Más allá de las polémicas surgidas en torno al huracán Katrina y la devastación de Nueva Orleáns, hay advertencias que es necesario oír.

Surgió en las Bahamas el 24 de agosto, hizo unos destrozos de relativamente menor cuantía al norte de Miami, y cuando parecía que ya se retiraba, cobró una fuerza inusitada en el golfo de México y arremetió con una furia de vientos sostenidos a 280 kilómetros por hora sobre los estados de Louisiana, Mississippi y Alabama, en Estados Unidos. De huracán de categoría 1 pasó a huracán de categoría 5 en cosa de unos días.

Esta es, en simples palabras, la corta pero trágica historia del huracán Katrina, que ha dejado más de un millar de víctimas fatales, una ciudad prácticamente destruida y daños materiales incalculables, que hacen pensar en el desastre natural más costoso de la historia de los Estados Unidos.

La tragedia se abatió con especial ímpetu sobre Nueva Orleáns – la única ciudad de estados Unidos ubicada bajo el nivel del mar, defendida sólo por un sistema de diques, que colapsó debido a la violencia de los elementos. El agua dejó el 85% de la ciudad bajo metros de agua – hasta siete metros en las zonas más bajas. Con los sistemas de agua, luz y demás servicios básicos cortados, la ciudad fue presa del caos y el vandalismo, aun ante las mismas cámaras de la televisión.

La crisis se agravó debido a la tardanza con que los organismos de ayuda reaccionaron. La polémica acerca de los motivos de la demora –negligencia, razones políticas, sociales y raciales– ha llenado las páginas de los periódicos, pero sobre todo ha dejado al descubierto, según algunos, «las profundas divisiones sociales de la nación».

Una ciudad muy particular

La ciudad de Nueva Orleáns es (o era) la menos «norteamericana» de todas las ciudades estadounidenses, debido a que en su larga historia están presentes otras naciones e influencias. Fundada por los franceses en 1718, colonizada por los españoles, y fuertemente influida por los esclavos negros, pasó a manos de Estados Unidos por una negociación entre la Francia de Napoleón y Estados Unidos sólo en 1803. Desde entonces ha recibido, además, el fuerte influjo de los pueblos caribeños, especialmente en lo relativo a su música y creencias. Nueva Orleáns ha sido una verdadera mezcla de idiomas, razas, religiones, y costumbres no sajonas. Es una de las ciudades con mayor población negra (dos tercios), y a la vez con los mayores índices de pobreza, analfabetismo y criminalidad.

Pero lo verdaderamente característico de Nueva Orleáns es su forma de vida, una ciudad placentera, carnavalesca y musicalizada (es considerada «la cuna del Jazz»). Nueva Orleáns era llamada por los norteamericanos «The Big Easy» («La Gran Relajada»), y su lema era (en francés) «Laissez les bons temps rouler» (Deja que los buenos tiempos rueden). Cada año se realizan unos siete carnavales y festivales de gran envergadura, que atraen turistas de todo el mundo, en que no sólo participa la ciudad, sino más de ochenta pueblos y ciudades de todo Lousiana. La mayor de las fiestas era el «Mardi Gras», equivalente al Carnaval de Río de Janeiro, y que contaba con más de 60 fastuosos desfiles. Alguien escribió, antes de la tragedia: «Los habitantes de Nueva Orleáns son adoradores del placer y la diversión. Le rinden culto a la vida y a todo lo bueno que les da».1

Un contexto mayor

Tal vez lo que más ha conmocionado a los analistas de la tragedia de Nueva Orleáns, es que ésta se pudo haber evitado. La Scientific American, en octubre de 2001 había advertido: «Un huracán enorme podría inundar Nueva Orleáns bajo seis metros de agua, matando a miles de personas. Las actividades humanas cerca del río Mississippi han aumentado dramáticamente el riesgo, y únicamente una reingeniería masiva de la zona sudeste de Louisiana podría salvar la ciudad». La advertencia no fue atendida.

Los más, evalúan esta tragedia en el contexto de una tendencia mundial que se está observando, y que tiene un denominador común: el cambio climático denominado calentamiento global. Bajo este denominador común se pueden explicar fenómenos climáticos sorprendentes, como la inusual nevada en Los Ángeles (USA) a comienzos de año; los vientos de 200 kilómetros por hora que azotaron Escandinavia, Irlanda y Gran Bretaña; la grave sequía en el Medio Oeste norteamericano, que redujo los niveles de agua del río Missouri a mínimos históricos; la peor sequía registrada en España y Portugal; los bajísimos niveles de agua en Francia; y la ola de calor de 43 grados en Arizona, que acabó con la vida de más de 30 personas. Es que, a medida que la atmósfera se calienta, genera sequías más prolongadas, lluvias más intensas, olas de calor más frecuentes y tormentas más rigurosas.

