Un análisis de la unidad de la iglesia local a la luz de 1ª Corintios.

Lecturas: 1ª Corintios 1:12-13; 3:21-23.

La iglesia en Corinto tuvo un comienzo providencial y aun romántico. Enviado en una comisión divina a Grecia, el apóstol Pablo había predicado el evangelio en Filipos, Tesalónica, Berea y Atenas en medio de mucha persecución, y había llegado finalmente a Corinto, gran metrópoli de comercio y cultura.

Su obra al principio fue estorbada por los judíos, y parece que escribió a sus amigos de Tesalónica que orasen por él y para que la palabra de Dios tuviera libre entrada y fuera glorificada en aquel campo difícil (2 Tes. 3:1). La oración recibió su respuesta de manera singular.

Los judíos se le opusieron tan poderosamente, que al fin los dejó y se dedicó a trabajar entre los gentiles; comenzó su obra en la casa de uno llamado Justo, cuya habitación estaba junto a la sinagoga de los judíos. Allí fue derramado el Espíritu y muchos de los corintios creyeron, contándose entre ellos Crispo, principal de la sinagoga. Entonces Dios habló a Pablo, en una visión, diciendo: «No temas, sino habla, y no calles; porque yo soy contigo, y ninguno pondrá sobre ti la mano para hacerte mal; porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad». Todo esto se cumplió en la experiencia inmediata del apóstol, y durante año y medio continuó predicando el evangelio entre ellos.

Los judíos trataron por segunda vez de destruir su obra. Cuando llegó Galión, el nuevo gobernador romano, ellos presentaron una acusación contra Pablo y esperaban sacar ventaja de la ignorancia de Galión; pero con verdadera indiferencia romana éste rehusó escuchar querellas teológicas, y, sin que Pablo fuera oído, la acusación fue anulada y sus acusadores echados fuera. Los griegos, creyendo agradar al acusado, golpearon a un principal de la sinagoga, llamado Sóstenes.

Parece que éste mismo se convirtió más tarde, pues cuando Pablo escribió esta carta a la iglesia de Corinto nombró en el prefacio a un Sóstenes como su colaborador. En verdad, éste sería un caso de retribución divina: que Sóstenes se hubiera convertido de enemigo en hermano del apóstol cuya destrucción había procurado, y también en colaborador suyo en el cuidado de la iglesia en Corinto.

Podemos deducir de modo satisfactorio las condiciones de esta iglesia por el tenor de la epístola citada: se hallaba en medio de un centro de riqueza y cultura. Parece que su cultura intelectual era mayor que su cultura espiritual, resultando de esto, envidia y sectarismo, lo que atrajo de parte del apóstol una administración firme, aunque cariñosa, en medio de la cual hizo aquella descripción sublime del amor divino: (1ª Co. 13).

Haremos notar en seguida algunas de las cualidades de la iglesia en sus miembros y dones espirituales y en particular en lo que hace referencia a su unidad.

Los miembros de la iglesia

Se habla de ellos como «santificados en Cristo Jesús». Esto sin duda tiene referencia a nuestra posición en Jesucristo como suyos, apartados del mundo y santificados en su redención. Todo creyente que ha aceptado a Cristo es conocido por el Padre como uno con Cristo en toda la plenitud de su gracia. Cuando aceptamos a Cristo por un acto de fe, lo aceptamos en toda su plenitud y él nos acepta a nosotros como unos con él, aún en las gracias que todavía no hemos experimentado.

Desde luego somos contados por Dios no solamente como crucificados con Cristo, sino también como resucitados con él y sentados con él en los lugares celestiales.

Todo esto no ha entrado en nuestra experiencia actual; pero todo nos pertenece por nuestra redención y unión con Cristo, nuestra cabeza glorificada, y por esto nos llama «santificados en Cristo Jesús».

En segundo lugar, los cristianos son conocidos como «llamados santos». Hemos de entrar personal y experimentalmente a poseer todo lo que nos pertenece en Cristo. Debemos ser santos en nuestros corazones y vidas para alcanzar aquello para lo cual hemos sido alcanzados por Cristo.

