EVANGELIO

¿Cuántos ojos que pasan por estas páginas no conocen este profundo manantial?

Éste nos aliviará…».

Gén. 5:29.

Así nos habla el patriarca Lamec. Esta es su exclamación de gozo al recibir a su primogénito Noé. Él trabajaba solo aquella tierra endurecida por la maldición, la cual únicamente producía cardos y espinos. Pero ahora se le da un hijo para que comparta los sinsabores de su labor diaria y, animado por esta esperanza, le llama Noé, que significa descanso o alivio.

Lector, en estas páginas solo se busca una cosa: el máximo bienestar de las almas imperecederas. Por esta razón, no voy a examinar la posibilidad de que este nombre haya sido dado como un rayo anunciador del Salvador que había de venir. Prefiero ir en busca de realidades. Prefiero indagar las buenas nuevas que relucen en el Evangelio.

Los tormentos del alma

En primer lugar, debo afirmar una realidad tan antigua como la caída y tan extendida como la humanidad: Un mundo pecador es, por necesidad, un mundo de lágrimas. Dondequiera que estemos, nuestra sombra es la aflicción. Fue así antes del diluvio y lo sigue siendo ahora. En todos los ambientes y categorías, la mente está exhausta y el corazón enfermo.

A continuación declaro una verdad que vino, como una hermana gemela, con la primera promesa: Tenemos una consolación. Desde el seno de su amor, Dios ha enviado a Cristo Jesús para ser la Consolación de este mundo maldito.

Mi ardiente deseo sería que este conocimiento celestial derramase, más abundantemente, su bálsamo reparador. Gimo porque los hombres beben las heces de la amargura, teniendo torrentes de sanidad que fluyen veloces a su lado. Permitidme, pues, que os invite a que entréis conmigo, por unos instantes, a los recintos de la pesadumbre terrenal. Allí os mostraré que Jesús es como una almohada para la mente febril, un reconstituyente para el espíritu débil, una tabla para el náufrago, un descanso para el atormentado.

Apenas es necesario decir que el corazón de la miseria es la miseria del corazón, y que el alma de la angustia es la angustia del alma. Pero, ¿dónde reside este sufrimiento intenso? Con toda certeza, en el pecho de aquel cuya conciencia está despierta para discernir la naturaleza, la maldad y la retribución de sus pecados. Su propio engaño se convierte en un lecho de espinos. A sus ojos, Dios aparece airado en su terrible justicia. La ley retumba en sus oídos con una maldición espantosa. Si quiere avanzar, se encuentra al borde del infierno, y no se atreve a moverse pues el próximo paso puede precipitarle en las llamas; y tampoco quiere dormir por temor a despertarse entre los condenados.

La fuente del consuelo

¿De dónde puede venirle el consuelo a un alma atormentada de este modo? De la tierra no puede surgir, porque ¡cuán pobres son los encantos que el mundo ofrece!

El mundo no posee nada excepto para un hombre cegado por el pecado. Cuando las cosas se ven como son en realidad, todos los caprichos terrenos vienen a ser como burbujas vacías. Para que el alivio tenga valor ahora, debe venir del cielo.

Todo es una burla si no me habla de la reconciliación con Dios, del perdón del pecado, de la salvación del alma. Solo Jesús puede sacarla de esas profundidades terribles y guiarla temblorosa hasta Su cruz. Allí le revelará al Padre celestial revestido con las glorias de su amor eterno. Su propia agonía constituye el fin de la ira divina. Él puede mostrar la espada justiciera clavada en su propio corazón, las llamas vengadoras extinguidas con su propia sangre, la mano que antes se alzaba para castigar extendiéndose para bendecir. El infierno cargado sobre el Inocente, y el cielo dado gratuitamente a los culpables.

