Israel en el desierto como tipo de la iglesia en el mundo.

El privilegio de Israel

¡Qué maravilloso espectáculo presentaba el campamento de Israel en el desierto árido y yermo! ¡Qué espectáculo para los ángeles, para los hombres y para los demonios! La mirada de Dios estaba puesta en él; su presencia estaba allí; habitaba en medio de su pueblo en marcha; era allí donde había establecido su morada. No podía encontrarla –no la encontró– en medio de los esplendores de Egipto, de Asiria o de Babilonia. Sin duda aquellos países ofrecían a los ojos de la carne todo lo que para ellos tenía atractivo. Las artes y las ciencias florecían en ellos. La civilización había alcanzado en aquellas naciones un grado mucho más alto del que estamos dispuestos a atribuirles.

Pero, recordémoslo: Jehová no era conocido en esos pueblos. Jamás su nombre les fue revelado. Él no habitaba en medio de ellos. Ninguna de aquellas naciones podía decir: «Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación. Este es mi Dios, y lo alabaré, Dios de mi padre, y lo enalteceré» (Ex.15:2).

Jehová había fijado su habitación en el seno de su pueblo rescatado y en ningún otro sitio. La redención era la base esencial de la habitación de Dios en medio de los hombres. Fuera de la redención, la presencia divina no podía sino acarrear la destrucción del hombre; pero conocida la redención, esta presencia proporciona al rescatado el más alto privilegio y la más esplendente gloria.

Dios había escogido habitar en medio de su pueblo Israel. Descendió del cielo no sólo para rescatarlo de la tierra de Egipto, sino también para ser su compañero de viaje a través del desierto. En verdad, no había nada semejante a esto en el vasto mundo. Allí estaba aquel ejército de seiscientos mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, en un desierto estéril, donde no había ni una brizna de hierba, ni una gota de agua, ni un medio visible de subsistencia. ¿Cómo alimentarse? Dios estaba allí. ¿Cómo encontrar camino a través de aquel desierto sin camino? ¡Dios estaba allí!

En una palabra, la presencia de Dios les garantizaba todo. Allí estaba con toda la plenitud de su gracia y su misericordia, allí estaba con su poder supremo y sus recursos sin límites, para hacer frente a las dificultades y para atender sus necesidades.

El campamento de Israel era un tipo de la Iglesia

Ahora bien, en todas estas cosas, el campamento de Israel era un tipo llamativo y notable. Pero tipo ¿de qué? De la Iglesia de Dios en su paso a través de este mundo. El testimonio de la Escritura es tan formal sobre este punto, que no da lugar a la imaginación: «Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos» (1ª Cor. 10:11). Podemos, pues, acercarnos y contemplar con vivo interés tan maravilloso espectáculo y tratar de sacar de él las preciosas lecciones que nos enseña. ¡Y qué lecciones! ¡Ved ese misterioso campamento en el desierto! ¡Qué separación de entre todas las naciones del mundo! ¡Qué desamparo más completo! ¡Qué dependencia más absoluta de Dios! ¡No tenían nada, no podían nada, no sabían nada!

Pero Dios estaba allí, y a juicio de la fe no se necesitaba otra cosa. Estaban obligados a depender enteramente de Dios. Tal era la única y magna realidad. La fe no reconoce nada real, nada sólido, nada verdadero sino el solo Dios viviente, verdadero, eterno. La naturaleza podía dirigir hacia atrás una mirada de envidia a los graneros de Egipto y ver allí algo palpable y sustancial. La fe mira al cielo y halla en él todos los recursos.

Tal acontecía en el campamento en el desierto; tal sucede también con la Iglesia en el mundo. El mundo puede ser calificado en verdad como un desierto moral. Considerada desde el punto de vista de Dios, esa asamblea no es del mundo; está separada enteramente de él. Está completamente fuera del mundo, tal como el campamento de Israel estaba fuera de Egipto. Las olas del Mar Rojo separaban este campamento de Egipto; así también las aguas más profundas y más sombrías de la muerte de Cristo corren entre la iglesia de Dios y este presente siglo malo. Es imposible concebir una separación más absoluta. «No son del mundo, dijo Cristo, como tampoco yo soy del mundo» (Jn. 17:16).

