El pasaje de 1 Reyes 17:18-24 nos habla del profeta Elías siendo enviado por Dios a una viuda de Sarepta. Sarepta significa ‘la casa del orfebre’. Es muy interesante. El Señor muestra preciosidades de su divinidad en este texto, con el sentido de purificar y moldear a su iglesia como un candelero.

El profeta es enviado a Sidón, una tierra gentil, que somos nosotros; él es figura de Cristo, y la viuda es figura de la iglesia. Luego lo vemos pidiendo que primero le sea dado a él: “Hazme a mí primero… una pequeña torta” (v. 13). Vemos este principio en toda la Escritura, sea de una viuda pobre (Mar. 12:42-43), o de un joven rico (Mat. 19:16-22). El siervo siempre debe dar primero a su Señor, y después puede sentarse él a comer. De esta manera, en la casa del Señor, el siervo nunca pasará necesidad (Luc. 17:7-9).

El Señor pide que primero le sea dado a él, no porque espere algo de nosotros, sino para quitar lo nuestro, aquello en lo cual ponemos nuestra confianza y que aun es nuestra seguridad, para darnos de Sí mismo (Luc. 9:23-24). ¿Quién es el Pan de vida, sino el Señor mismo? El pan de nosotros es perecible, mas el Pan que descendió del cielo es alimento eterno.

Pero aquí también hay una enseñanza. Dice el versículo 12 que ella también quería comer y luego morir. ¿Por qué entonces, cuando su hijo murió, ella se angustió y reclamó al profeta? ¿No estaba dispuesta a morir? Es así como consideramos la operación de la muerte en nosotros. Predicamos sobre la cruz y su obra en nosotros, de la muerte del yo; pero, cuando viene como disciplina para nuestra santificación, nos quejamos (Prov. 3:11-12).

Cuando la cruz opera en nosotros, también decimos como la viuda: “¿Has venido a mí para traer a memoria mis iniquidades?”. Vemos que duele demasiado, y preguntamos: ¿Por qué a mí? ¿Cuál ha sido mi pecado? Pero algo glorioso ocurrió con aquella mujer. Cuando lo perdió todo, ella pudo experimentar la vida de resurrección. Estamos sufriendo pérdida de lo viejo, para ser revestidos de lo nuevo; purificando aquello que es temporal, para que ganemos aquello que es eterno y mucho más glorioso (2 Cor. 4:16-18).

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