Imaginemos un minero que ha hallado un trozo de mineral abundante en oro, pero mezclado con sustancias inferiores. Lo lleva a un ensayador y lo ofrece en venta. El comprador lo examina y reconoce la mezcla, pero conociendo también su gran valía lo compra en algunos cientos de pesos. En seguida lo tritura, lo disuelve, lo refina y, por fin, resulta una barra cuyo valor es el quíntuple del que pagó. El oro estaba allí, no habiendo aumentado por la operación indicada, pero era necesario purificarlo para su aprovechamiento.

Esta referencia ilustra las dos operaciones del Espíritu en el alma: salvación y santificación, es decir, nuestra aceptación en Jesucristo y nuestra consiguiente transformación a su imagen. Puesto que hemos sido aceptos en él, debemos seguir adelante, a la santificación. Este es nuestro alto llamamiento en Cristo: «llamados a ser santos».

En tercer lugar, hay todavía otra cláusula que se refiere a cierta clase de adoradores a quienes el apóstol reconoce, diciendo: «con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro». Excluido es aquí el espíritu sectario. No hay lugar en el corazón del gran apóstol para denominacionalismo o fanatismo de ninguna especie. La comunión cristiana, por la naturaleza del reino de Dios, debe ser tan amplia y universal como la casa de la fe; porque Cristo y su Iglesia son un cuerpo y si alguien se separa, se separa de Cristo.

Los dones y gracias de la iglesia

El apóstol habló en términos elogiosos de los dones de la iglesia en Corinto, la cual había recibido mucho de los dones del Espíritu, y así les describe: «Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros, por la gracia de Dios que os fue dada en Cristo Jesús; porque en todas las cosas fuisteis enriquecidos en él, en toda palabra y en toda ciencia; así como el testimonio acerca de Cristo ha sido confirmado en vosotros, de tal manera que nada os falta en ningún don, esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo». Sus reuniones eran favorecidas del Señor en diferentes formas.

Su concepción de la verdad era clara, fresca y eficaz. Los dones de lenguas y de sanidades eran notorios a todos, y era conocida entre las demás iglesias por el número y poder de estos mismos dones. Sus creencias en la segunda venida del Señor no eran incorrectas. No estaban entregados a este mundo, sino que esperaban la venida del Señor, y el apóstol estaba persuadido de que Dios los guardaría firmes hasta el fin y que estarían presentes sin falta en el día del Señor.

Todo esto es digno de gran alabanza y si nosotros hubiéramos podido visitar aquella iglesia habríamos recibido muy buena impresión de su prosperidad, conocimiento, poder y testimonio en el servicio de Cristo.

Su falta de unidad

No obstante todo esto, había una gran falta y culpabilidad en la Iglesia, que llenó de tristeza y ansiedad el corazón del gran apóstol. La unidad de la iglesia es parte esencial de su constitución en el cuerpo de Cristo. Así como el cuerpo humano no puede ser dividido sin exponerlo a muerte, todo cisma y soberbia es fatal para la vida del cuerpo de Cristo. El sistema de las denominaciones es esencialmente humano y contrario a la voluntad de nuestra Cabeza. Un principio doctrinal no tiene importancia suficiente como para suplantar el nombre del Señor, que es el solo nombre que debe regir en su Iglesia. El hecho de que Dios haya usado una iglesia dividida no es razón para creer que él apruebe su división.

Hay, sin embargo, un mal mayor que el de las denominaciones, y es el que dentro de la misma denominación o congregación, hay frecuentemente disensiones y divisiones mayores que las existentes entre las iglesias y sectas. La unidad de la iglesia es destruida no sólo por cismas y por el espíritu sectario, sino también por envidias secretas, celos y contiendas entre el pueblo del Señor, que acusan falta de amor, que es la gracia suprema del cristianismo.

Una de las causas de todo esto en la Iglesia es la falta de santificación individual de sus miembros, pues los males apuntados provienen de la naturaleza vieja y pecaminosa, como el apóstol escribió a los corintios: «Pues habiendo entre vosotros celos, contiendas y disensiones, ¿no soy carnales, y andáis como hombres?». Y en otro lugar los compara a niños y les dice que no ha podido hablarles como a espirituales.

