La iglesia es mucho más de lo que estamos acostumbrados a entender por iglesia. La iglesia es el templo de Dios –que contiene la gloria de Dios– en la medida que ella es la expresión de Jesucristo.

Esto te escribo, aunque tengo la esperanza de ir pronto a verte, para que si tardo, sepas cómo debes conducirte en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad”.

– 1 Tim. 3:14-15.

Esta carta del apóstol Pablo a Timoteo pertenece al grupo de epístolas que escribió al final de sus días, poco antes de su muerte. Así que en ellas encontramos la carga final del corazón de Pablo antes de partir, aquello que él procuró dejar escrito especialmente a Timoteo y a sus colaboradores en la obra del Señor, y que eran las verdades y principios fundamentales que habían gobernado toda su vida y ministerio.

En estas cartas ya no tenemos las grandes revelaciones que Pablo escribió en Efesios, en Colosenses o en Filipenses. Lo que tenemos aquí son las palabras finales del apóstol, en las que él procura dejar establecido aquello que va a marcar un rumbo para la iglesia en los tiempos por venir.  Él sabe, como muchas veces lo ha anunciado antes, que todo un sistema de cosas, de costumbres y de formas va a ser introducido en la iglesia a partir de ese momento, y también sabe que la casa de Dios va a perder su forma, va a perder su contenido, va a ser cambiada en los siglos por venir, hasta el punto de convertirse en algo totalmente diferente de lo que está en el corazón de Dios.

Y por eso escribe a Timoteo acerca de la necesidad de que la casa de Dios sea guardada en su gloria, en su santidad, y en su dignidad. Y nos dice que la casa de Dios es la iglesia del Dios viviente. Por supuesto, la casa no es el lugar donde los hermanos se reúnen. La casa de Dios es la iglesia, y la iglesia son los hijos de Dios.

Pero aquí el apóstol Pablo no va a explicarnos qué es la casa de Dios. Simplemente hace una afirmación muy amplia, con un sentido muy general, porque él ya lo ha explicado antes. Este asunto –la casa de Dios– ha sido la carga particular de su ministerio. Durante los últimos 22 años de su vida, Pablo ha estado dedicado a comunicar a los santos la gloria y la grandeza de la casa de Dios; aquello que él denominó particularmente el misterio de Dios y de Cristo.

Cristo es el tabernáculo de Dios

Para decirlo de una manera muy simple, ¿qué es la casa de Dios? El apóstol Pablo en Colosenses dice que el misterio de Dios es “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria”. Así que la casa de Dios es Cristo en nosotros. ¿Cómo es esto?

En el Antiguo Testamento, Dios, en una figura, mandó edificar una casa física donde él podía encontrarse con el hombre. Así que la casa de Dios es, fundamentalmente, un lugar de encuentro entre el hombre y Dios. Y, cuando el hombre se encuentra con Dios, se encuentra con el propósito de Dios, la voluntad de Dios, la autoridad de Dios, y con todo lo que Dios tiene para el hombre.

Si en el Antiguo Pacto los hombres querían encontrar a Dios, tenían que ir a su casa, que primero estuvo en el tabernáculo del desierto, y luego en el templo de Salomón y los templos posteriores, hasta los días del Señor Jesucristo. En esa casa, el hombre podía encontrarse con Dios, con todas sus limitaciones, porque era un asunto de símbolos y figuras, una sombra de la realidad. Eso dicho de una manera muy simple en relación con la casa de Dios.

Ahora, en Juan 1:1 encontramos que el Verbo es la esencia misma de Dios. “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. El texto original dice que el Verbo estaba con Dios, vuelto cara a cara con Dios. Estaba en una relación de intimidad con Dios, de profunda comunión y compenetración con Dios, en una unidad perfecta, conociendo a Dios y siendo la perfecta imagen de Dios.

