La comunión es el estilo de vida que la Divinidad ha tenido en la eternidad.

…porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó; lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo … Fiel es Dios por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor … y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío… Yo en ellos, y tu en mí, para que sean perfectos en unidad».

– 1 Juan 1:2-3; 1 Corintios 1:9; Juan 17:10, 23.

La comunión es algo exclusivo de los cristianos. El mundo exterior nada sabe de la comunión, por cuanto el mundo entero está bajo el maligno y la comunión es algo que nos vino de Dios el Padre y de su Hijo Jesucristo. El mundo es enemigo de Dios, si bien Dios ha dispuesto todo para reconciliar al mundo con él no tomándole en cuenta su pecado; sin embargo, mientras la gente que está en el mundo no venga a él para tener vida, estará ausente del privilegio de la comunión.

La comunión es algo celestial; es el estilo de vida que la Divinidad ha tenido por toda la eternidad. Es algo único y exclusivo de Dios en todo el universo; es perfecto, maravilloso y eternal.

Sin embargo, Dios, en su eterno propósito, ha querido compartir con los hombres su vida misma, su vida celestial, esa vida en comunión que él ha vivido eternamente en pluralidad de personas, esa vida que es intensamente corporativa e interdependiente; vida que se vive en autoridad y sujeción; vida que se caracteriza por la capacidad de darse a los demás, prefiriéndoles a ellos antes que a sí mismo; vida, por lo tanto, que es capaz de pasar por la muerte y emerger en resurrección. Este tipo de vida es la que Dios ha impartido a la iglesia. ¿Qué es la iglesia? Es la prolongación de la vida del cielo, de la vida de Dios. Es la misma vida en comunión que el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo han disfrutado eternamente la que ahora está en la iglesia, y es eso lo que hace que la iglesia sea la iglesia; y si no es así, entonces aquello puede ser cualquier cosa, pero no iglesia.

La comunión nos vino de la vida de Dios

¿Puede haber algo más glorioso que el tipo de vida que el Padre y el Hijo han experimentado desde la eternidad? Primero, consideremos en qué consiste esta vida: es vida en comunión. Decirlo parece simple, pero implica algo maravilloso, bellísimo, único en todo el universo. Dios el Padre ha compartido eternamente las cosas suyas con el Hijo (comunión es compartir las mismas cosas). El Padre, siendo reconocido por el Hijo como mayor que él, entregó todas las cosas, el universo entero, al Hijo. Lo constituyó heredero del Universo.

En la rebelión de Satanás, las cosas del cielo y de la tierra se habían perdido; el usurpador había venido para matar, robar y dispersar las cosas de Dios a fin de apropiarse de ellas, envileciéndolas, al punto de hacer que todo sea horroroso. El Hijo vino a salvar y a buscar lo que se había perdido, incluyendo al hombre. Después de la redención, las cosas vinieron a ser del Señor Jesucristo por mérito propio, pues él las recuperó. Sin embargo, al terminar su obra en la tierra, él dice: «Todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío» (Jn.17:10). Esta es una cualidad preciosa del Hijo de Dios en cuanto a la comunión con el Padre.

Satanás había provocado un caos en los cielos; su intención era atentar contra la comunión de las benditas personas de la Trinidad. Él nunca pudo entrar en ese círculo; él solamente servía desde afuera. Cuando supo que Dios tenía un plan para compartir esa comunión con los hombres, que abriría ese círculo intimo a otras criaturas de otro género, a las cuales los ángeles servirían, se llenó de celos, no lo pudo resistir. Se llenó de envidia y entonces quiso destruir la obra de Dios. Se atrevió a tentar al Hijo de Dios en el desierto, ofreciéndole los reinos de este mundo. Aquello no era otra cosa que tratar de destruir la unidad de Dios, romper el círculo de la Divinidad. Él pensaba que si lograba destruir ese círculo, terminaría con la comunión del Padre y del Hijo, y de esa forma él subiría por encima de Dios.

Felizmente, el Hijo de Dios no cedió a los antojos de la criatura rebelde. La unidad de Dios permaneció incólume, indestructible, y se cumplió el plan de Dios de compartir con los hombres el estilo de vida de Dios. Con la venida del Espíritu Santo a los ciento veinte, llegó la hora en que la vida de Dios entrara en la iglesia, bautizando en un cuerpo a esa pluralidad de personas, para que ya no fueran nunca más individualistas, sino una extensión de la vida del cielo en la tierra.

