Y él os dio vida a vosotros … todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne y de los pensamientos…».

– Efesios 2:1, 3.

Es maravilloso percibir que cuando el Señor, por su Espíritu, hizo morada en nosotros, él cambió por completo nuestra vida. No es que él ahora tome nuestra vieja naturaleza –que es y será siempre pecadora– y empiece a reformarla como quien organiza un aposento en desorden, sino que él cambia nuestra vida por la suya. Ahora en nuestro espíritu hay otra Vida; ahora en nuestro espíritu hay Alguien: el Espíritu mismo, que da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios.

Al comienzo de nuestra carrera santa, es natural que dudemos si realmente nuestra vieja vida fue cambiada por la de él. Nuestras dudas surgen porque aún percibimos en nuestros miembros la ley del pecado: que el mal está en nosotros. Sí, incluso después de que el Espíritu nos tomó como su morada, la ley del pecado continúa en nuestros miembros. ¿Dónde, entonces, ocurre el cambio en nosotros después de confesar con nuestra boca que Jesús es el Señor?

¡Damos gracias a Dios por su Palabra, siempre tan perfecta! En la Epístola a los Romanos encontramos una respuesta para esa pregunta: «Pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente…» (Rom. 7:23). O sea, hay ahora una nueva ley en nuestra mente, que aborrece el pecado. El testimonio interno de nuestra conversión no es la ausencia de la ley del pecado en nuestros miembros, sino la presencia de una nueva ley en nuestra mente.

Todos nosotros podemos decir que, antes que el Señor nos diera vida, vivíamos en los deseos de nuestra carne y de los pensamientos. Nuestro deseo (consciente o inconsciente) era hacer la voluntad de nuestra carne y de nuestros pensamientos. Éramos esclavos. ¡Mas, gracias a Dios por Jesucristo Señor nuestro! Ahora su Espíritu mora en nosotros y hay una nueva ley. Ya no deseamos más pecar, sino deseamos conocer y obedecer la santa voluntad de Dios. Ya no queremos ser y caminar como insensatos, sino queremos conocer cuál es la voluntad del Señor.

Es cierto que hay aspectos particulares de la voluntad de Dios para cada uno de sus hijos, pero también es verdad que existen aspectos generales de la voluntad de Dios que se aplican a todos sus hijos. «Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación» (1 Tes. 4:3). Estas palabras, que fueron proferidas para un grupo de cristianos jóvenes en el Señor, son verdaderas y aplicables a todos los hijos de Dios.

Todos aquellos que verdaderamente han nacido de nuevo pueden testificar que, a pesar de que la ley del pecado aún está en sus miembros, existe una nueva ley en ellos. En ellos hay un fuerte deseo de conocer y cumplir la voluntad de Dios. Conocer la voluntad de Dios y aprender que solamente la vida y el poder de Cristo en nosotros pueden cumplir perfectamente esa voluntad, es la obra de una vida entera. Y esta larga jornada empieza con el conocimiento de un aspecto simple, pero fundamental, de la voluntad de Dios: nuestra santificación.

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