Hay un trono inconmovible establecido en el cielo, desde el cual nuestro caminar y servicio es continuamente evaluado.

El apóstol Juan nos escribe por orden expresa del Cristo glorioso, con quien tuvo el exquisito privilegio de encontrarse en su exilio en la isla de Patmos.

Juan dice que él estaba en Espíritu cuando oyó la voz como de trompeta en el capítulo 1, y aquí en el capítulo 4:2, vuelve a decir lo mismo. Esto nos enseña que también nosotros hemos de estar en el mismo Espíritu Santo para poder comprender algo de estas cosas celestiales, las cuales sería imposible de sondear con los limitados recursos de la inteligencia humana. Por tanto, nos encomendamos al Señor para que él mismo nos ilumine.

Experiencias en el Antiguo Pacto

El Antiguo Testamento registra una gran cantidad de experiencias de hombres que tuvieron un encuentro personal con Dios, ya sea en su trono de gloria o en otra forma. Tal experiencia, sin duda, transformó sus vidas para siempre. Es el caso, por ejemplo, de Abraham y las visitas celestiales (Gen.14:17-20 y 17:1-8), de Jacob en Bet-El y en Peniel (Gen.28:10-22 y 32:24-31), de Moisés en Madián frente a la zarza (Ex. 3:1-10), y de Josué frente al Varón con la espada desenvainada (Jos.5:13-15). Los casos abundan, pero la experiencia de Isaías es singular.

“En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime…” (Is. 6:1-7). Aquí no se especifica que se trate de un sueño, de una voz mística proveniente de una zarza o algo parecido. Simplemente se relata que fue una experiencia espantosa y traumática para el profeta. Éste exclama con desesperación un ¡Ay de mí!, y se considera ‘a priori’ hombre muerto a causa de la visión tan terrible: ¡Un hombre pecador se ve enfrentado intempestivamente al Dios único y verdadero tres veces santo!… Isaías finalmente se salva gracias a que la solución vino de Dios mismo a través de un serafín.

El trono, hoy

La palabra de Apocalipsis citada al principio nos habla de “un trono establecido en el cielo”. Convengamos que no hay dos ni más tronos: hay un solo trono eterno e inconmovible establecido en cielo, y en tal trono se sienta el único Dios verdadero, el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Entonces, ¡el trono que vio Isaías es el mismo que vio Juan! Sólo que hay un contraste muy grande entre la reacción del profeta y la del apóstol.

Mientras el primero cae en un estado de desesperación, el segundo se ve tan sereno, tan seguro y confiado, como si fuese lo más normal que un hombre vea, oiga, admire y alabe a su Dios sentado en su glorioso trono. Comprendamos la situación del profeta Isaías. Lejano aún en el tiempo del desarrollo del propósito de Dios en cuanto a la redención, viene a ser, por un instante, figura de un pecador sin arrepentimiento, asociado además a una generación inmunda ante los ojos de Dios.

En cuanto a Juan, consideremos las experiencias previas a ésta. Él conoció a Jesús en los días de su carne, le siguió desde el primer encuentro hasta estar con él al pie de la cruz; mas aun, fue testigo de la tumba vacía, y pudo palpar a su Señor resucitado; recibió el fuego del Espíritu Santo el día de Pentecostés; vivió el génesis de la iglesia en Jerusalén y sirvió fielmente junto al resto de los apóstoles hasta ser perseguido y exiliado por su fe. Ahora, cuando vuelve a ver al “Hijo del Hombre” en Apocalipsis 1, si bien cae como muerto a sus pies, no es porque se sienta un inmundo pecador, sino que es por el incontenible asombro de ver otra vez con sus propios ojos a Aquél en cuyo pecho se había recostado tantas veces. Desde el día de Su ascensión en el Monte de los Olivos que no oía su dulce voz ni su amorosas manos lo habían palpado. La emoción es absolutamente incontenible. Ante esos ojos, ahora como llama de fuego, ante esos pies, esa voz, en fin, ante tanta gloria, sencillamente cae a sus pies como muerto.

Ahora, como le vemos en Apocalipsis 4 y en el resto del libro, Juan puede ser llevado a ver y a describir “Al que está sentado en trono” y toda la gloria que le circunda, sin que se desplome ante tal visión.

Una palabra para nosotros

¿Qué significan estas cosas o qué quiere hablarnos el Señor a través de esto? Nosotros que estamos aun en las limitaciones de este cuerpo físico, rodeados de un mundo incrédulo y de una cristiandad tibia y claudicante, ¡jamás perdamos la visión del trono de nuestro Dios!

Recordemos que tal trono continúa establecido en el cielo, y no será removido jamás. “Jehová estableció en los cielos su trono y su reino domina sobre todos” (Sal. 103-19), “Tu trono, oh Dios, es eterno” (Sal. 45-6), “Firme es tu trono, desde entonces, tú eres eternamente” (Sal. 93-2) . Todo juicio que venga sobre la tierra, tiene que decidirse en este trono. Allí se tomó un día la decisión de crear todo cuanto existe y allí también se decidió la salvación. Hasta allí también ascendió el Señor resucitado, luego de haber consumado su obra, allí volvió a ocupar el lugar que compartía junto al Padre desde antes de la fundación del mundo. Hoy, en Apocalipsis 5:6, le vemos en medio del trono, como un Cordero inmolado. Todo nuestro caminar y servicio es evaluado continuamente en este trono. Agar se refirió a Dios como “El Viviente que me ve”, el día que fue atendida su angustia (Gen.16:13-14). El Señor nos ve, hermanos. Él sabe cuándo le buscamos (Sal.14:2), y si le servimos de corazón y le invocamos de veras. Dios no puede ser burlado.