¿No es esto consolación? Lo es, ciertamente, y él la derrama por sus manos taladradas y su costado abierto. ¿No es esto, repito, consolación? Pregúntale a aquel que la haya probado. Pregúntale a aquel carcelero que, atacado por el pánico, se precipitó en la celda sabiendo que su castigo sería terrible. Allí oyó de Jesús, la paz calmó sus temores y se regocijó creyendo en Dios con toda su casa (Hech. 16:29-31).

Una caída dolorosa

Pero ocurre muy a menudo, por desgracia, que los que se han refugiado en esta roca, como marinos perdidos, se apartan otra vez. Cesan de velar y orar, y el tentador encuentra una puerta abierta. Descuidan los medios preservantes de la gracia, y el enemigo se introduce. El Espíritu, entristecido, se retira, y la corrupción vuelve a ganar todo su poder.

¡Ay de los apóstatas! ¡Cuánta miseria hay en ellos! Vuelven a tener la sensación de su situación peligrosa y además la amargura de sus propios reproches. Se dan cuenta de su bajeza al traicionar al Amigo que les había dado vida cuando aún estaban llenos de sangre.

Tal vez sea ésta tu propia agonía. Si antes tenías descanso en Jesús y ahora ha desaparecido, es solo por tu culpa. Él no te separó de sí mismo; tú te marchaste, y ahora suspiras: ¡Oh, si todo fuera como en los días cuando el Sol de Justicia brillaba sobre mi senda! Llora, porque tu caída es dolorosa, pero ten esperanza porque Jesús está cerca aún, y su voz te dice: «Vuélvete… no haré caer mi ira sobre ti…» (Jer. 3:12). Nunca se muestra su ternura tan tierna como cuando calma los sollozos de los que, arrepentidos, lloran ante él. Vuelve, pues el Señor continúa extendiendo sus brazos de misericordia. Él es el médico y el bálsamo de Galaad; él no puede permanecer silencioso ante aquel que clama: «Vuélveme el gozo de tu salvación» (Sal. 51:12).

Sentimientos erróneos

Hay otros que, aunque andan cerca del Señor, viven intranquilos. Con gratitud dicen: «Hasta aquí nos ayudó Jehová», pero el cielo les parece muy distante, la peregrinación larga, los adversarios numerosos y su propia fortaleza se tambalea. Miran los vientos y las olas y se sobrecogen de espanto; como David, creen que un día perecerán a manos de Saúl.

Lector, tal vez tengas también tales sentimientos erróneos. Si Jesús no fuera quién es, podrías desmayar; pero te invito confiadamente a que te levantes y te sacudas el polvo. Abre los ojos y lee en su corazón. Él te habla con palabras de aliento; te habla de la fidelidad de su amor que, de igual modo que no tuvo principio, no puede tampoco tener fin; te lleva al abrigo de sus alas y allí apaga todas tus dudas con promesas tan grandes como generosas, tan tiernas como innumerables. Él te dice: «Porque yo vivo, y vosotros también viviréis … vuestra vida está escondida con Cristo en Dios». Si pides consolación más rica, pides más de lo que Dios puede dar.

Enfrentando la aflicción

Pero las aflicciones vendrán sobre ti como una marea incesante. Hay que esperarlo así; es nuestra suerte común. No hay hogar tan humilde cuya puerta no halle la aflicción, ni palacio tan altivo por cuya escalinata el dolor no suba. La fe no protege de esto. «En el mundo tendréis aflicción». Pero recibe la aflicción con los brazos abiertos, si con ella viene Jesús. El verdadero creyente siempre lo hace así.

La salud puede marchitarse como una flor; la debilidad y la enfermedad se pueden cebar en nuestro cuerpo; puede haber intranquilidad hasta el alba. Pero Jesús apacigua con sonrisas la frente contraída por el dolor, y tranquiliza con silbo apacible la noche desvelada.

Pueden derrumbarse las posesiones terrenales y reinar la pobreza donde imperó la abundancia. ¿Faltará también el sustento del creyente? ¡Oh, no! Todos sus tesoros se encierran en esta frase: «Jehová es mi pastor; nada me faltará».

