Milagros en una prominente familia hindú.

A pesar de lo satisfactoria que pueda llegar a ser la vida, hay siempre algún pesar cuando uno mira hacia atrás. Mi más profundo sentimiento de pérdida involucra a mi padre. Muchas cosas han pasado desde su muerte. Me pregunto a menudo lo que sería compartirlo todo con él, y cuál sería su reacción.

Nosotros nunca compartimos algo en nuestras vidas. Debido a los votos que él había hecho antes de que yo naciera, nunca me habló o me prestó la menor atención. Apenas dos palabras suyas me habrían hecho indeciblemente feliz. Cómo hubiese querido oírle decir sólo una vez: «Rabi, hijo». Pero él nunca lo hizo. Durante ocho años, no profirió una palabra. El estado de trance que él había logrado se considera en el Oriente un estado de conciencia más alta y sólo puede ser obtenido a través de la meditación profunda.

«¿Por qué mi padre es así?», preguntaba yo a mi madre, aún demasiado joven para entender. «Él es alguien muy especial, es el hombre más grande que tú podrías tener como padre», me contestaba ella. «Él está buscando el verdadero Yo que hay dentro de todos nosotros, el único ser más allá del cual no hay ningún otro. Y eso es lo que tú también eres, Rabi».

Mi padre había dado un ejemplo, era una persona notable, había ganado la admiración de muchos, y era inevitable que a su muerte su manto caería sobre mí. Sin embargo, yo nunca había pensado que aquel día fatídico llegaría siendo yo aún un niño. Cuando él murió, sentí que lo había perdido todo. Aunque apenas lo había conocido como padre, él había sido mi inspiración –un dios– y ahora estaba muerto.

En el funeral, su cuerpo fue puesto sobre una gran pila de leña. El pensamiento de su cuerpo siendo sacrificado a Agni, el dios del fuego, agregó una nueva dimensión de misterio al desconcierto y al profundo sentido de pérdida que ya me agobiaba. Cuando las llamas lo envolvieron, no pude acallar mi angustia. «¡Ma-má! ¡Mamá!», grité. Si ella me oyó sobre el rugido de las llamas, pareció no darse por enterada. Como una verdadera hindú, ella tuvo fuerzas para seguir la enseñanza de Krishna: no la vi llorar mientras el fuego consumía los restos de mi padre.

Después del funeral, fui el sujeto favorito de los quirománticos y astrólogos que frecuentaban nuestra casa. Nuestra familia nunca tomaba una decisión importante sin consultar a un astrólogo, así que era vital que mi futuro fuese confirmado de la misma manera. Era alentador saber que las líneas de mis manos, los planetas y las estrellas vaticinaban que yo llegaría a ser un gran líder hindú. Yo era obviamente un vaso escogido, destinado al éxito temprano en la búsqueda de la unión con Brahma (el Uno). Las fuerzas que habían guiado a mi padre ahora estaban conmigo.

Cuando tenía sólo once años, muchas personas se postraban ante mí, depositando a mis pies ofrendas en dinero, ropas y otros tesoros, y colgaban guirnaldas de flores en mi cuello en las ceremonias religiosas. Yo amaba esos rituales en la sala de nuestra casa, donde amigos y parientes se apiñaban. Allí yo era el centro de atención. Disfrutaba moviéndome entre mis adoradores, rociándoles agua bendita o marcando sus frentes con pasta de sándalo.

Sin embargo, mientras veraneaba en la propiedad de una tía, tuve mi primer encuentro real con Jesús. Un día en que paseaba disfrutando del paisaje, fui sobresaltado por un sonido susurrante en la maleza detrás de mí. Me volví rápidamente y vi con horror que una gran serpiente venía hacia mí, amenazante. Me sentí paralizado; quería correr, pero era incapaz de moverme. En ese momento de terror, vino desde el pasado la voz de mi madre, repitiendo unas palabras que yo había olvidado hacía mucho tiempo: «Rabi, si alguna vez estás en grave peligro y nada más parece funcionar, hay otro dios al que puedes rogar. Se llama Jesús». «¡Jesús, ayúdame!», intenté gritar, pero mi voz salió ahogada y escasamente audible. Ante mi asombro, la serpiente dio la vuelta y rápidamente se perdió en la maleza. Jadeante y todavía temblando, yo estaba lleno de gratitud a este dios asombroso, Jesús. ¿Por qué mi madre no me había enseñado más acerca de él?

