Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde primero había estado bautizando Juan; y se quedó allí. Y muchos venían a él, y decían: Juan, a la verdad, ninguna señal hizo; pero todo lo que Juan dijo de éste, era verdad. Y muchos creyeron en él allí.

– Jn. 10:40-42.

¡Al otro lado del Jordán! Para un judío esto era el destierro. Aquel distrito, llamado Perea, era comparativamente desierto. Sobre los cerros, cortados con torrentes impetuosos que se arrojaban precipitadamente en el valle del Jordán, donde había unos campitos cultivados y unas pocas chozas esparcidas; pero en su mayor parte eran desamparados y fríos, y ninguno fue allí desde el otro lado del Jordán, a menos que tuviera que huir de la persecución o escapar del brazo de la ley.

¿Por qué, entonces, se fue allí el Hijo del Hombre? Había una razón especial. Aquel era el «lugar donde primero había estado bautizando Juan». Aquellos ásperos cerros y valles habían estado negros con las muchedumbres que se habían reunido de toda la tierra por el clamor de aquella voz de trompeta. Aquellas aguas habían sido el escenario de bautismos sin número; y el pueblo que vivía en derredor relataba muchas historias del gran y valeroso profeta que había sido muerto de una manera tan trágica en el calobozo vecino de Macherius. Mientras los discípulos, todos los cuales habían sido movidos en primer lugar por la influencia y predicación del Bautista, pasaban por la región en compañía de Jesús, ¡qué recuerdos debían de haberlos conmovido; y con cuánta tristeza debían de haber contrastado aquellos días gozosos con los cielos nublados bajo los cuales pasaban en aquel momento!

«Y muchos venían a él». Los que habían sentido la maravillosa fascinación de la persona de Jesús se regocijaban de seguirle a cualquier parte; y al llegar éstos también a las escenas familiares, no podían menos que hablar mucho del gran predicador. «Aquí solía dormir. Allí solía predicar. Allá se paraba en las aguas hasta las rodillas para bautizar. ¿No te acuerdas cómo llamó a los fariseos «generación de víboras», y cómo dijo a los sacerdotes y levitas que él no era sino una voz, y cómo señaló al Maestro como el Cordero de Dios?».

«Sin embargo, ¡qué contraste entre la vida de él y la de nuestro Maestro!», respondería otra, «no hizo ningún milagro; no hubo ni un centelleo de este divino poder milagroso». «No», contestó un coro de voces, «Juan no hizo milagro alguno, mas todo lo que dijo de este Hombre era verdad. Juan dijo que este Hombre sería de arriba, y estaría sobre todos. Y era verdad. Juan dijo que sería el Esposo de todas las almas fieles. Y era verdad. Juan dijo que el Padre no le daría el Espíritu por medida a él. Y era verdad. Juan dijo que el aventador estaría en su mano, y que limpiaría completamente su era. Y era verdad. Juan dijo que quitaría el pecado del mundo. Y era verdad».

Y muchos, comparando así las predicciones del precursor con su verificación en Jesús, «creyeron en él allí».

***

«Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista», dijo nuestro Señor. «Pero Juan ningún milagro hizo», era la declaración de la muchedumbre. Es evidente, pues, que puede haber una gran vida sin milagros.

En opinión del mundo, se consideran esenciales la alcurnia, la riqueza, el ingenio, los hechos valerosos, y la política para que una vida sea grande; y muchos que no pueden pretender a ninguna de estas cosas han caído en la apatía y el descontento. ¡Cuán poco entienden ellos la naturaleza de la verdadera grandeza! Las más bellas flores de nuestra raza han tenido sus raíces escondidas. Los que más han enriquecido al mundo han dicho con los apóstoles: «No tengo plata ni oro». El ingenio ha sido sobrepasado por la paciencia. Las grandes guerras, por lo general, han sido grandes equivocaciones y crímenes aún más grandes. Pero la verdadera grandeza consiste en hacer la obra más grande de la vida impulsados por un gran propósito; y en fomentar todo lo que sea más divino y noble en el carácter.

Juan nunca pensó si vivía una gran vida o no. Su único objeto era el de obedecer las directrices del Espíritu de Dios, y acabar su carrera. Cuando todo el mundo resonaba con su fama, en un arranque de genuina humildad, dijo que no era más que una voz arrebatada por la brisa del desierto. A Juan no le daba cuidado que no pudiera hacer un milagro. El que le envió no había puesto milagros en el programa de su vida; y estaba perfectamente contento con el arreglo. Como el heraldo, le tocaba a él levantar su voz repetidas veces proclamando al rey. ¿Por qué, pues, había de estar triste por no tener las cualidades especiales de otros en el séquito de su Maestro? Cumplir la tarea para la cual había sido preparado y enviado, y hacerlo de modo que agradase a su Rey –esto era su única ambición y objeto; y hacerlo, no atemorizado por las amenazas del mundo, ni encantado por sus alabanzas– esto le hizo grande.