Un estudio publicado por la revista Nature destaca que el poder acumulado de huracanes se ha más que duplicado en los últimos 30 años. Kerry Emanuel, climatólogo en el Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT), escribe: «Mis resultados sugieren que el cambio climático puede influir en el ciclón tropical, en una tendencia ascendente, en un aumento de su potencial destructivo y –teniendo en cuenta una población costera creciente– de pérdidas relacionadas con el huracán en el siglo XXI».2

Ahora, ¿qué es lo que causa el calentamiento global?

El calentamiento global es el fruto de una serie de acciones atmosféricas, cuyo detonante es el hombre. La causa primera es la producción de CO2 (residuo de toda combustión de hidrocarburos), la cual produce un efecto invernadero. Ese efecto invernadero altera el clima y produce calor. Se teme que, en un mediano plazo, el calor evaporará el agua dulce, fundirá los casquetes polares, de modo que toda el agua del planeta se convierta en agua de mar no potable para los humanos, los animales y las plantas terrestres.

Pero ¿cómo frenar esta carrera de calentamiento ascendente? La solución es simple: dejar de quemar hidrocarburos. Pero esto, de verdad, no es tan fácil de llevarlo a cabo. Implicaría, en primer lugar, dejar de utilizar el petróleo y sus derivados, y resucitar el uso de fuentes de energía renovables, como el agua, el aire, el sol (y el átomo, si se usa bien).

Como bien se puede suponer, esto traería una serie de cambios económicos y sociales drásticos, que en este momento probablemente ningún país está dispuesto a suscribir. Porque ningún gobierno, elegido con el voto popular, quiere someter a sus electores a una serie de sacrificios e incomodidades que pueden dar vuelta una próxima elección.

Desde hace un buen tiempo, los científicos han estado alertando a los gobiernos acerca de este peligro. El experto en ciencia y economía, Jeremy Rifkin, hace un ‘mea culpa’ colectivo al decir: «Los científicos llevan años advirtiéndonos. Nos dijeron que vigiláramos el Caribe, donde es probable que aparezcan los primeros efectos dramáticos del cambio climático en forma de huracanes más rigurosos e incluso catastróficos (…) El Katrina no es sólo una cuestión de mala suerte, el embate ocasional y por sorpresa de la naturaleza contra una humanidad desprevenida. No se equivoquen. Nosotros hemos creado esta tormenta monstruosa. Conocíamos el impacto potencialmente devastador del calentamiento global desde hace casi una generación.

Aun así, pisamos el acelerador, como si nos importara un bledo. ¿Qué esperábamos? El 25% de los vehículos estadounidenses son utilitarios deportivos, todos ellos con motores mortíferos que arrojan cantidades récord de CO2 a la atmósfera de la Tierra. ¿Cómo explicar a nuestros hijos que los estadounidenses representan menos de un 5% de la población mundial, pero que devoran más de una cuarta parte de la energía de combustibles fósiles producida anualmente? ¿Cómo decir a los apesadumbrados familiares de las víctimas que han perdido la vida en el huracán que hemos sido demasiado egoístas como para permitir tan siquiera un modesto impuesto adicional de tres céntimos por cada cuatro litros de gasolina para fomentar el ahorro de energía? Y cuando nuestros vecinos europeos y de todo el mundo pregunten por qué la ciudadanía estadounidense estaba tan poco dispuesta a convertir el calentamiento global en una prioridad mediante su firma del Tratado de Kioto sobre el cambio climático, ¿qué les diremos?».3

Sin embargo, los intereses creados son tan fuertes, que los gobiernos han oído más bien a quienes minimizan estos fenómenos –unos pocos científicos asociados a compañías petroleras, que a la comunidad científica mundial– más de 2.000 científicos procedentes de 100 países que informan permanentemente a las Naciones Unidas. «En 1995 –denuncia Ross Gelbspan– los servicios públicos de Minnesota descubrieron que la industria del carbón había pagado más de 800 millones de euros a cuatro científicos que mostraban públicamente su disconformidad con el calentamiento global. Y ExxonMobil ha gastado más de 10 millones de euros desde 1998 en una campaña de relaciones públicas y cabildeo contra el calentamiento global. En 2000, los magnates del petróleo y el carbón se apuntaron su mayor victoria electoral hasta la fecha cuando el presidente George W. Bush salió elegido y a renglón seguido aceptó las insinuaciones del sector respecto a su política climática y energética».4

«El cambio climático no debería de ser una preocupación exclusiva de la ciencia –escribe por su parte Miguel Boyer Arnedo–. Es un problema social, económico y político. Pero como se desarrolla en una escala temporal mayor que la que resulta intuitivamente perceptible, la sociedad en su conjunto se está desentendiendo, como si no fuese a ocurrir, o como si fuera decente dejar que se ocupen los demás en el futuro».5

El desenlace final, la gran hecatombe, podría producirse, según muchos piensan, de aquí a 20 ó 30 años más, a lo mucho.