Ese era el Verbo en la eternidad, antes de que el mundo fuese creado. Siempre estuvo con el Padre, siempre conoció al Padre. Pero el Verbo que era Dios, dice Juan, se hizo carne. ¿Puedes ver la importancia de la afirmación de Juan? ¡Ese Verbo se hizo carne! Aquel que estuvo con Dios desde la eternidad, que compartió con Dios la gloria desde la eternidad, que ha conocido íntima y perfectamente a Dios desde la eternidad, y que es la sustancia y la esencia misma de Dios, se hizo carne.

Y cuando dice la Escritura que él se hizo carne, dice: “Y habitó entre nosotros”. Pero el texto griego dice más. Literalmente: el Verbo “puso su tabernáculo entre nosotros”. Esto nos lleva inmediatamente al Antiguo Testamento y al tabernáculo, el lugar donde Dios se encontraba con el hombre.

Pero ahora el tabernáculo no era una tienda, y tampoco un edificio; ahora el templo era la carne de Cristo, el Verbo encarnado. Ese es el verdadero tabernáculo de Dios. El verdadero templo de Dios es el cuerpo de Jesucristo, es la carne de Jesucristo. Dios hizo su morada en ese cuerpo. La plenitud de Dios descendió para habitar en ese cuerpo.

Cuando los hombres venían a Cristo, encontraban a Dios, encontraban la voluntad de Dios y el propósito de Dios. Encontrarse con Cristo era encontrarse cara a cara con Dios. Ya no más la sombra del Antiguo Pacto al acercarse a Dios. Ahora Cristo es el tabernáculo de Dios, habitando con los hombres y expresando a Dios mismo.

Quien tocaba a Cristo, tocaba a Dios; quien hablaba con Cristo, hablaba con Dios. ¡Qué cosa tan extraordinaria: el Dios del cielo, en la carne del Hijo de Dios!

Queridos hermanos, eso con respecto a Cristo. Cristo es el templo, es el tabernáculo de Dios. En él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad; él es la perfecta expresión de Dios hecho carne.  Uno no puede separar a Dios de Cristo, no puede encontrar a Dios si no es en Cristo, no puede hallar nada de Dios si no es en Cristo. No podemos ir al Padre si no es en Cristo y a través de Cristo. No podemos encontrar el propósito de Dios, la mente de Dios, los pensamientos de Dios si no es en Jesucristo. Aparte de Cristo, no sabemos nada de Dios y no tenemos nada que ver con Dios. Todo está en Cristo; él es el verdadero templo de Dios.

La revelación de Pablo

Pero hay algo más acerca del templo de Dios, y ese algo más es lo que Dios reveló especialmente al apóstol Pablo. Había en el corazón de Dios algo que aún necesitaba ser revelado.

Al comienzo, Pablo perseguía a la iglesia de Dios y la asolaba. Vean ustedes qué interesante es lo que él dice al final de Gálatas 1:13: “Porque ya habéis oído acerca de mi conducta en otro tiempo…”. Y recuerden lo que le dice a Timoteo: “Para que si tardo sepas cómo debes conducirte”. Y ahora dice: “Ustedes saben cuál era mi conducta en otro tiempo en el judaísmo, que perseguía sobremanera a la iglesia de Dios”.

Pablo perseguía a la iglesia; esa era su manera de conducirse frente a ella. La misma iglesia que luego va a llegar a ser la vocación de su vida era primero aquello que él perseguía. Y la perseguía sobremanera; estaba empecinado en destruirla. Arrastraba a los santos y los echaba en la cárcel. ¿Y por qué hacía eso? Porque no conocía a Jesucristo, y para él la iglesia era simplemente una secta, o un movimiento que habían distorsionado la fe judía en la cual él creía.

Todo eso afectaba profundamente el corazón de Pablo, y él consideraba que era su deber perseguir a la iglesia, para borrar el nombre de Jesús de la faz de la tierra; porque Pablo no sabía quién era Jesús.  Él nos dice que en el judaísmo aventajaba a muchos de sus contemporáneos, “siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis padres”. ¡Qué cosa tremenda, hermanos, son las tradiciones! Aquí no se refiere a sus padres naturales, sino a sus padres religiosos, a los grandes hombres del judaísmo, como Gamaliel y otros, de los cuales él recibió toda esa tradición.

