Las cosas de Dios solo pueden ser comprendidas espiritualmente. El hombre entiende las cosas del hombre, pero no las cosas de Dios. Las cosas de Dios nadie las comprende sino por el Espíritu de Dios (1 Cor. 2:11).

Cuando tratamos de entender las cosas de Dios sin la revelación del Espíritu de Dios, caemos en gran confusión. La mente humana es muy prodigiosa, y la carne muy efectiva. Y se vuelve aún más peligrosa cuando logramos agrupar a varias personas en torno a un mismo parecer. Esta es la unidad hecha por el hombre, la cual Dios desaprueba.

Un testimonio de eso es la torre de Babel. Ellos dijeron: «Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra» (Gén. 11:4). Esta fue una tentativa de unidad hecha por el hombre, y que Dios destruyó. Sea en torno a un nombre, a una doctrina, a una supuesta visión o cosa parecida, todo intento del hombre de crear una unidad será destruida por Dios. Si el hombre quiere promover cualquier unidad, estará compitiendo con la unidad hecha por Cristo. Aquélla será una Babel, una Babilonia.

La única unidad que Dios aprueba es la que Jesús realizó en la cruz: «Y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn. 11:52), y que ahora es sostenida por su Espíritu: «Porque por un solo Espíritu fuimos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu» (1 Cor. 12:13).

En su cuerpo, allí en la cruz, él deshizo toda enemistad, haciendo la paz (Ef. 2:15). Nos reconcilió con Dios y nos hizo uno con él y con todos los hermanos. Un solo rebaño y un solo pastor.

Dios cumplió en Cristo su promesa: «Porque así ha dicho Jehová el Señor: He aquí yo, yo mismo iré a buscar mis ovejas, y las reconoceré. Como reconoce su rebaño el pastor el día que está en medio de sus ovejas esparcidas, así reconoceré mis ovejas, y las libraré de todos los lugares en que fueron esparcidas el día del nublado y de la oscuridad. Y yo las sacaré de los pueblos, y las juntaré de las tierras; las traeré a su propia tierra, y las apacentaré en los montes de Israel, por las riberas, y en todos los lugares habitados del país» (Ez. 34:11-13).

Cualquier unidad que no sea la de nuestro Señor Jesús estará compitiendo con Su gloria: «La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno» (Jn. 17:22). No debemos promover ningún tipo de unidad, solamente guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad (Ef. 4:2-3). Esa es la unidad que ya fue hecha por Jesús. Si no guardamos ésta, entonces nosotros estaremos promoviendo la división. Una división contra su unidad, una obra de la carne, sensual, sin nada del Espíritu: «Estos son los que causan divisiones, los sensuales, que no tienen al Espíritu» (Jud. 1:19). Que el Señor abra los ojos de nuestro entendimiento y nos libre de cometer tal pecado.

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