Los amigos nos pueden abandonar, y sus miradas huidizas nos hacen estremecer. La traición y el odio pueden entrar donde un día el amor triunfó. Jesús pasó por esta prueba en su forma más amarga; por eso, él está pronto a demostrar que no cambia en este mundo mutable, y él aumenta su amor estando más unido a nosotros que un hermano. Su propia presencia llena con creces todo vacío interno.

Pero la muerte se acerca con pasos veloces. Sí, pronto descorrerá la cubierta de tu cama para sacarte de allí con mano helada. Entonces necesitarás un consuelo fuerte, pues un puntal gastado ya no puede resistir. Pasarás por el valle de sombras, pero no a solas, porque Jesús murmura: «Yo estoy contigo; yo te llevo a mi casa de muchas moradas». Así que la última prueba es la mejor consolación.

Jesús, nuestra consolación

Creyente, te ruego que vivas y mueras haciendo de Jesús tu consolación, y que seas diestro en este arte feliz. Habitúate a meditar diariamente en él, en sus promesas y en sus obras. Mantén una comunión estrecha con él. Mide la anchura, la largura, la profundidad y la altura de su obra y su misión. Asegúrate de que todo lo que él es y tiene, todo lo que ha hecho, hace y hará, es tuyo.

Nunca has estado ausente de su corazón, ni puedes estarlo, porque eres un miembro «de su cuerpo, de su carne, y de sus huesos». Permanece siempre en él, y siempre tendrás abrigo. Golpea, también, la roca de las promesas con la vara de la fe. Las aguas dulces manarán y fluirán con amplitud y hondura por este canal: «Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios» (Is. 40:1).

Paséate a menudo con los fieles peregrinos de la antigüedad. Su compañía es preciosa. Aunque estén llenos de pesares, siempre están gozosos. Aunque, como Jacob, sean vagabundos sin hogar, siempre están consolados. Aunque para salvar su vida tengan que huir y ocultarse en las cavernas de la tierra, como David, están consolados.

Si, como aquellos tres jóvenes cautivos, tienen que pasar por el fuego de la persecución, están consolados. Si tienen que enfrentarse a todo peligro, aún a las tormentas más furiosas, como Pablo, o si tienen que dar fiel testimonio ante la chusma burlona o ante tiranos altivos, como este apóstol, están consolados. Si mueren la muerte del mártir bajo una lluvia de piedras, como Esteban, están consolados. Aunque lo pierdan todo, ellos nunca pierden la consolación, porque ésta es Jesucristo mismo; la obra de su espíritu; el don de su gracia; la prueba de su presencia; la degustación de su cielo.

Quizás algunos ojos que pasan por estas páginas no conocen este profundo manantial de consolación. ¡Pobre! Tu corazón está desconsolado. Has sembrado vanidad y, ¿qué vas a segar? Has hecho del mundo tu todo y, ¿qué te ha ofrecido? El que obtiene mucho, codicia más, porque las posesiones no contentan.

Si esta hora asusta, la próxima es como un abismo temido. Vagas por los campos de la ansiedad y no hallas dónde reposar. La sociedad es un vacío insípido, y tu soledad es como una lúgubre negrura. ¿Dónde están tus consolaciones? No te acuerdas de ninguna, ni las posees ahora, ni se asoma ninguna por tu horizonte.

En tu interior una voz te condena diciéndote que es verdad. No te apartes, pues, de la voz implorante de esta página.

Convéncete y consiente; consiente en ser feliz. «Buscad a Jehová mientras puede ser hallado». Ampárate en su misión: «Ciertamente consolará Jehová a Sion». Ampárate en su oferta: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar». Ampárate en su título: «La consolación de Israel». Ampárate en su tierna voz: «Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros». Ampárate en el mandamiento celestial: «Consolaos, consolaos pueblo mío».

No ceses de suplicar hasta que puedas decir de Aquel que es mayor que Noé: «Este nos aliviará…».

De El Evangelio en Génesis