La madurez se alcanza mediante la adquisición experimental de la “excelencia del conocimiento de Cristo Jesús”.

Lectura: Filipenses 3:12-15.

El apóstol Pablo nos presenta la vida cristiana como quien corre una carrera. En realidad, esta es la carrera de la fe, una carrera espiritual que tiene sus símiles en las carreras deportivas. Esto se puede apreciar en casi todos los escritos de Pablo. Otras veces nos presenta la vida cristiana como un combate, como una lucha contra las tinieblas del Diablo, la carne, el mundo y las adversidades de la vida. En el texto de Filipenses, citado arriba, nos presenta la vida cristiana como una inversión en términos de pérdida y ganancia, en combinación con una carrera espiritual cuya meta y ganancia es la perfección o madurez.

Lo curioso es que la carrera y asimismo su meta son el conocimiento de Cristo, puesto que conocerle es la garantía de la madurez. Conocerle es más valioso que todos los tesoros que se puedan apreciar, los cuales son estimados como basura en comparación con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús. La madurez aparece como un fruto del conocimiento de la excelencia del Señor Jesucristo.

Ahora necesitamos comprender en qué consiste este conocimiento, ya que no se trata de un conocimiento al estilo de la cultura griega, que se obtiene mediante un esfuerzo intelectual, sino de un conocimiento al estilo hebreo y bíblico, que se obtiene mediante la experiencia viva con el objeto que se conoce, en este caso la persona gloriosa de nuestro Señor Jesucristo. Entonces, para llegar a la madurez necesitamos adentrarnos en la excelencia del conocimiento de nuestro Señor Jesucristo.

Conociendo a Cristo en su justicia

Sabemos que los judíos iban tras la justicia por obras, pero nunca la alcanzaron (Rm. 9:30 – 10:1-10). El régimen de la ley exigía la justicia de quienes se comprometían a cumplirla. La ley representa el carácter de Dios, el cual es santo, justo y bueno. El problema es que el hombre no tiene ninguna posibilidad de sujetarse a los mandamientos de Dios, por cuanto su naturaleza es pecadora, contraria a la de Dios. Israel cometió el desatino de comprometerse a obedecer todo lo que Dios les demandaba, por cuanto no se conocían a sí mismos. Lo que Dios quiso, al darles la ley, era mostrarles cuán insolventes eran ellos moralmente, tanto como cualquier otra nación de la tierra.

Por la ley de Dios nadie ha sido ni será justificado, con la única excepción de nuestro Señor Jesucristo, quien con su justicia pudo ser acepto ante el Padre. Siendo justo, aceptó sufrir el castigo por el pecado de toda la humanidad a fin de justificarnos por su gracia, mediante la redención que consumó en la cruz del Calvario. Con su sacrificio pagó por nuestras culpas. Quien se acoge al beneficio de la obra de la cruz, recibirá así la justificación.

Necesitamos conocer o experimentar esta justificación, ya que este es el punto de partida en nuestra carrera hacia la perfección (madurez). Además de justificarnos, Dios nos hace participar del carácter justo de su Hijo, quien vive en nosotros para reproducir su imagen, es decir, sus cualidades. Dios quiere que en nosotros se manifieste el carácter justo de su Hijo. Para apropiarse de esta justicia es necesario ejercer la fe. Esta es la forma como podemos ser hallados en él. Si nosotros procuramos establecer nuestra propia justicia, seremos hallados en nosotros mismos; pero lo mejor de nosotros es comparado a “trapos de inmundicia” (Is. 64:6).

Durante la Reforma Protestante, Lutero fue criticado de hablar de una justicia fiducial, es decir una justicia externa otorgada como un mero trámite judicial. Como si Dios le dijera al hombre: “¡Voy a considerarte justo, aunque sé que eres un pecador!”. Esta era la crítica que hacían los católicos a la enseñanza de la justificación según Lutero. La verdad es que Dios no sólo nos atribuye la justicia de Cristo, sino que nosotros mediante la fe participamos del carácter justo de Cristo por cuanto él vive en nosotros. De este modo somos hallados en él.

