La lección sobre el perdón que han de tener los cristianos entre sí ocupa un importante lugar en el capítulo 18 de Mateo, y su enseñanza está extraordinariamente bien ilustrada en la parábola de los dos deudores.

Aquí aparecen un rey, un siervo y un consiervo. El siervo está endeudado con el rey, y el consiervo con el siervo. El rey es el Señor y los siervos somos nosotros. El siervo tiene una deuda tan grande, que es literalmente impagable. Él debe diez mil talentos, lo que equivale a unos 255.000 millones de pesos chilenos, o a unos 474 millones de dólares americanos hoy día.

Para comprender mejor el monto de esta cantidad grafiquemos un poco. Con 255.000 millones de pesos se podría comprar 8.500 casas de 30 millones cada una, o 42.500 vehículos de seis millones. Ahora bien, si tuviésemos que pagar esa deuda a plazos, con cuotas de doscientos mil pesos mensuales, tardaríamos 1.275.000 meses en pagar, es decir, 106.250 años – unas 1.500 vidas. Si alguien dijera: «Yo tengo mucho dinero, yo quiero pagar esa deuda mensualmente de por vida», (supongamos, setenta años), debería pagar más de 300 millones mensuales.

Así, pues, de verdad el siervo no tenía con qué pagar. Por eso, aquel señor ordena venderlo a él y a sus hijos y todo lo que tenía para que se le pagase la deuda. Y por eso, como era del todo imposible, cuando el siervo se humilló, su señor le perdonó la deuda.

Y eso es lo que el Señor nos ha perdonado a nosotros. Así tan grande era la deuda que nosotros teníamos con él. Nuestros pecados eran tantos y tan horrendos, y nuestra separación con Dios era tan abismante, que sólo la sangre del Señor Jesús pudo tender el puente que nos llevó desde nuestra caída hasta la reconciliación con Dios. ¡Bendito es el Señor Jesucristo! ¡Preciosísima es su sangre!

Pero, ¿cuánto debía el consiervo? Cien denarios. Un denario es aproximadamente lo mismo que una dracma, o sea, unos 4.250 pesos chilenos, o unos 8 dólares. En total, la deuda ascendía a 425.000 pesos chilenos, o unos 800 dólares hoy día, poco más de una décima parte de un vehículo de 6 millones (¿las ruedas tal vez?). Y es por esa cantidad insignificante que el siervo estrangulaba a su consiervo, y aún más, lo echó en la cárcel hasta que le pagase la deuda.

Parece claro que hay una gran diferencia entre ambos casos. Así que podemos concluir que siempre la deuda que un hermano tiene con nosotros es infinitamente menor que la que nosotros teníamos con el Señor. No importa el tamaño del pecado, no importa la ofensa que nuestro hermano nos haya infligido: todo lo que podamos imaginar, por grave que sea, es menor que lo que el Señor nos perdonó, y de lo cual nos limpió con su preciosa sangre. Por tanto, si fuimos misericordiosamente perdonados, también debemos misericordiosamente perdonar. ¡Que el Señor nos ayude para no impedir el perdón del Señor hacia nosotros!

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