Estabas mirando, hasta que una piedra fue cortada, no con mano, e hirió a la imagen en sus pies de hierro y de barro cocido, y los desmenuzó».

– Daniel 2:34.

El Señor nos muestra en su palabra dos figuras: la estatua de Nabucodonosor y la iglesia. La estatua del sueño de Nabucodonosor es la figura del hombre. Es Adán y los reinos de este mundo, que comienzan en gloria y terminan en el polvo, como barro. La estatua es algo forjado por manos humanas, figura de la decadencia del hombre pecador.

En el sueño de Nabucodonosor, una piedra fue cortada sin ayuda de manos (sin intervención de los hombres), e hirió a la estatua en los pies, y los desmenuzó. El Señor mismo nos da la interpretación de este sueño. Esta piedra es Cristo. Dios el Padre suscitará un reino que no será jamás destruido, ni pasará la soberanía de este reino a otro pueblo, sino que desmenuzará y consumirá a todos los reinos de la tierra, y subsistirá para siempre (Dan. 2:44).

Esta piedra es Cristo, y los hijos de Dios somos las piedras vivas de ese edificio: «Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo» (1 Ped. 2:4-5). Esta es su iglesia, donde Jesucristo es el fundamento y la piedra angular, y nosotros las piedras del edificio. Cristo es la cabeza, y nosotros somos su cuerpo.

En Adán vemos una estatua que subsistirá por algún tiempo. En Cristo vemos un Cuerpo; aunque sea una piedra, es algo vivo, no hecho por manos humanas, sino por la mano de Dios, «en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Ef. 2:21-22). La estatua nos muestra al primer hombre: Adán. El Cuerpo nos revela al segundo hombre: Cristo. El primero es algo sin vida, el segundo es vivo, y subsistirá para siempre.

Los reinos de este mundo, aunque un día fueron sublimes ante los ojos humanos, se volverán como el polvillo de las eras en verano, y el viento los llevará, y no se hallará más vestigio alguno de ellos (Daniel 2:35). «No así los malos; que son como el tamo que arrebata el viento» (Sal. 1:4). El reino de nuestro Señor subsistirá por siempre. Nunca será pasado a otro pueblo; seremos reyes y sacerdotes en un reino que nunca será conmovido. ¡Aleluya!

¿Dónde están puestos tus ojos? «No mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2 Cor. 4:18). Por eso, habiendo recibido nosotros un reino que no puede ser conmovido, retengamos la gracia, por la cual servimos a Dios con reverencia y santo temor (Heb. 12:28).

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