Durante mi tercer año en la escuela secundaria, experimenté un progresivo y profundo conflicto interior. Mi conocimiento creciente de Dios como el Creador, separado y distinto del universo que él había hecho, se contradecía con el concepto hindú de que el dios era todo, que el Creador y la creación eran una misma cosa. Si había sólo una Realidad, entonces Brahma era tanto el mal como el bien, la muerte como la vida, el odio como el amor. Eso hacía de todo algo sin sentido, la vida así era un absurdo. No era fácil mantener la cordura viendo que lo bueno y lo malo, el amor y el odio, la vida y la muerte eran una misma Realidad.

Un día, una amiga de mi primo Shanti cuyo nombre era Molli, vino a visitarnos. Ella me preguntó si yo había hallado la realización personal en el Hinduismo. Tratando de ocultar mi vaciedad, le mentí, y le dije que estaba muy feliz y que mi religión era la Verdad. Ella escuchó pacientemente mis pomposas y aun arrogantes declaraciones. Suavemente, sin discutir, Molli expuso mi vacío, con preguntas cortésmente expresadas.

Ella me dijo que Jesús la había reconciliado con Dios. También me dijo que Dios es un Dios de amor y que él desea que nosotros estemos cerca suyo. No obstante, yo resistí obstinadamente, decidido a no renunciar a mis raíces hindúes.

Sin embargo, me encontré preguntando: «¿Qué es lo que te hace tan feliz? Tú debes haber estado practicando mucha meditación».

«Lo hacía», contestó Molli, «pero ya no más. Jesús me ha dado una paz y alegría que nunca antes conocí». Luego dijo: «Rabi, tú no pareces muy feliz, ¿verdad?».

Yo bajé mi voz: «La verdad, no soy feliz; quisiera tener tu gozo». ¿Estaba diciendo yo esto?

«Mi alegría es porque mis pecados han sido perdonados», dijo Molli. «La paz y la alegría vienen de Cristo, cuando se le conoce de verdad».

Hablamos durante largas horas, sin percibir cómo pasaba el tiempo. Yo quería tener su paz y su alegría, pero estaba resuelto a no abandonar por ningún motivo mi religión.

Cuando ella se iba, me dijo: «Antes de que te acuestes esta noche, por favor, ponte de rodillas y pídele a Dios que te muestre la Verdad. Yo estaré orando por ti». Luego se despidió.

En mi orgullo, intentaba rechazar todo que Molli había dicho, pero estaba demasiado desesperado como para mantener mi posición. Esa noche, caí sobre mis rodillas, consciente de que estaba cediendo ante su demanda.

«¡Oh, Dios, el verdadero Dios y Creador, por favor, muéstrame la verdad!». Algo dentro de mí se encendió. Por primera vez en mi vida, sentí que realmente había orado y había tocado, no a una Fuerza impersonal, sino al verdadero Dios que ama y protege. Cansado ya para pensar, me arrastré a la cama y me dormí casi al instante.

Poco después, mi primo Krishna me invitó a una reunión cristiana. Me sorprendí yo mismo de nuevo respondiendo: «¿Por qué no?». Mientras íbamos Krishna y yo, se nos unió Ramkair, un nuevo conocido suyo. «¿Sabes tú algo acerca de esta reunión?», le pregunté a Ramkair, ansioso de conseguir un poco de información anticipada.

«Algo», respondió. «Hace poco tiempo que soy cristiano».