El versículo 15 dice: “Pero…”. ¡Qué bueno que hay un “pero” aquí! Porque este es un “pero” que viene de Dios. “Pero cuando agradó a Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia, revelar a su Hijo en mí”. Esta es una afirmación extraña. No dice: “Revelarme a su Hijo a mí”, sino: “Revelar a su Hijo en mí”. Revelar a su Hijo dentro de mí. En lo profundo de mi ser, en mi hombre interior, en mi espíritu, y luego, a través de mi.

¿Qué ocurrió el día en que Dios se interpuso en la carrera de este hombre y reveló a su Hijo en él? Hermanos amados, cuando Dios revela a su Hijo en nosotros, todas las cosas cambian. Todo lo que hemos construido se derriba, todo lo que nos proponíamos en nuestro corazón se viene abajo. La revelación de Jesucristo mata lo del hombre natural, mata lo que viene del hombre según la carne, y da vida a lo que viene de Dios según el Espíritu.

Hechos 9 nos muestra que Pablo iba camino a Damasco persiguiendo a los discípulos; pero mientras iba con sus propios planes, con toda la carga del judaísmo sobre sus hombros, de repente, le rodeó un resplandor de luz del cielo, “…Y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? El dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón”.

Fíjense ustedes que Pablo estaba persiguiendo a la iglesia. Como él lo entendía, no estaba persiguiendo directamente a Jesús. En realidad, para Pablo, Jesús estaba muerto. Él perseguía a los discípulos de Jesús, a su iglesia. Pero de pronto, camino a Damasco, Jesús mismo, el Señor mismo, vivo y resucitado de los muertos, se le aparece en toda su gloria y le dice: “Saulo, ¿por qué me persigues?”.

Aquí hay algo extraordinario, porque este es el punto de partida de la carrera de Pablo como apóstol, y de la carga especial que él recibió del Señor. Lo que tuvo Pablo fue una visión celestial, que desde ese día en adelante dominó el curso entero de su vida. Esta visión atrapó a Pablo y lo impulsó hacia delante, hasta el último día de su vida, hasta rendir su vida por amor a Jesucristo.

Pero hay algo más. Él no entendió inmediatamente el significado completo de la visión. Le llevó muchos años de su vida comprender la visión que había recibido. Fíjense ustedes lo que vio el apóstol Pablo. Él vio a Jesucristo. Pero también algo más: aquello que el Señor le dijo y que el Señor le reveló ese día. Él le dijo: “Saulo, ¿por qué me persigues?”.

Pablo debe haber quedado perplejo. Él no estaba persiguiendo al Señor. ¿Cómo podía él perseguir al Señor, si estaba muerto? Y si estaba vivo en el cielo, ¿cómo podría él perseguir a alguien que está en los cielos? Imposible. Pero él le dice: “¿Por qué me persigues?”. Entonces, aquí comienza la revelación de Cristo en Pablo. Y, ¿cuál es esa revelación? Esa revelación es la iglesia, la casa de Dios.

Pablo vio ese día no sólo a Jesucristo; ese día también vio lo que es realmente la iglesia de Jesucristo. Vio ese día que la iglesia no es una organización humana, no es una agrupación o asociación con fines religiosos, no es un grupo de personas siguiendo a un hombre; no es nada que pueda ser igualado a algo de este mundo. Él vio ese día que la iglesia es Jesucristo; porque cuando él tocaba a la iglesia, tocaba a Cristo, y cuando él tocaba a los miembros del cuerpo de Cristo, él tocaba a Cristo. Entonces comprendió que la iglesia es una sola cosa con Cristo, y que Cristo vive y está en la iglesia. ¡Bendito sea el nombre del Señor!

Yo sé, hermanos, que estoy repitiendo cosas que ustedes saben, no estoy diciendo algo nuevo. Pero lo importante, no es saber las cosas, sino lo que hacemos con las cosas que sabemos. ¿Somos consecuentes con lo que sabemos? ¿De qué sirve saber lo que es la iglesia, si no andamos como es digno de ese conocimiento? Pablo le dice a Timoteo: “Para que sepas cómo debes conducirte en la casa de Dios”.

