué se siente vivir con un hombre como él?». Ella le dijo: «No lo sé, ese no es el hombre que vuelve a la casa conmigo; yo no conozco al hombre del púlpito».

Es ahí donde Dios me mostró que debía comenzar. Muchos ministros menosprecian a sus esposas, y dicen: «Ah, mi mujer es solamente una esposa; sólo está interesada en cortinas, en muebles y cosas de la casa». Mi esposa es una mujer callada, llora muchas veces sobre mi hombro, y me dice: «No valgo mucho, no predico, no canto, no tengo talentos». Y yo le digo: «Querida, tú tienes uno de los más grandes talentos que ninguna mujer tiene; has permanecido a mi lado, has estado junto a tus hijos, los has levantado y has orado por ellos».

Tengo cuatro hijos en el ministerio; pero Dios nunca me honró a mí hasta que comencé a honrar a mi esposa. Comencé a darme cuenta de que yo no estaba respetando su caminar con Cristo. Yo era el gran hombre de Dios. «Ella no ora como yo oro, no lee la Biblia como yo la leo». Hasta que una vez ella me dijo: «Te mostraré algo», y pude ver su Biblia… ¡y estaba toda subrayada! Ella oraba en silencio, oraba cuando yo no podía escucharla. Y yo en cambio oraba en alta voz por toda la casa, para que todos me oyeran.

¿Cómo trato a mi familia? Cuántos hijos no conocen a sus padres, porque sus padres están tan ocupados sirviendo en la obra de Dios. Cuántos hijos de predicadores dicen: «No conozco a mi padre; él ama a todo el mundo en la iglesia, da su vida por la gente de la iglesia; pero no tiene tiempo para mí».

De repente, usted tiene a un hijo o una hija que no está sirviendo al Señor, y eso puede suceder a pesar de que usted le ha dado todo el tiempo que ha podido. De repente usted le ha dado tiempo a través de toda la multitud de gente que le ha seguido, y no importando la condición espiritual en que ellos estén, tiene que haber un tiempo cada día, en que usted estará delante del Señor, para orar por ellos y presentárselos al Señor.

Una vez, una madre se acercó a mí después de un servicio, y me dijo: «Pastor, ore por mi hijo; él ha andado con gente equivocada, se ha metido en la droga; por favor, ore por él». Le dije: «Dígame, esta última semana, ¿cuántas veces ha orado usted? ¿Ha estado llorando?». Ella respondió: «Usted no entiende; yo tengo demasiado trabajo y llego a mi casa cansada; no he orado por él». Le dije: «Discúlpeme, pero tampoco yo tengo tiempo para orar por él, porque si usted no tiene esa carga, y si usted está pidiendo que todo el mundo ore por él, pero usted se sienta a ver televisión sólo para divertirse…».

Cada día, hermanos, oro por mis hijos y por mis nietos; cada día. Porque podría pastorear una iglesia de diez mil personas …, y –les digo esto de mi corazón– Dios me dijo una vez: «No estoy interesado en que ganes el mundo para mí: Yo quiero ganarte a ti».

La necesidad del perdón

No sólo es en mi hogar. El fruto de Cristo tiene que ver con el perdón. Uno de los más grandes pecados en el ministerio es la falta de perdón. Si hay en la tierra alguna persona a quien no he perdonado, no soy como Cristo, y mi ministerio es vano. Y lo repito: puedes ser un ministro, un notable en la congregación; pero si hay alguien a quien no has perdonado, si tienes algo en tu corazón contra él, es mejor que resuelvas el problema, o te retires del ministerio.

Jesús dijo: «Si ustedes no se perdonan, tampoco yo los perdonaré a ustedes». Si nosotros aprendemos a perdonar, él nos perdonará a nosotros. Esto no quiere decir que si yo perdono, merezco el perdón; sino que si yo no perdono a otros, si no estoy perdonando, me puedo parar en el púlpito y predicar con fuego, y los altares pueden ser llenos, pero hay un problema: Dios tiene una controversia conmigo. Puedo predicar sermones, pero no voy a poder entregar un mensaje.

Hay una gran diferencia: cuando un mensaje viene desde el trono de Dios, comienza a tratar la conciencia de los hombres. Usted puede salir del servicio y decir: «¡Qué tremendo sermón!»; pero, hasta que no toque su conciencia, no es una palabra de Dios. Tiene que tocar la conciencia de la gente.