Otra causa de estas divisiones es el apego indebido a ciertos hombres, como hombres. El culto de los héroes de esta creación es una de las causas principales de este gran mal que ha dividido y debilitado el cuerpo del Señor. Los males apuntados dañan, primeramente, la cabeza. Como una herida, por leve que sea, en el miembro más pequeño de nuestro cuerpo, inmediatamente se comunica a la cabeza; así Cristo es herido por nuestros celos, envidias, contiendas.

Cuando herimos a los hermanos, herimos al Señor Jesús, y cuando el cuerpo es destrozado, la Cabeza sufre con dolor mortal. Hiriendo a los demás miembros de la Iglesia, nos herimos a nosotros mismos por el hecho de ser un cuerpo. Si un miembro sufre, todos sufrimos. Hay una ley de retribución que hace recaer sobre el autor de un hecho sus consecuencias. Muchas personas hay que están sufriendo de enfermedades, y otras muchas que están paralizadas en su vida espiritual como consecuencia de injusticias y agravios inferidos que debieron ser confesados con oportunidad.

En tercer lugar, herimos todo el cuerpo de Cristo, puesto que todos formamos parte del mismo cuerpo. La frialdad se debe en gran parte a estas divisiones. La pérdida de la fe apostólica y del poder que la acompaña se debe a la desunión de los fieles. Su organismo espiritual está destrozado.

Además, tal estado de cosas estorba al testimonio de la Palabra de Dios en el mundo. La unidad de la Iglesia fue designada por Cristo como un testimonio al mundo, y la ausencia de esta unidad es el obstáculo mayor con que los hombres tropiezan en su aceptación al evangelio. Un historiador inglés del Imperio Romano lo reconoció cuando dijo que la unidad de la Iglesia primitiva había sido un testimonio al mundo que no se podía contradecir. Mas ¡ay! No se puede decir lo mismo hoy día. El apóstol escribió: «Porque si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os consumáis unos a otros».

¿Cómo podemos guardar la unidad del Espíritu y sanar las divisiones y contiendas de los hijos de Dios?

a) El secreto supremo siempre es acercarse más a la Cabeza divina. Cuanto más cerca vivamos de él, tanto más cerca estamos los unos de los otros en el amor fraternal.

b) Debemos ser llenos del Espíritu. Las pequeñas pozas de agua de la playa del mar se reúnen cuando una ola grande baña la playa; sólo el bautismo del Espíritu Santo puede unir las sectas e iglesias en el océano del amor del Padre. La desunión es evidencia de escasa vida espiritual, y el remedio es una revivificación al estado de plenitud del Espíritu.

c) El apóstol nos da a entender lo que ha de subsanar las contiendas y divisiones entre los cristianos en el tercer capítulo de la epístola que nos sirve de guía, donde dice: «Así que, ninguno se gloríe en los hombres; porque todo es vuestro: sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas, sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios».

Hemos de reconocer a sus hermanos como nuestros; debemos tomarlos en nuestro corazón de tal manera que podamos hacernos responsables de sus culpas y orar por ellos. Entonces no habrá envidias, celos ni interés particular. Esto es lo que el apóstol quiere decir: que reconozcamos no sólo que todas las cosas son nuestras, sino también que los creyentes todos son nuestros; sí, que son nuestros hermanos. De este modo nos regocijamos con el bien de ellos como si fuera nuestro y nos dolemos de sus males compartiendo su dolor y vergüenza. Por esto fue que Daniel tomó sobre sí los pecados y yerros de su pueblo y los confesó como si fueran suyos; en esto él es hecho un espíritu con Aquel que fue hecho pecado por nosotros.

d) Por fin, las divisiones cesarán cuando todos se encuentren revestidos de la mente de Cristo. Mientras que la naturaleza carnal nos domina, no podemos tener unión los unos con los otros. Estas cosas no deben existir en los que profesan la santificación.

El mal genio, la irritabilidad y el rencor son cosas de la carne que es preciso crucificar. La mayoría de las fieles tienen que confesar que no viven como Cristo les ha enseñado. Debemos reconocer nuestras faltas delante de Dios. Debemos repararlas y someternos a su voluntad, que es nuestra santificación. Hagamos un pacto eterno con el Señor. Resolvamos no volver a pecar voluntariamente contra el amor paternal ni contra los hermanos, que son el cuerpo del Señor.

Tomado de La Iglesia apostólica.