Siguiendo el razonamiento de C. S. Lewis, en su libro El problema del dolor, entendemos que el amor puede causar dolor a su objeto –es decir a la persona amada–, pero solo en el supuesto de que ese objeto necesite algún cambio para hacerse plenamente digno de ser amado.

Ahora bien, ¿por qué los hombres necesitamos cambiar tanto? La respuesta cristiana es tan conocida que casi no necesita decirse: el hombre es esencialmente pecador. Pero hacer realmente viva esta verdad en la mente del hombre actual es muy difícil. ¿Por qué?

Hay dos causas principales. La primera: en los últimos cien años hemos estado casi exclusivamente concentrados en la benevolencia o misericordia, y nos parece que nosotros somos esencialmente ‘humanitarios’. La segunda, es el efecto del psicoanálisis, que ha dicho que el sentimiento de vergüenza es peligroso y dañino. Se ha sostenido que no debemos avergonzarnos de cosas tales como la falta de castidad, la falsedad y la envidia, y así hemos caído en la desvergüenza.

Por eso, es esencial para el cristianismo recuperar el viejo sentido del pecado. Cristo da por sentado que los hombres son malos. Mientras no sintamos que esto es verdadero, no entenderemos sus enseñanzas. Cuando alguien intenta hacerse cristiano sin esta conciencia previa del pecado, es casi seguro que el resultado será un cierto resentimiento contra Dios como alguien que siempre está inexplicablemente enojado.

En el instante en que un hombre siente verdadera culpa, puede aquilatar su vergonzosa condición delante de los hombres, y mayormente delante de Dios. Cuando nos limitamos a decir que somos malos, la «ira» de Dios parece una doctrina feroz; pero apenas percibimos nuestra maldad, esa ira aparece como inevitable – incluso como un corolario de la bondad de Dios.

Nuestra maldad natural se manifiesta de muchas maneras: pensando que, puesto que exteriormente parecemos decentes, por dentro también lo somos, y que en ningún caso somos menos que los demás; que somos parte de un sistema social injusto, y que compartimos culpas colectivas, descuidando así nuestra corrupción individual; que el solo paso del tiempo borra los pecados; que, puesto que todos los hombres son malos, mi maldad particular debe ser muy excusable; que el cristianismo se ha reducido demasiado a un asunto de moral; que no somos responsables de nuestra maldad, puesto que es un legado inevitable de nuestros antepasados, o es un resultado de nuestra finitud.

Es preciso que veamos que nosotros somos criaturas cuyo carácter debe ser, en ciertos sentidos, un horror para Dios, tal como lo es, cuando en verdad lo vemos, un horror para nosotros mismos. Mientras más santa es una persona, más plenamente consciente está de ese hecho. Cuando los santos dicen que ellos son viles debemos creerlo: ellos están registrando una verdad con precisión científica. Así, pues, el carácter del hombre, evidentemente, necesita ser cambiado. ¿Cómo podrá serlo? Es aquí donde comenzamos a explicarnos el dolor.

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