Hace unos años, hubo un movimiento en nuestra iglesia. Un grupo de gente se levantó contra mí, con dos o tres de mis asociados, y se llevaron cerca de trescientas personas. Me acusaron de ser un dictador. Sabían que no podían acusarme de inmoralidad. En nuestra iglesia tenemos 103 nacionalidades, y algo de esto tenía que ver con cuestiones raciales. Yo no había pastoreado por mucho tiempo, y había cometido errores; no tuve la compasión que quizás debí tener. Yo estaba aprendiendo a pastorear, y este fue un tiempo increíble.

Se llevaron a la mitad del coro y del grupo de jóvenes. Se empezaron a reunir para iniciar otra congregación, y las acusaciones fueron muy hirientes para mí, especialmente las que provenían de los jóvenes, y eran mentiras increíbles. Por seis meses viví eso, y comencé a escribir un diario. Es muy difícil leerlo aun después de todos estos años. Al pie de cada página, yo escribía: «¿Se acabará algún día esta pesadilla?».

Iba a la iglesia, en la calle encontraba a algunos jóvenes, y la gente me preguntaba: «¿Es usted un hombre falso, como dice la gente?». Y yo les decía: «¿De qué me están hablando?». «Es lo que la gente dice de usted». Había días en que no quería ir a la iglesia; me sentaba en la oficina y lloraba, porque habían herido a mis hijos y los habían envenenado contra mi persona. Mis hijos se mantuvieron a mi lado. Mi esposa tenía que levantarme de la silla, y me decía: «Vamos». Estaba alrededor de tres cuadras de la iglesia, y en el camino le decía: «Lo siento, querida, no puedo ir». Ella me animaba. Yo iba, y lloraba durante casi toda la predicación.

Nunca lo dije, nunca peleé con nadie; pero en el medio de eso, el Señor me dijo: «Quiero mostrarte algo». «Pero, Señor, estoy en un dolor profundo, tú conoces mi corazón, tú conoces mis errores. Quiero ser más como tú. ¿Qué está pasando? ¿Por qué permites que esto suceda?». El Señor estaba tratándome con disciplina. Yo estaba aprendiendo a través de este tiempo de disciplina, y una de las cosas que aprendí fue a perdonar.

El apóstol Pablo habla de sobrellevar y de perdonarse los unos a los otros. Hay una diferencia entre sobrellevar y perdonar. Tiene que ver con la compasión, esto de sobrellevar. Un día, en mi oficina, el Señor me dijo: «Toma papel y lápiz, y escribe los nombres de las personas a quienes alguna vez tú has herido, a las que hayas perjudicado». Yo dije: «Bueno, serán dos o tres nombres», y comencé a escribir. Recordé a uno de mis asociados, a quien yo había despedido; molesto, le había dicho que se fuera. No le pagué nada, y lo abandoné. Él tenía familia. Había sido hallado en pecado, y lo despedí. Él estaba en la lista.

Seguí escribiendo. Recordé a uno de los obreros. Cinco años antes, uno de mis asociados vino y me dijo: «Vi a ese hombre besando a su secretaria». Un testigo. Fui a este hombre, en la calle, y la mujer venía con él. Antes que yo hablara, él dijo: «No me diga nada». Yo pensé: «Bueno, de seguro la está encubriendo», y le dije: «Estás acabado, anda y limpia tu oficina». Le di unos meses de pago, y lo despedí. El Señor me dijo: «¿Te das cuenta, David? Tenías que tener dos testigos antes de tomar medidas contra este hombre. Lo has herido. Él lloró cuando se fue».

Había también un hombre que manejaba el bus. Un día lo encontré bebiendo, me enojé, y también lo despedí. No traté de rehabilitarlo, no traté de ayudarlo. Le dije: «Me has engañado; todo este tiempo has estado citando la Escritura –Él tenía versículos de la Biblia en el bus–, por diez años, me has engañado; por favor, vete». Pero el Señor me dijo: «Lo heriste».

