Lucas 2:25-32.

El anciano encorvado se acerca a María, la madre de Jesús. Sus rodillas tiemblan, no solo por sus años, sino más que nada por la emoción. Allí, en brazos de esa joven mujer, está Aquél a quien él ha estado esperando tanto. Dios le había prometido que vería este día. Sus días se fueron alargando sobre la tierra por esta sola razón. Y ahora le tiene aquí, al alcance de la mano.

Es tan solo un pequeño niño, igual a muchos otros que ha visto. Pero al mirarlo con los ojos de la fe, su mirada trasciende el tiempo y el espacio. Este es el Eterno, el Creador y Sustentador de todas las cosas. Abraham corrió delante de él para servirlo; Moisés tembló en su presencia; Josué se quitó el calzado de sus pies. Ahora, hacía poco, Elizabet había gritado de gozo, llena del Espíritu, y la criatura de su vientre había saltado dentro de ella. ¿No era éste el Santo de Israel?

Entonces lo pide a su madre, y lo toma en sus brazos. Su corazón se conmueve, la barbilla tiembla, el brillo de sus ojos es tal, que la madre teme que se le caiga de los brazos. Sus labios se abren con emoción. Su garganta, débil, apenas deja escapar, en un hilo de voz unas pocas palabras: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos”.

Una esperanza tanto tiempo acariciada que se cumple de pronto, con la sencillez de las cosas cotidianas, es como para no creerla; pero estaba allí. Dios había sido muy claro en las señales que le había dado. Esa mujer joven, ese hombre, y el Niño.

Tras esas palabras, todo el gozo que podía caber en su corazón debe haber inundado su carne ya vieja, vivificándola. No hubiese querido entregarlo, sino seguir abrazando ese montoncito de carne acariciada entre sus ropas ajadas. Luego, al salir del templo, más de alguno debió de oírle musitar, a su paso, como en locura senil, mientras recorría plácidamente el camino a casa:“¡He visto a mi Señor! ¡Oh, he visto a mi Señor!”.

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