Vamos ahora a la completa dependencia. ¿Existe otra cosa más dependiente que la Iglesia de Dios en este mundo? Ella no tiene nada en sí misma o por sí misma. Está colocada en medio de un desierto moral, árido, sombrío y vasto; de un desierto en el que no hay más que desolación, donde no hay literalmente nada que pueda nutrirla.

Igual sucede en cuanto a la manera con que está expuesta a toda suerte de influencias hostiles. No tiene acá abajo ninguna influencia amiga; todo le es contrario. Ella está en medio de este mundo como una planta exótica, una planta de clima extranjero, colocada en una región en la que la tierra y la atmósfera le son igualmente contrarias.

Tal es la Iglesia de Dios en el mundo: una cosa separada, enteramente dependiente, sin defensa. Lo que el campamento de Israel era literalmente, lo mismo es la Iglesia moral y espiritualmente. Y más aún, lo que era el desierto literalmente para Israel, el mundo lo es moral y espiritualmente para la Iglesia de Dios. Así como el desierto no fue para Israel un lugar de recursos y de placeres, sino de peligros y fatigas, así también el mundo no ofrece a la Iglesia recursos y alegrías, sino fatigas y peligros.

Téngase presente que hablamos desde el punto de vista divino, es decir, de lo que es la Iglesia a los ojos de Dios. Considerada desde el punto de vista del hombre, tal cual ella es, en su verdadero estado actual, ¡ay!, es otra cosa bien diferente. En estos momentos no nos ocupamos sino en la idea normal, verdadera, divina, de la iglesia de Dios en el mundo.

No se olvide ni por un instante que así como es cierto que hubo en otro tiempo un campamento, una congregación en el desierto, también es igualmente cierto que está ahora en el mundo la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo. Sin duda las naciones del mundo apenas conocieron esa congregación de entonces, y menos aún hicieron caso de ella; pero esto no debilitaba en nada ni afectaba en lo más mínimo el magno hecho de su existencia. Igual hoy día, los hombres del mundo apenas conocen la iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, y no se preocupan siquiera de ella; pero esto no afecta en ningún modo a la gran verdad de que hay realmente tal cosa presente en el mundo, y que ha existido siempre desde que el Espíritu Santo descendió en el día de Pentecostés.

Hay una asamblea que pasa por este mundo como Israel por el desierto. Israel no encontraba recurso alguno en el desierto, y la Iglesia de Dios tampoco debiera encontrar recursos en el mundo. Si los encuentra, desmiente a su Señor y no marcha derechamente con él. Israel no era del desierto, sino que pasaba a través de él; la Iglesia de Dios no es del mundo, no hace más que atravesarlo.

La Iglesia según Dios

Si el lector se empapa bien de esta verdad, ella le enseñará el lugar de completa separación que conviene a la Iglesia de Dios como cuerpo, y a cada uno de sus miembros en particular. La Iglesia, según la ve Dios, está tan completamente separada del mundo, como separado estaba el campamento de Israel en medio del desierto que le rodeaba. Nada hay de común entre la Iglesia y el mundo, como tampoco había nada de común entre Israel y las arenas del desierto. Las más brillantes atracciones y las más seductoras fascinaciones del mundo son para la Iglesia de Dios lo que eran para Israel las serpientes, los escorpiones, y los mil otros variados peligros del desierto.

Tal es la idea divina de la Iglesia, y es de esta idea de lo que nos ocupamos ahora. Dios tiene una iglesia en el mundo. Hay actualmente en la tierra un cuerpo, en el que habita el Espíritu, y unido a Cristo, la Cabeza. Esa Iglesia, ese cuerpo, está constituido por todos los que creen verdaderamente al Hijo de Dios, y que están unidos en virtud del gran hecho de la presencia del Espíritu Santo.

Obsérvese de paso que no se trata aquí de una opinión, o de cierta idea que se pueda aceptar o no al gusto de cada cual. Es un hecho divino. Que quiera o que no quiera aceptarse, no deja de ser por eso una verdad. Existe una cosa tal como la Iglesia de Dios, en medio de la ruina y del naufragio, de la lucha y la discordia, de la confusión y las divisiones, de las sectas y los partidos. Es ciertamente una verdad de las más preciosas y al mismo tiempo de las más prácticas. Nos vemos tan obligados a reconocer, por la fe, la presencia de esta Iglesia en el mundo, como lo estaban los israelitas de reconocer, por la vista, el campamento en el desierto. Había un campamento, una congregación, a la que pertenecía el verdadero israelita; hay asimismo una Iglesia, un cuerpo, del que forma parte el verdadero cristiano.

