La cruz forma parte de la naturaleza misma de Dios.

La predicación de la cruz está en el centro de la predicación de Cristo. Para Pablo no había un mensaje con mayor relevancia que éste: predicar a Cristo y a éste crucificado. Sin embargo, en muchos contextos cristianos, este punto de la predicación se ha dejado de lado, cambiando el enfoque hacia otros aspectos, tales como los carismas, la prosperidad, la unción, los milagros, etc. Sin lugar a dudas, ellos tienen una parte en la obra de Dios, pero no constituyen la columna vertebral del mensaje de la predicación cristiana. Cristo crucificado debe seguir ocupando el primer lugar de la predicación cristiana.

La eternidad de la cruz

Tal vez sorprenda el hecho de que la cruz sea eterna y seguirá siendo eterna, ya que forma parte de la naturaleza misma de Dios. Siendo que la cruz es intrínseca e inherente a la naturaleza divina, y siendo que nuestro Dios es eterno, es propio que la cruz también lo sea. La cruz se ha hecho visible en la forma como la deidad se relaciona entre sí: El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo han vivido la cruz eternamente; ha sido su estilo de vida desde siempre. Ahora bien, la criatura humana que fue hecha a la imagen y semejanza de Dios, necesariamente tenía que tener esta misma cualidad.

Cuando Dios creó al hombre, tuvo en cuenta la cruz para él, entregándole una primera lección de la cruz al pedirle que se negara a comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Sabemos que el pecado consistió en desobedecer este mandamiento, lo que trajo como consecuencia la pérdida de la cruz en la naturaleza del hombre. El árbol de la vida era una forma de cruz, ya que al comer de este árbol el hombre tendría un sustituto para vivir; otra vida estaría dentro de él y así, tendría que aprender a convivir con una vida que le restaría la vida de su yo, llevándole a negarse a sí mismo para vivir por otra vida, distinta a la suya, dentro de sí.

Perder la cruz significó perder la vida de Dios: No comer del árbol de la vida significó la muerte. Es decir, la separación de Dios, la pérdida de la dependencia de Dios. Esto fue fatal, pues al no tener la vida de Dios que emana del árbol de la vida, el hombre se tornó un ser independiente de Dios con una vida humana propia, limitada y caída; una pobre vida terrenal, pecadora y apartada de Dios; destituida del todo con un abismo de separación. Pues la muerte es eso: separación.

En cierto sentido, lo que ha permitido por toda la eternidad la unidad de la Deidad es la cruz. Esa capacidad de negarse para darle lugar al otro es lo que ha posibilitado la unidad del Dios trino. Nunca han perdido la cruz. Es ella la que los ha regulado en la multiplicidad de relaciones que han tenido desde la eternidad. Jamás ninguno de ellos ha soslayado la cruz; siempre ha estado presente en cada una de las decisiones que han tomado y de las acciones que han llevado a cabo.

La desgracia del cristianismo es que los cristianos conocen tan sólo un aspecto de la cruz y tal vez muchos ni siquiera conocen bien este aspecto: el de la obra de la cruz; lo que pasó en la cruz donde el Cordero de Dios fue ofrecido. Tener revelación de este hecho es absolutamente primordial en la vida cristiana; si no se conoce esto, entonces tampoco se sabe cómo es que Dios nos salvó. Pero más allá de este glorioso acontecimiento de la obra de la cruz, está lo que se llama o conoce como el camino de la cruz. Esto es, que la cruz debe estar incorporada desde ahora y para siempre en cada uno de los cristianos como el estilo de vida de Dios. Hay que entender que esta es una forma de vida que nos acompañará por toda la eternidad. Nunca podemos –ni podremos– prescindir de la cruz, porque sería como vivir sin la vida de Dios, lo cual es imposible, si es que queremos vivir eternamente en la gloria de Dios.

Por esto es que la salvación del hombre se hace presente a través de una cruz que se manifiesta en la historia, en el espacio y en el tiempo del hombre. La cruz no fue una novedad para Cristo. Su vida terrenal demostró que en él estaba incorporada la cruz, porque la vida que le movía aquí en esta tierra no era la vida suya que como hombre poseía, sino la vida del Padre que le había enviado. Nuestro Señor Jesucristo estaba plenamente consciente de que había una hora de muerte que le esperaba. Esto significaba para él la prueba más grande que le tocaría enfrentar en relación al estilo de vida de Dios: la cruz. Esta era la que siempre le había permitido preferir al Padre antes que a sí mismo, y ahora se vería enfrentado a ella; mas no por sí mismo, sino por el pecado del mundo entero.

Si no aceptaba la cruz, no perdería nada. Sólo que el plan de Dios de sacar adelante la raza humana no podría ser realizado. Pero, ¡gloria al Señor Jesús porque se negó a sí mismo, tomó la cruz aceptando la voluntad del Padre antes que la suya! Nunca en el tiempo eterno la Deidad se había enfrentado a una prueba tan grande. Dios habría seguido siendo Dios y el Hijo de Dios habría seguido disfrutando de la gloria con el Padre por toda la eternidad si no hubiese aceptado la cruz. Porque en este caso esta cruz no era por él, por alguna responsabilidad suya o por algún error suyo (cosa que jamás hubo), sino por el pecado de otros; de la raza que había perdido la cruz por su pecado, por preferirse a sí mismo antes que a Dios. ¡Bendito sea el Señor Jesucristo que nos salvó mediante la cruz, para que ahora no sólo seamos recuperados por la cruz, sino que vivamos victoriosamente por ella, desde ahora y para siempre!