Por supuesto que Timoteo sabía qué es la casa de Dios; pero no se trataba simplemente de saberlo. Porque podemos estar llenos de un conocimiento teórico de las cosas celestiales, y no vivir la realidad de lo que son. El apóstol Pablo vio a la iglesia en Cristo, y desde ese día él vivió para esa visión.

Ah, esto es algo muy difícil, porque es una revelación. Los hombres tienden siempre a hacer de la iglesia algo más pequeño de lo que ella es. Pablo se enfrentó con ese problema. Él era un judío. Los judíos tenían una esperanza acerca del Mesías, tenían toda una serie de ideas acerca de lo que el Mesías debía ser cuando viniera. Pero cuando finalmente llegó, no encajaba en sus cánones y sus moldes. Toda su tradición se hizo añicos frente a Jesucristo; todo lo que ellos pensaban resultó falso cuando vino Jesucristo. Estaban llenos de ideas, pero ninguna de esas ideas correspondía a la realidad.

He aquí nuestro problema, y por eso Pablo le escribe a Timoteo, porque al igual que los judíos con sus tradiciones, sus conceptos e ideas, nosotros también estamos en peligro de volver a la iglesia en algo más pequeño de lo que ella es; convertirla en algo meramente humano. Siempre estamos en peligro de reducir la iglesia. Esa es nuestra tendencia natural. Me explico: Los judíos tenían un ritual, una sinagoga, una serie de formas y de maneras establecidas, y creían que estas eran la esencia de todo. Pero Cristo no encajaba en aquello que tenían.

Ahora, cuando Pablo vio la iglesia, él la vio como la expresión de Jesucristo. Esa fue su visión de la iglesia. Él no llegó a la iglesia como llegamos algunos, en una reunión de hermanos que están cantando y alabando al Señor. Entonces tú dices: “Ah, esto es la iglesia: La forma en que se reúnen, cantan y adoran”. Pero eso no es la iglesia. A lo sumo, puede ser una expresión de la iglesia.

Pero, esencialmente, ¿qué es la iglesia? La iglesia es la expresión de Jesucristo; la iglesia es el cuerpo de Cristo. Y esto, ¿qué quiere decir? Que si Cristo es el templo de Dios; y, luego, si Cristo está en nosotros, entonces la iglesia también es el templo de Dios. Pero no lo es sino por cuanto Jesucristo mora en la iglesia. Dicho en otras palabras, la iglesia es el templo de Dios en la medida que ella es la expresión de Jesucristo.

Nosotros podemos llamar iglesia a muchas cosas, pero lo único que puede ser llamado iglesia desde el punto de vista de Dios es lo que procede de Cristo. Y cuando Pablo vio la iglesia, la vio como el cuerpo de Cristo. No sólo vio a Cristo, sino que vio el edificio que se levanta sobre Cristo, piedra sobre piedra, hasta una altura, una dimensión y en una expresión inconmensurables.

Hermanos amados, ¿cuál es el tamaño de Cristo? ¿Cuánto abarca Cristo?¿Hasta dónde llega Jesucristo? ¿Dónde comienza y dónde termina? ¿No lo sabes? Entonces, tampoco puedes decir dónde comienza y termina la iglesia, porque la iglesia es Jesucristo; es tan grande como Jesucristo. Ella llega hasta donde llega Jesucristo. Ese es el misterio de Dios: que él no sólo tiene a Cristo como su templo, sino que también Cristo tiene a la iglesia como su cuerpo y como su templo. Y que Dios no sólo está morando en Cristo, sino también en la iglesia, por medio de Jesucristo. Eso, hermanos, nos habla de la grandeza de la iglesia como cuerpo de Cristo.

El tamaño de la ciudad

El apóstol Juan describe la nueva Jerusalén, que es la expresión final de la iglesia. Con independencia de las interpretaciones literales de este pasaje, quisiera que consideremos una interpretación espiritual. Hay una cosa muy interesante en el capítulo 21 de Apocalipsis, cuando el apóstol ve a la iglesia como a la nueva Jerusalén que desciende del cielo de Dios, con la gloria de Dios, como una piedra preciosísima.