La humanidad frente al trono

En nuestros días, los hombres viven con una indiferencia culpable respecto a la autoridad de Dios, ¡como si nunca fueran a enfrentarse cara a cara con él!

En Apocalipsis 6:12-17 se describe un acontecimiento que está por ocurrir: los personajes más importantes de la tierra se esconden en las cuevas y claman a las peñas y a los montes para que caigan sobre ellos y los escondan ¡del rostro de aquel que esta sentado en el trono!. La hora de la verdad llegará más temprano que tarde, entonces todos cuantos ignoraron voluntariamente (2 Ped. 3:5) el poder y la Deidad del que vive por los siglos de los siglos, se verán enfrentados con el trono mismo de Dios y no podrán resistir la gloria de su rostro.

Hoy todavía tienen libertad los rebeldes, los incrédulos, los gnósticos, los humanistas, cuya religión no es más que la exaltación del hombre, y que han decidido honrar las criaturas despreciando a su Creador (Rom.1:25), pero… (¡cuán terrible es este “pero”!) pronto todos estos “líderes de opinión” que llenan las portadas de la prensa y que son aclamados por las multitudes, todos los famosos de nuestro tiempo, todos, ¡todos cuantos hayan rechazado la salvación que Dios les ha ofrecido gratuitamente en Cristo clamarán a gran voz a los montes y a las peñas para que ellos los cubran!; para entonces ya no habrá lugar para el arrepentimiento, sino sólo una horrenda expectación de juicio (Heb. 10:27). ¡Si hay algo imposible en nuestro universo, es pretender escapar impunemente después de haber despreciado la autoridad y la salvación del que está sentado en aquel trono!

Pasemos ahora a considerar la multitud de Apocalipsis 7:9. Ellos también están delante del trono y en la presencia del Cordero, pero al revés de la multitud antes mencionada, éstos están llenos de gozo. En vez de espanto tienen una confianza muy grande, tienen palmas en las manos y una alabanza proclamada a gran voz. No huyen avergonzados, más bien celebran una salvación eterna concedida por gracia, en base a la sangre del Cordero. Estos no despreciaron al Crucificado, no se burlaron del evangelio, ¡lo creyeron! ¿Lo ha creído usted?, ¿Se ha confesado pecador indigno de estar cerca del Señor?, ¿Se ha arrepentido de sus pecados?, ¿Ha recibido a Cristo en su corazón? Si su respuesta es afirmativa, entonces usted pertenece a esta multitud y nada tiene que temer para cuando llegue el día de enfrentarse con el trono de nuestro Dios y Padre.

Cristo en el trono y en nosotros

Mucho hemos enfatizado la preciosa verdad de Cristo revelado en nuestros corazones (Col.1:27; Gal.1:16; 2:20; Ef.3:17; etc.) y seguiremos valorando esto como un gran tesoro. Hemos visto que toda esperanza de agradar al Señor que nos salvó depende de que esto sea una experiencia real en cada creyente, el cual aprende así a vivir en Cristo y por Cristo en todo su peregrinar terrenal. Sin embargo, a causa de nuestra humana debilidad suele darse el caso de que un hermano descuida su comunión con el Señor, se vuelve perezoso y negligente, contrista al Espíritu Santo en su corazón, y, por tanto, su vida y su servicio al Señor terminan en un vergonzoso fracaso.

Ante tal posibilidad, es imprescindible que los creyentes nunca perdamos la visión del trono de Dios. Si bien nuestro corazón es engañoso (Jer.17:9-10), sepamos muy bien que el trono de Dios es inconmovible. En la tierra las cosas pueden variar, las dudas pueden asaltar nuestra alma, nuestras emociones nos pueden traicionar, pero en el trono de Dios no hay mudanza ni sombra de variación (Stgo.1:17). Todas las cosas están desnudas y abiertas o los ojos de Aquél a quien tenemos que dar cuenta (Heb.4:13).

Una palabra de consuelo

Apocalipsis 22:1-5 nos muestra una escena en extremo consoladora con respecto al trono de Dios y del Cordero. Dice que “sus siervos le servirán, y verán su rostro”… Sin espanto, sin juicios, sin temor alguno, sino con un gozo inefable y glorioso. La expectativa de contemplar el rostro de nuestro Bienamado nos emociona hasta las lágrimas. Éste será nuestro premio, nuestro supremo galardón. Esta es la indescriptible gloria que les espera a quienes a tiempo se han puesto a cuentas con el Señor, le han entregado su corazón, le sirven, le aman y esperan su venida. Toda tribulación habrá acabado. El camino que débilmente iniciamos el día que nos convertimos a Cristo tiene aquí su meta. Entonces diremos que valió la pena vivir, trabajar, sufrir y aun morir por Cristo. Sepámoslo bien, enfaticemos esto con la mayor energía: ¡Allí no seremos defraudados jamás!

Vivamos hoy de cara al trono de nuestro amado Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, aunque aun le veamos oscuramente (1Cor. 13:12), acerquémonos confiadamente al trono de la gracia. Bendito sea el Nombre de nuestro Señor que esto podemos hacerlo desde ya, continuamente, sin restricción alguna, y que siendo este trono el mismo que vio Isaías, y el mismo que se describe de distintas maneras en Apocalipsis, para nosotros, los que estamos en Cristo, es el “trono de la gracia”. Allí podemos acudir confiadamente, sin temor alguno, y encontrar siempre la misericordia que nos levanta y la gracia que nos capacita para andar como es digno de la vocación con que fuimos llamados (Heb.4:16; Ef.4:1).

Estimado lector: ¿Te sientes lejos y quieres volverte al Señor? ¿Necesitas venir de nuevo a la Fuente? ¡Reconciliémonos ahora con el Señor que está sentado en su trono alto y sublime! Él no rechazará al corazón contrito y humillado.