Comencé a llamar a esta gente, y empecé a llorar. Y me dijeron: «Pastor, usted casi me destruyó; he sido tan herido. Usted no sabe lo que significa para mí esta llamada». Yo les dije: «Te llamo porque estoy arrepentido; sé que te he maltratado. Perdóname». Llamé al chofer del bus, y él me dijo: «Pastor David, lo más valioso para mí era su amistad. Yo perdí su amistad, y desde ese día que no lo veo, no pude tener un día como tenía antes. Ahora ya no bebo hace años, y estaba esperando este día».

Cada uno de los que llamé, lloró. Hubo uno al cual no pude ubicar, al que habían acusado de besar a su secretaria. Oré por meses. Era el último en mi lista, y dije: «Señor, ¿qué hago ahora?». Él me respondió: «Perdónalo de corazón; pronto lo vas a encontrar, yo voy a arreglarlo».

Un día, en California, estaba yo en un gran evento, y luego del servicio me dirigí a la salida, cuando una pareja se me acercó. Lo reconocí, su nombre era Joe, y me acerqué a él. Lo abracé y le dije: «Joe, perdóname, porque he pecado contra ti». Él me dijo: «Hermano David, yo era inocente; nunca toqué a esa mujer, nunca lo hice. He estado todos estos años viviendo afligido, esperando el día en que le vería». Lloré en su hombro, y le dije: «Joe, perdóname; he estado orando por meses para encontrarte».

A medida que yo llamaba a cada una de estas personas, empecé a descansar de mis cargas. Y el Espíritu Santo puso en mi corazón: «Tú piensas en tu herida. Y mira cómo esta gente ha estado herida. Ahora tú sientes la herida que ellos sintieron».

Reconciliación y unidad

Ahora, cuando viajo por los países, veo obispos que no se hablan el uno al otro; voy a algunos países y veo tres tipos de pentecostales, cinco tipos de bautistas, denominaciones divididas, pastores que no se hablan entre ellos. Les pregunto: ¿Cómo vamos a llegar al cielo? ¿De repente nos vamos a abrazar y todo va estar bien? ¡Como si la muerte fuese la cura!

Conozco pastores que no les hablan a sus hijos, esposos que no hablan a sus esposas; personas que tienen quejas contra otras. No me interesa quién está en este púlpito, y lo digo por experiencia, no me importa cuántas cosas buenas puedan enseñar en cada iglesia o qué tipo de avivamiento quieren traer a su nación. Pero si no aprendemos a perdonar, no va a haber avivamiento, no va a haber mover del Espíritu Santo, no va a haber crecimiento.

Días atrás, recibí una carta de un niño de doce años. Me dice: «Pastor, tengo que contarle algo. Cuando yo tenía cuatro años, mis padres se divorciaron». Este niño tenía cuatro años, y su hermano tenía seis. Su madre empacó dos maletas, los puso en la calle, y les dijo: «No quiero volver a verlos más». Cuatro años, y estaba sentado en la calle. Uno de los vecinos los vio, y llamaron al padre. Por años, el niño odió a su madre. No podía entender lo que ella dijo, que no quería volver a verlos más, que nunca más él volviera a tocar su puerta.

Hace unas semanas, él estuvo en un campamento juvenil. El Señor lo tocó, y aceptó a Cristo, y él tenía esa batalla en su corazón. Un maestro cristiano muy amado le dijo: «Tienes que sacar eso de tu corazón –él quería ser un pastor de jóvenes– debes comenzar por ahí, el Señor demanda que perdones a tu madre». Mientras oraba, el Espíritu Santo vino y trajo perdón a su corazón. Empezó a orar por su madre, y su carta era un testimonio: «Me he reconciliado con mi madre, ahora ella es salva, y está sirviendo a Jesús». ¿Cómo puede Dios hacer eso con un joven?

Pero en la iglesia de Cristo, la forma más evidente de no ser como Cristo sobre la faz de la tierra es que hemos levantado muros, y mantenemos un rechazo y una falta de perdón. Cuando yo terminé la lista que el Señor me había pedido de las personas a quienes había herido, a veces me trae algunos nombres todavía. Hermanos, quiero decirles que cada vez que el Señor me recuerda a alguien, inmediatamente voy y busco a esa persona.  Cuando eso sucedió, seiscientas nuevas personas llegaron a la congregación en una semana. El Espíritu del Señor comenzó a moverse; los cielos se abrieron. Dios quiere darnos un cielo abierto; pero tú no necesitas ir a través de un hombre, no tienes que depender de la unción de un hombre para poder estar delante del Señor. Puedes tener a la vista a cualquier profeta, a cualquier hombre de Dios, puedes mirar al Espíritu Santo, y puedes decir: «Todo en mi alma está correcto delante de Dios; no hay falta de perdón en mi corazón, gracias a Dios». Eso es todo lo que me dijo que le dijera. Tengo paz.