Nuestro comentario

No podemos hablar de esto livia-namente. No podemos tornarnos en jueces de los que hoy están sufriendo bajo las calamidades que han sobrevenido. Tampoco somos jueces de los gobernantes que hoy están sometidos a gigantescas presiones. Que Dios tenga misericordia de todos nosotros, pues como el Señor dijo: «Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente» (Lc. 13:3). Sin embargo, también tenemos que ser atalayas, y librar así nuestra responsabilidad delante de Dios.

Respecto de esto, las advertencias de la ciencia parecen estar en lo cierto, los hechos lo están demostrando. Bueno sería que los gobiernos atendieran a sus palabras, y se tomasen las medidas que el buen juicio aconseja. Sin embargo, los mismos gobernantes están limitados por el sistema de que forman parte, y ellos mismos son impotentes de ofrecer soluciones fáciles. Por el cariz que están tomando las cosas, y por el propio testimonio de las Sagradas Escrituras, parece que esto no va a terminar bien para la humanidad. Los más pesimistas pronósticos se van a cumplir. Sin embargo, lo que la ciencia está advirtiendo hoy, la Biblia lo predijo mucho antes: «…y habrá pestes, y hambres; y terremotos en diferentes lugares» (Mt. 24:7). «…y habrá terremotos en muchos lugares, y habrá hambres y alborotos; principios de dolores son estos» (Mr. 13:8). «Y habrá grandes terremotos, y en diferentes lugares hambres y pestilencias; y habrá terror y grandes señales del cielo» (Lc. 21:11). En pocas palabras, el Señor dijo verdades que pesan mucho. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán».

Por lo demás, profetas contemporáneos, como David Wilkerson, han advertido claramente esto: «Veo muy claramente que está a punto de ocurrir una intervención divina en todo el mundo –escribía en 1973–. Sería mejor que este mundo se preparara para afrontar los cambios de tiempo que no puedan ser explicados por ninguna otra palabra sino por «sobrenatural». El mundo está a punto de presenciar el comienzo de grandes desgracias causadas por las más drásticas variaciones atmosféricas, terremotos, inundaciones y terribles calamidades de la historia – que sobrepasarán en mucho cualquier cosa jamás experimentada hasta aquí (…) Más de una tercera parte de los Estados Unidos será declarada zona de desastre dentro de unos pocos años. Los hombres se dirán que la naturaleza «está fuera de control» (…) El tiempo se tornará gradualmente más difícil de pronosticar. Aparecerán repentinas tormentas sin previa advertencia. Olas de frío que batirán récords se afirmarán sobre las regiones más meridionales, y zonas del norte experimentarán olas de calor que superarán marcas».

«La gente juiciosa –continúa Wilkerson– tendrá dentro de sí un conocimiento innato de que Dios está detrás de estos extraños eventos y está desatando la furia de la naturaleza para forzar a los hombres a una disposición de ánimo, en la cual se interesen por los valores eternos. Estas violentas reacciones de la naturaleza estarán claramente concertadas por Dios para prevenir a la humanidad acerca de los días de ira y de juicio que vienen. Es casi como si todo el cielo estuviera exclamando: «Oh, Tierra, presta atención a su llamamiento. Él sostiene los pilares de la Tierra en sus manos. Sacudirá la Tierra hasta que su voz sea escuchada. Él domina como Rey de la inundación y Señor de los vientos y las lluvias».6

¿Cuál es el siguiente?

La lista de tragedias naturales ha continuado después del Katrina. Unos pocos días después vino el huracán Rita, y ahora recientemente, poco antes de cerrar nuestra edición, un violento terremoto azotó Pakistán, con un saldo estimativo de 30.000 muertos. Con incertidumbre y temor, muchos se están preguntando «¿Cuál será el próximo?».

Rogamos al Señor que Su voz, que se escucha claramente detrás de cada tragedia, alerte a los hombres y mujeres sinceros, para que estén debidamente preparados. En los días que vienen, la fe de muchos va a ser severamente probada.

1 Cristian Calomarde, en «Nueva Orleáns, la hija más intensa del Mississippi».
2 En «Desastre poco natural en Nueva Orleáns, 31/08/2005, en www.greenpeace.org
3 «El calentamiento global azota Nueva Orleáns», en «El País» (España), 15/09/2005.
4 En «Katrina y el cambio climático», «El País», 03/09/2005.
5 Diario «El País», 21/09/2005. 6 En «La Visión».