«¡Cuéntame!», le dije ávidamente, «¿Realmente Jesús cambió tu vida?». Ramkair sonrió ampliamente. «¡Seguro que lo hizo! Todo es diferente para mí ahora». «¡Es realmente cierto, Rab!», agregó Krishna con entusiasmo. «Yo me he vuelto cristiano también, hace sólo unos días».

El predicador habló sobre el Salmo 23, y las palabras: «El Señor es mi pastor» hicieron brincar mi corazón. Después de la Palabra, el predicador dijo: «Jesús quiere ser tu Pastor. ¿Has oído su voz en tu corazón? ¿Por qué no le abres tu corazón ahora? ¡No esperes hasta mañana; puede ser demasiado tarde!». El predicador parecía estar hablándome directamente.

Yo no podía esperar más. Pasé adelante y me arrodillé delante de él. Él sonrió y preguntó si alguien más quería recibir a Jesús. Nadie más lo hizo. Entonces pidió a los asistentes que se acercaran a orar por mí. Por años, los hindúes se habían postrado ante mi presencia – y ahora yo estaba arrodillándome delante de un cristiano.

En voz alta, repetí después de él una oración. Cuando el predicador dijo el «Amén», sugirió que yo orase con mis propias palabras. Quietamente, ahogando por la emoción, yo empecé: «Señor Jesús, yo nunca he estudiado la Biblia, pero he oído que tú moriste por mis pecados en el Calvario, para que yo sea perdonado y pueda reconciliarme con Dios. ¡Por favor, perdona todos mis pecados, y entra en mi corazón!».

Antes de terminar, supe que Jesús no era sólo otro de los varios millones de dioses. Él era la manifestación del Dios a quien yo había anhelado. Él era el Creador. Él me había amado de tal manera que se hizo hombre para morir por mis pecados. Con esa revelación, las densas tinieblas parecieron esfumarse y una luz resplandeciente inundó mi alma.

De vuelta a casa, Krishna y yo nos encontramos con la familia entera esperándonos, pues se habían enterado de lo ocurrido. «¡He aceptado a Jesús en mi vida!», exclamé con gozo, mirando a sus caras sobresaltadas. «¡Es glorioso! No puedo expresarles cuánto significa él para mí». Algunos familiares parecían ofuscados y desorientados; otros estaban felices por mí. Pero en un breve lapso de tiempo, trece de nosotros terminamos dándole nuestros corazones a Jesús. Fue algo asombroso.

Al día siguiente, con Krishna, caminamos resueltamente a la sala de culto hogareño. Juntos, acarreamos todo al patio: los ídolos, las escrituras hindúes y los adornos religiosos. Quisimos librarnos de todo lazo con el pasado y con los poderes de oscuridad que nos habían cegado y nos habían esclavizado por tanto tiempo. Cuando todo fue apilado en un montón, encendimos fuego y contemplamos las llamas consumiendo nuestro pasado. Las diminutas figuras a las que una vez reverenciamos como dioses se volvían cenizas. Nos abrazamos y dimos gracias al Hijo de Dios que había ido a la muerte para darnos libertad.

Mis pensamientos se remontaron a la cremación de mi padre. En contraste con nuestro nuevo gozo, aquella escena había despertado una pena inconsolable. El cuerpo de mi padre había sido ofrecido a los mismos dioses falsos que ahora ardían delante nuestro. Parecía increíble estar participando con tanta alegría en la destrucción de lo que representaba todo aquello en lo cual yo había creído una vez tan fanáticamente.

En cierto sentido ésta era mi propia ceremonia de cremación – el fin de la persona que yo había sido una vez… la muerte de un gurú. El viejo Rabi Maharaj había muerto en Cristo. Y de esa tumba se había levantado un nuevo Rabi en quien Cristo estaba viviendo ahora.

Nota del editor: Rabi vive actualmente en California y está dedicado a la evangelización por el mundo.

Copyright 1994 Christian Research Institute.