Los versículos 15 y 16 nos dicen que el ángel que le mostraba la nueva Jerusalén le dio una caña de medir para que midiera la ciudad: “La ciudad se hallaba establecida en cuadro, y su longitud es igual a su anchura, y él midió la ciudad con la caña, doce mil estadios”. Un estadio son 180 metros. Doce mil estadios son 2.160 kilómetros, más o menos, la distancia entre Santiago y Arica.

Imaginen una ciudad que comienza en Santiago, sigue hasta Arica, da una vuelta en cuadro hasta la costa de Brasil, desciende hasta la altura de Santiago y cierra el cuadro. ¿Qué ciudad puede tener ese tamaño? Nosotros vivimos en una era en la que podemos remontarnos a las alturas en un avión, y mirar la tierra desde allí. Luego, podríamos observar una ciudad de ese tamaño. Pero en el tiempo del apóstol Juan, eso era imposible. Nadie hubiera podido concebir una ciudad de ese tamaño. Israel mismo, no medía ni la quinta parte del largo de esta ciudad.

Entonces, ¿qué quiere decir la palabra del Señor con tales medidas y proporciones? Porque, luego se nos dice que el muro tiene el mismo alto, es decir, que también tiene 2.160 kilómetros de altura. El monte Everest, el más alto de la tierra, tiene 8 kilómetros de altura. Pero, piense ¡2.160 kilómetros de altura! Vale decir, usted podría levantar la vista y no divisar jamás el término de los muros de la ciudad. ¿Por qué dice esto la Escritura? Porque nos está mostrando que la iglesia, tal como Dios la concibió, es más grande de todo lo que nosotros podamos imaginar o pensar, pues ella es la expresión plena de Cristo.

¡Qué grande es nuestro Señor Jesucristo, y qué grande es la ciudad que lo expresa, porque ella es la perfecta expresión de su gloria, de su persona, de su naturaleza y de su carácter! La ciudad completa está hecha de Cristo. Cada piedra ha sido tallada en la cantera de Cristo, y cada detalle de la ciudad ha surgido de él por obra del Espíritu Santo. Ella es la perfecta expresión de Cristo, y por eso tiene una dimensión inconcebible para nosotros.

El apóstol Juan escribió con la intención de mostrarnos esto, lo mismo que Pablo cuando dijo: “Indiscutiblemente grande es el misterio de la piedad”. El misterio de la piedad consiste en que Dios se hizo carne, y eso nos conduce a la iglesia. Pero, ¿por qué el apóstol Juan nos dice esto mismo? Por la misma razón que lleva a Pablo a advertir a Timoteo, pues nuestro mayor peligro es reducir la iglesia a algo más pequeño de lo que en verdad es.

Hermanos amados, cuánto peligro tenemos de “localizar” a la iglesia, y creer que la iglesia se reduce, para fines prácticos, sólo a la localidad. No, hermanos, es al revés: la localidad tiene que expresar lo que la iglesia es en Cristo, pero la iglesia no puede ser reducida a la localidad. No podemos pensar que la iglesia es tan pequeña como el grupo que conformamos, porque eso es reducir a Cristo.

Necesidad de ensanchar la visión

¿Cuántos están dispuestos a permitir que el Señor ensanche su visión? ¿Cuántos quieren obedecer a la Palabra y no saberla simplemente? No sirve de nada saber sin obedecer. Es necesario obedecerla. Como dice Pablo: “Yo no fui rebelde a la visión celestial”. ¿Podemos obedecer?

Que el Señor ensanche nuestra visión, que agrande la medida de nuestro entendimiento, que ensanche nuestro corazón, nuestro espíritu, para entender. Como dice en Isaías: “Ensancha el sitio de tu tienda, las cortinas de tus habitaciones; no seas escasa, porque te extenderás a la mano derecha y a la mano izquierda”.