Dios quiere hacer esto por ustedes. Si hay alguien a quien todavía no has perdonado, sólo puedo ilustrarlo de esta manera. En mi primera iglesia, yo tenía 19 años y era soltero. Una pequeña iglesia de las Asambleas de Dios. Ellos habían despedido a un pastor cada año. Mi padre era el asistente del superintendente, y él me envió a esa iglesia. Nunca me dijo que había tres ancianos y sus esposas que gobernaban la iglesia. Yo estaba muy celoso y apasionado, y decía: «Vamos a ganar esta ciudad para Cristo». Yo estaba contento y apasionado.

A los tres meses, me llamaron a una sala, y me acusaron de muchas cosas. Yo estaba atónito. ¿Qué es esto? Yo tenía 19 años. «No sabes predicar; todo lo que tienes es pasión, necedad». Me levanté y les dije: «Yo soy un hombre de Dios; la Biblia dice que no toques a un ungido del Señor, no hagas daño a mis profetas. ¡Ustedes van a morir!».

La verdad es esta: Mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo eran predicadores. Yo también fui enseñado que no se debe tocar a un ungido de Dios, porque hay consecuencias. Todos ellos murieron, y salieron de la iglesia, porque estas son cosas serias. No puedes tocar a un ungido de Dios. Aun si eres un predicador, no puedes tocar a otro siervo de Dios. He luchado estos años, porque no sabía que debía venir a mis rodillas y orar por aquellos hombres airados que estaban frente a mí; porque eso es lo que hice cuando tuve ese problema en la iglesia en Nueva York, y aquel grupo vino hacia mí: me arrodillé con el rostro en tierra delante de ellos, y me puse a orar por misericordia. «Señor, si he pecado contra ellos, perdóname».

Quiero decirles esto ahora: No recuerdo a alguien que se haya levantado contra mí que hoy sea mi enemigo. Son mis amigos. Eso no significa que siempre tenga que caminar con ellos, o que tenga que estar íntimamente relacionado con todos. Hay ciertas cosas que no se pueden borrar, pero para mí ya no son causa de división, no son mis enemigos.

Sé que el Espíritu Santo se está moviendo en nuestros corazones. Quiero ponerlo de esta manera: Mi servicio ha sido conocido alrededor del mundo, y cuando la gente piensa en el ministerio, dicen: «He ahí un hombre que ha sobrevivido a través de todos estos años, un hombre que ha sido usado por Dios». Pero un hombre que va a ser usado por Dios va a tener que llamar a esta gente. Yo me imagino que entre nosotros aquí, muchos de ustedes, van a tener que hacer exactamente lo mismo, van a tener que escribir cartas, hacer una llamada, tendrán que poner las cosas a cuentas con Dios, y así es como empieza un avivamiento.

Cuando los líderes se juntan, y cuando los pastores y sus esposas se reúnen, y cuando salen a la luz esas cosas que te han herido en el pasado, y aun la gente que te ha herido, y cuando tú dices: «Bueno, yo quiero arreglar estas cosas, no más controversias con nadie»; entonces tú vas a poder dejar este lugar impactado durante el resto de tu ministerio.

Espero haber entregado este mensaje en amor, porque siento el amor de Dios en esta tarde. Dios me ama y les ama a ustedes mucho, y nos permite venir cara a cara con este tipo de tema que no debemos evitar. Pongámonos a cuentas con él; hagamos bien las cosas. ¡Aleluya! Especialmente si es entre esposa y esposo, háganlo, reconcíliense. No estoy hablando sólo de un beso en la mejilla, sino de una confesión real desde el corazón: «Yo no te he apreciado…». Y los muros caerán.

Segundo mensaje de una serie de cuatro, que el predicador norteamericano impartió en Santiago de Chile, en septiembre de 2005.