La cruz no es sólo un principio de vida que mueve a los cristianos, sino que es la misma vida de Dios que nos ha sido dada y que nos mueve. Aunque la cruz es símbolo de muerte –lo es en tanto mata lo terrenal en nosotros– en otro aspecto, la cruz es sinónimo de vida, pues sin ella es imposible hallar la verdadera vida.

La gloria de la cruz

Para Pablo, vivir por la cruz fue el hallazgo más glorioso que pudo acontecerle a su vida; tanto que llegó a decir: «Pero lejos esté de mi gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí y yo al mundo» (Gal.6:14). Se puede observar notoriamente que la cruz está en el centro de toda su cosmovisión. Lo tremendo es que para Pablo esto no era algo penoso, sino muy por el contrario, era lo más glorioso que podía exhibir. Muchos presentan la cruz como algo terrible; es cierto, que desde el punto de vista de aquello que la cruz mata, es algo doloroso; pero, el acento no debe estar allí sino en lo que ganamos por la operación de la cruz. Pablo había llegado a descubrir el aspecto positivo de la cruz; al respecto dice: «Para mi el vivir es Cristo y el morir es ganancia» (Fil.1:21).

La cruz de Cristo es Cristo mismo. Es el estilo de vida que él nos reveló diciendo: «Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, el también vivirá por mi» (Jn. 6:57). Se comprende que el Señor Jesús vivió por la vida de Otro: por el Padre; de la misma manera, él espera que los que le conozcan (coman) vivan por Él. En este punto, la cruz tiene un doble efecto: mata y da vida al mismo tiempo, pues al preferir la vida de Cristo en nosotros, morimos a nosotros mismos para posibilitar que sea Él quien viva por y a través de nosotros. Lo que Dios está buscando con esto es tener una familia de hijos que sean como su Hijo Jesucristo. Una familia que aprenda el vivir divino, que sea formada a la misma imagen y semejanza de Dios, una familia celestial que haya incorporado la cruz en su forma de vida.

Antes que el amor y la gracia de dar, se encuentra la operación de la cruz, pues tanto el amor como el dar requieren de un acto de negación de lo que es de uno para darlo a otro por amor. Así fue como la cruz operó en Dios el Padre para donarnos a su precioso Hijo por amor a nosotros, y así también, la cruz operó en Cristo para llevarle a dar su vida. No tan sólo porque el Padre lo quería, sino también porque él mismo ofreció su vida en rescate de los pecadores. Ambos se negaron para dar a otros lo que era suyo, por amor.

Para el apóstol Pablo esto estaba muy claro: «Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2Cor.4:11) Todos los siervos de Dios han de tener esta misma visión en cuanto a la operación de la cruz. De la muerte a la vida o a través de la muerte a la vida; no es de otra forma. Se habla de pagar un precio en el servicio a nuestro Señor Jesucristo. Algunos llegan a decir que el precio ya lo pagó nuestro Señor. Es cierto que nuestro Señor pagó el precio por nuestro rescate. Eso tan sólo él lo pudo hacer. Sin embargo, todo siervo de Dios será conducido inevitablemente a pasar por la cruz permanentemente rindiendo su vida, pues de otro modo, la vida de Cristo no se manifestará a través de él.

Entre el mundo y mi «yo» está la cruz que mata al uno como al otro, no para destruirlo, sino para salvarlo, dándole aquello que perdió en el origen. El árbol de la vida es Cristo crucificado; y allí, junto a él, fue crucificada toda la raza que rehusó la cruz. El favor más grande, la salvación más grande, la misericordia más grande de Dios para nosotros fue habernos devuelto la vida mediante el árbol de la cruz. Recordemos que el árbol de la vida fue quitado en el Edén y aún fue puesto un querubín con una espada desenvainada en el huerto para que no dejara entrar a nadie, indicando así que no sólo perdimos el árbol de la vida sino que junto con eso, perdimos también la entrada al huerto donde estaba la comunión con Dios. ¡Bendito es Dios que ahora en Cristo se nos devuelve el árbol de la vida mediante el árbol de la cruz, para que retornemos a la comunión y a la dependencia de Dios!

La cruz fue necesaria para nuestra redención, sigue siendo necesaria para nuestra santificación, y seguirá siendo por toda la eternidad una parte constitutiva de nuestra naturaleza celestial. Necesitaremos la cruz para relacionarnos eternamente con Dios mediante nuestro Señor Jesucristo, y en las múltiples relaciones que tendremos los ciudadanos del reino de los cielos. Cada vez que experimentemos la cruz en este mundo, no pensemos que es algo extraño lo que nos acontece; en realidad es lo más normal. Lo que pasa es que hoy la cruz suele ser dolorosa, pues ella mata lo que es propio de la naturaleza terrenal y por supuesto a nadie le gusta este aspecto de la cruz. Pero si tan sólo comprendemos cuán necesario y conveniente es que seamos purificados mediante la operación de la cruz, lo soportaremos con gozo sabiendo que por delante está la gloria de Dios esperándonos. Allí el dolor de la cruz desaparecerá, pues seremos revestidos con la gloria de Dios. Entonces vivir la cruz en la eternidad será un deleite, pues allí no estará el cuerpo pecaminoso carnal, sino el poder de una nueva creación. Para entonces la cruz habrá sido incorporada completamente en todos los participantes del reino celestial. Aunque el dolor de la cruz habrá desaparecido, ella seguirá siendo el modo de vida de la familia celestial.