El Padre nos dio lo más precioso que tenía; nos dio a su Hijo y en él nos dio todas las cosas. Dios en Cristo se nos hizo «comestible», pues todo lo de sustento que tiene la vida eterna está en el Hijo de Dios. Él es el Pan de vida, y por eso la importancia de la Cena del Señor, donde conmemoramos el hecho divino de que Dios se nos dio en Cristo a fin de satisfacernos de todo el bien que hay en Dios. En la Cena recordamos cómo es que fuimos introducidos a esta calidad de vida en comunión y lo hacemos recibiendo simbólicamente la comunión que nos vino del cielo representada en el pan y el vino. Aunque la Cena del Señor es algo externo y simbólico, sin embargo, todos sabemos que representa algo real que está entre nosotros, y es a saber, la comunión. Comunión con Dios cuyo centro es la persona del Señor Jesucristo, y comunión entre los hermanos.

Comunión es compartir las mismas cosas, tener en común todas las cosas. Este fue el resultado en la iglesia en Jerusalén. Cuando los ciento veinte recibieron la comunión del cielo, entonces ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, pues tenían en común todas las cosas. Ellos aprendieron a desprenderse de todo, a dar y dar todo lo que tenían. Nadie tenía necesidad. El que había recogido menos no tenía menos que el que había recogido más. Esta es la esencia de la comunión entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo.

Hoy en día hay hermanos que no aceptan dar dinero a la obra de Dios. Basados en enseñanzas extrañas, afirman que el diezmo no es de este tiempo. Muchos se ven atrapados en el sistema de este mundo endeudándose para tener televisores de última generación o cuanta cosa el mercado consumista ofrece; pero no hay dinero para compartir con los hermanos en la comunión del cielo en la tierra.

Los hermanos responsables de recibir el dinero se preguntan: «¿Será que falta más enseñanza al respecto? ¿Será que hace falta un intensivo de mayordomía?». Me parece que no es por ahí donde estamos fallando; me parece que los cristianos nos hemos acercado demasiado al mundo y a las cosas del mundo. El Señor nos advierte que al final de los tiempos, «por haberse multiplicado la maldad el amor de muchos se enfriará» (Mat. 24:12).

Quiero decirles que el Padre le dio todo al Hijo, sin reservarse nada para sí, y que el Hijo le dio todo al Padre sin reservarse nada para sí. La medida, entonces, no es el diezmo, sino todo. Cuando la mente mezquina empieza a calcular y a justificar sus gastos, puede que tenga la razón, desde el punto de vista de la vida terrenal, desviar los dineros del Señor para otros fines; pero jamás desde el punto de vista de la comunión celestial. Lo único que demuestran esos cálculos es que tu amor por el Señor se ha enfriado.

La comunión en las Epístolas de Juan

Cuando Juan escribió estas cartas, corría el año 95-98 D. de C. Las iglesias habían perdido el sentido de la comunión; estaban confundidas respecto de a quién había que recibir en la comunión de los hermanos y a quién debían dejar afuera. Muchos falsos maestros, enseñando falsas doctrinas circulaban por las iglesias; la confusión era grande. Para corregir estos males, Juan escribió estas tres epístolas poniendo como tema central «la comunión». En ellas establece las bases para la verdadera comunión, y estas son: que la comunión está basada en la vida que nos vino del cielo (en la primera epístola), que la comunión surgida de esa vida tiene como características el amor y la verdad (en la segunda epístola), y que la hospitalidad es la expresión de esa comunión (el tema en la tercera epístola).

1ª Epístola de Juan

En la primera epístola Juan nos introduce en el tema de la comunión sobre la base de la vida que es luz – palabras que ya había empleado en el Evangelio que lleva su nombre. Dios es luz, como también el Hijo de Dios es la luz del mundo. Nosotros hemos sido llamados a la comunión con el Hijo de Dios: «Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor» (1Cor. 1:9). De esto se desprende que el anuncio apostólico respecto del evangelio de la vida eterna no tiene como fin la salvación del hombre, sino la comunión del hombre con Dios, para lo cual, primero, necesita salvarlo.

La comunión es un «andar en luz». Aquí no es la luz o entendimiento de la Palabra, ni es la luz de la confesión o la apertura del corazón, sino la luz que es propia de la vida eterna que nos habita. Sin embargo, la luz del carácter de la vida de Dios que está en nosotros es la que nos impele a confesar nuestros pecados. En el Nuevo Pacto nadie le diría a su hermano: «Conoce al Señor», porque todos le conocerán. Cada cual tiene la luz de la vida, y ella nos guiará en cualquier circunstancia de la vida en este mundo. La comunión puede crecer si es que estamos creciendo en el carácter y naturaleza de la vida eterna; la práctica de la comunión es primeramente sintonizar con la naturaleza de la vida que nos habita. Si estamos andando en ese camino, entonces la comunión horizontal, entre los hermanos, será una consecuencia natural.