La lección es para todos nosotros. Muchos que leen estos renglones no tienen poder para obrar milagros. No pueden deslumbrar ni confundir con el esplendor de sus dones intelectuales ni con la brillantez de sus dotes. Para ellos, la senda en el valle, la monotonía de las cosas comunes, el cielo gris de todos los días, parecen ser su suerte predestinada. La misma esperanza de hacer alguna cosa que valga la pena parece haber muerto en ellos. Pero ¡anímese!

La verdadera grandeza de la vida está a su alcance, si solamente la reclaman por la gracia de Dios.

No procures hacer algo grande: puedes malgastar toda la vida esperando la oportunidad que tal vez no llegue nunca. Puesto que las pequeñas cosas están reclamando siempre tu atención, hazlas en tanto se presenten, con gran entusiasmo, para la gloria de Dios, para ganar su sonrisa de aprobación, y para hacer bien a los hombres. Es más difícil ocuparse así en la oscuridad, que estarse en las prominencias del campo, contemplado por todos, y consumar hechos valerosos que llamen la atención de los ejércitos rivales. Y ningún acto santo, por pequeño que sea, deja de alcanzar el oportuno reconocimiento, y finalmente, la recompensa de Cristo.

Cumplir fielmente con los deberes de tu puesto, usar al máximo los dones de tu ministerio, soportar sin irritarse las incomodidades y molestias, así como los mártires soportaron la picota y la hoguera; hallar el único rasgo noble de las personas que procuran molestarte, interpretar de la manera más bondadosa los hechos y palabras no amables, dar lo mejor que tienes a los pequeños, amar con el amor de Dios aun a los ingratos y malos, contentarte con ser una fuente en medio de un valle áspero y rocoso, nutriendo algunos líquenes y flores silvestres, o de vez en cuando, una ovejita sedienta, y hacer esto siempre, no para la alabanza de los hombres, sino por amor a Dios – esto hace que una vida sea grande.

***

Juan habló de Jesús. El Bautista hizo poco más que hablar del Viniente. Este era el objeto suficiente de su ministerio. No se le exigía hacer otra cosa, y hacer esto bien era cumplir con el propósito para el cual fue enviado. Y es lo mismo ahora. Los espléndidos milagros que brillaron como joyas sobre la frente de la iglesia en el primer siglo, hace mucho tiempo, y con verdad puede decirse de ella: «no puede hacer ningún milagro», pero aún queda inalterada su misión más noble. Puede hablar la verdad acerca de su Señor.

Hazlo en secreto. Juan habló de Jesús a dos de sus discípulos que estaban a su lado, y cada uno llegó a ser un convertido y un apóstol. Así se extendía la fe en el primer siglo, hasta que todo el mundo estuvo impregnado de su poder. Es probable que menos almas hayan sido ganadas por grandes predicadores que por individuos particulares que hablaron a sus hijos, amigos y vecinos, diciéndoles: «Conoced al Señor».

Hazlo experimentalmente. «Yo vi, y he dado testimonio». No hay cosa que valga más en este siglo de especulación y dudas. No hay otra voz que cautive como la que dice: «Venid, oíd todos los que teméis a Dios, y contaré lo que ha hecho a mi alma». ¿Quién puede resistir a los hombres que dicen, señalando su propia historia como evidencia: «Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo?». Este es un siglo que ansiosamente pide evidencias; demos la evidencia de nuestras experiencias personales, o de nuestras facultades intelectuales. El ojo espiritual es un guía tan seguro como lo es el físico. «Han sido alumbrados los ojos de nuestro entendimiento, y hemos visto al Señor».

Hazlo sin ostentación. Que sea tan natural como la risa que salta del corazón alegre, o el canto del niño que no sabe de temores, mientras juega con las flores de la primavera. No desvíes a los hombres hacia ti mismo. Piensa que has fracasado cuando hablas de ti. Conténtate con ser una voz, un mensajero, un espejo que arroja la luz sobre la faz de Cristo, que es de donde vino. Para que sea así, ten tu corazón lleno de Jesús. La boca tiene que hablar las cosas que ha hecho el Rey cuando el corazón está rebosando cosas buenas.

La única cosa que cierra los labios de muchos es el pensamiento de que los ojos críticos descubrirán una discordancia entre las palabras y la vida del que habla. La boca es uno de aquellos miembros que deberían ser cedidos a Jesús para que los usara; y si tan sólo se quitara del servicio del pecado y del amor propio, a los que frecuentemente ha sido dedicado, es admirable cómo desaparecerían todas las dificultades, y qué fácil y dichoso llegaría a ser hablar de él. Cuando desea que hables, te mostrará el auditorio, te dará el mensaje, te proveerá de poder.