Pero, ¿cómo está organizado este cuerpo? Lo está por el Espíritu Santo, según está escrito: «Porque por un solo Espíritu todos fuimos bautizados en un cuerpo» (1ª Co.12:13). ¿Cómo se sostiene? Por su Cabeza viviente, por medio del Espíritu, y por la Palabra según leemos: «Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia» (Ef.5:29). ¿No basta esto? ¿No es Cristo suficiente? ¿No basta el Espíritu Santo? ¿Tenemos necesidad de otra cosa que de las virtudes sin número que se encuentran en el nombre de Jesús? Los dones del Espíritu Eterno ¿no son acaso enteramente suficientes para el crecimiento y sostenimiento de la Iglesia de Dios? La presencia de Dios en la Iglesia, ¿no le asegura de todo aquello de que pudiera tener necesidad? ¿No responde a lo que cada hora puede exigir? La fe dice: «Sí», y lo dice con energía y seguridad. La incredulidad, la razón humana, dice: «No; tenemos necesidad además de muchas otras cosas». ¿Qué responder a esto? Simplemente lo que sigue: «Si Dios no es suficiente, no sabemos a dónde volver las miradas. Si el nombre de Jesús no basta, no sabemos qué hacer. Si el Espíritu Santo no puede responder a todas las necesidades de la comunión, del ministerio y del culto, no sabemos qué decir».

La suficiencia del nombre de Jesús

Se nos puede objetar que «las cosas no están hoy como estaban en el tiempo de los apóstoles; que la iglesia profesante ha caído; que los dones de Pentecostés han cesado; que los gloriosos días del primer amor de la Iglesia han desaparecido, y que, por consiguiente, es necesario adoptar los mejores medios que estén a nuestro alcance para la organización y el sostenimiento de nuestras iglesias». A todo ello nosotros respondemos: «Ni Dios, ni Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, ni el Espíritu Santo ha fracasado». «Ni una jota, ni una tilde de la letra de la palabra de Dios ha perdido su poder. El verdadero fundamento de la fe es éste: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y por los siglos» Él dijo también: «he aquí yo estoy con vosotros». ¿Por cuánto tiempo? ¿Será solamente durante los tiempos del primer amor? ¿Durante los tiempos apostólicos? ¿Sólo mientras la Iglesia continúe siendo fiel? No: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». (Mt. 28:20) Igualmente, cuando con anterioridad y por vez primera en todo el canon de la Escritura, se menciona a la Iglesia, propiamente dicha, encontramos estas palabras memorables: «Sobre esta roca (el Hijo del Dios viviente) edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella». (Mt. 16:18).

Lo que nos proponemos sostener es la suficiencia del nombre de Jesús para todas las necesidades de la Iglesia de Dios, en todos los tiempos y en todas las circunstancias. En los días apostólicos ese nombre tenía un poder supremo; ¿por qué no lo tendrá ya hoy día? Ese nombre glorioso, ¿ha sufrido algún cambio? No, ¡gracias a Dios! Pues bien; nos basta en este momento, y lo que nos conviene es confiar plenamente en él, y por lo tanto, apartarnos completamente de otro objeto de confianza para reunirnos a este nombre precioso y sin par.

¡Oh, lector cristiano, te exhortamos por todos los argumentos que deben influir sobre tu corazón, a que des tu más pleno asentimiento a esta verdad eterna: La plena suficiencia del nombre del Señor Jesucristo para la Iglesia de Dios, en cualquier condición en que se encuentre, durante todo el curso de su historia. Te exhortamos a no considerar esto como si fuese una teoría verdadera, sino confesarlo en la práctica, y entonces de seguro gustarías la profunda bendición de la presencia de Jesús acá abajo, bendición que debe gustarse para ser conocida, pero que habiéndola gustado una vez en realidad, jamás puede ser olvidada o renunciada por otra cosa alguna.

Fragmentos de «Estudios sobre el libro de Los Números».