La comunión puede ser estorbada por el pecado. El pecado nos separa de Dios y de los hermanos. Sin embargo, existe una salida y es que «si confesamos nuestros pecados, el es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (Jn. 1:9). Es imprescindible obedecer a la luz de la vida que está dentro de nosotros; si no obedecemos, perderemos la comunión con Dios y con los hermanos, porque no hay comunión entre la luz y las tinieblas. Todo lo que tiene que hacer cualquiera que habiendo caminado en la luz de la vida y esté detenido por las tinieblas, es venir y obedecer a la voz de la luz de la vida que está ahí dentro. Si este es tu caso, ¡corre a confesar tu pecado! ¡Corre a pedir ayuda al cuerpo de Cristo! Dios nos restablece por su gracia y su misericordia, nada más.

Las afirmaciones de Juan son categóricas y absolutas: «Si decimos… el que dice… todo aquel… el que niega…». Esto lo dice para identificar quién es quién. ¿Quiénes son los verdaderos hermanos? «El que tiene al Hijo tiene la vida», «el que ama a su hermano», «el que confiesa que Jesús es el Cristo», «el que es de Dios nos oye», «el que no hace justicia y no ama a su hermano, no es de Dios». Estas son las señales distintivas de los verdaderos y los falsos hermanos. Con esto se resuelve a quién incluimos y a quién dejamos fuera de la comunión.

2ª Epístola de Juan

La situación de la iglesia hoy es la misma que la de fines del primer siglo: muchas herejías, muchas divisiones, diversidad de énfasis, escándalos y tropiezos de malos testimonios de parte de los que se dicen ser cristianos. En medio de todo este ambiente cuesta tener comunión. Estamos llenos de temores de acercarnos a los hermanos por temor a ser contaminados con doctrinas o costumbres que no están de acuerdo a nuestros paradigmas. Juan, en su segunda epístola, nos enseña que el amor y la verdad, como frutos de la vida de Dios que nos habita, son los fundamentos para la verdadera comunión.

Muchos cristianos enfatizan el amor, separado de la verdad, como fundamento para la comunión y otros enfatizan la verdad separada del amor. Esto tiene sus problemas, porque si usted enfatiza el amor corre el riego de meter dentro de la iglesia todo lo que venga. Si sólo enfatiza el amor, no aceptará que nadie le corrija y aún ni usted mismo se disciplinará, porque en nombre del amor, todo pasa. Por otro lado, si usted enfatiza la verdad sin considerar el amor, usted se tornará un cristiano gruñón, malhumorado, legalista, justiciero, implacable y sin afecto.

Hemos de entender que el amor y la verdad no se separan jamás; ellas son inseparables porque son parte del carácter mismo de Dios. La vida que Dios nos dio tiene, intrínsecamente, el carácter del amor y la verdad, de tal manera que Juan nos dice que Dios es amor y que el Señor Jesucristo es la verdad.

El problema es que muchos cristianos que enfatizan la verdad, están entendiendo que la verdad es la interpretación que ellos le dan a la Escritura. Es un error, pues la verdad es Cristo mismo. Nosotros hemos recibido de Dios que la comunión está basada en la vida y no en la comprensión que tengamos de las Escrituras. Nos recibimos el uno al otro en virtud de que Cristo nos habita y no en virtud de la ortodoxia bíblica.

Era necesario establecer las bases de la comunión, ya que ella es inclusiva y exclusiva. Incluye a todos los que son de Cristo y al mismo tiempo excluye a los que no lo son. Entonces Juan dirá, como señal distintiva: «Cualquiera que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios» (v. 9) ¿Cuántos aquí tienen la vida de Dios morando dentro de ellos? ¡Confiésale a tu hermano que tú tienes la vida! La doctrina de Cristo es tenerlo a él mismo dentro de nosotros en comunión con el Padre. En la primera epístola había dicho: «El que tiene al Hijo, tiene la vida; y el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1 Jn.5:12).

Entonces, ¿a quién vamos a incluir? ¡A todo aquel que tiene la vida! ¿Estás seguro de tener la vida del Hijo de Dios? ¡Confiésalo a tu hermano! Esta es la verdadera base para la comunión. Muchas veces se cometen errores en cuanto a quién recibimos y a quién dejamos fuera, porque no tenemos claro el fundamento para recibirnos el uno al otro. Si Cristo nos recibió, tenemos que recibirnos los unos a los otros; no podemos dejar fuera a alguien porque piensa distinto en cuanto a la interpretación bíblica de alguna verdad.

Cuando la iglesia pierde su vigor espiritual, el amor de muchos se enfría. Hemos de fortalecernos en estos días. No importa cuántos embates del enemigo estemos enfrentando, no importa cuánto mal o anormalidades estén viendo nuestros ojos, hemos de mantenernos en la verdad y el amor, que es la expresión de la vida de Dios que tenemos dentro de nosotros.

En la tercera epístola, Juan desarrolla el tema de la hospitalidad como fruto de la vida de Dios que está en nosotros, lo cual es también una cualidad distintiva de los verdaderos hermanos que están en comunión.