Conociendo a Cristo en el poder de su resurrección

El poder de la resurrección de Cristo en nosotros los creyentes es el poder de la misma vida de Cristo que pasó por la experiencia de la muerte, triunfando sobre ella. Muchas veces los cristianos vivimos ignorando el tremendo poder que hay dentro de nosotros. Vivimos en una mediocridad espiritual por no conocer (experimentar) esta gracia con la cual fuimos dotados por Dios. A esto se refiere Pablo cuando aconseja a Timoteo diciéndole: “… echa mano de la vida eterna” (1 Tim. 6:12). Se refería a la vida increada, la vida de Dios que se nos manifestó en Jesucristo, que en su paso por esta tierra venció a la muerte, y ahora sigue venciendo a través de nosotros en todas sus formas: sea el pecado, la enfermedad, la debilidad, los miedos, las tentaciones, las pruebas; sea lo que sea, la vida de Cristo en nosotros es mayor que todo lo que pueda atentar contra ella.

Cuando Pablo escribió la epístola a los Filipenses, se encontraba preso en Roma. El sistema carcelario de aquel entonces permitía a los presos romanos alquilar una casa. Pablo podía recibir visitas, pero estaba custodiado por un soldado romano las 24 horas del día. Pero lo peor era la incertidumbre de no saber en qué momento el emperador podía dictar su sentencia.

Sin embargo, en esas circunstancias pudo escribir esta epístola, donde nos entrega el más contundente mensaje de cómo vivir por sobre las circunstancias, siempre gozoso, porque ha aprendido que todo lo puede en Cristo que le fortalece. Aprendió a vivir contento cualquiera fuera su situación porque Cristo era su vida y el vivir era Cristo en él. Sabía estar contento en la escasez o en la abundancia. Las circunstancias no determinaban sus estados anímicos. Eso es porque el poder de la vida resurrecta de Cristo sostenía a Pablo. El mismo testimonio lo encontramos en la historia de la iglesia a través de los siglos, en que incontables personas han vivido victoriosamente por sobre las circunstancias. El Cristo resucitado nos ha impartido su vida abundante y nos promete que no pereceremos jamás.

Conociendo a Cristo en la comunión de sus padecimientos

Tener comunión con los padecimientos de Cristo no es un asunto sentimental, como quien siente una conmoción por lo que Cristo tuvo que experimentar, sino una experiencia real de dolor hasta el extremo de la muerte, “llegando a ser semejante a él en su muerte”. El contexto del párrafo que estamos comentando nos dice que Pablo experimentó la pérdida de todo lo que él era antes: su linaje, su formación religiosa y profesional; en definitiva, todo lo que era su vida antes de su conversión. En su testimonio agrega: “y aún estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús”. Lo que significa que al comienzo de la carrera lo tiró todo, y que durante la marcha lo sigue tirando todo. Para él hay una sola cosa a considerar y es lo que está delante suyo: La madurez, la perfección en Cristo, ¡esa es la meta!

Tirarlo todo es lanzar las cosas a la muerte, lo cual nos causa dolor, además de la consiguiente incomprensión de los familiares o amigos que no entenderán cómo despilfarramos las glorias que el mundo nos ofrece. Y es que no se entiende que exista algo superior a las cumbres que el hombre tiene como supuestos para una realización personal. Por la excelencia del conocimiento de Cristo no sólo consideraremos las ganancias de este mundo como basura, sino aun rendiremos nuestras propias vidas, negándonos a nosotros mismos a fin de ganarlo a él, llegando a ser semejantes a él en su muerte; esto es, rendir la vida por los demás.

En el contexto de la epístola, Pablo menciona 14 veces la palabra sentir; nos pide que tengamos el sentir que hubo en Cristo. El sentir o actitud que hubo en Cristo fue que, siendo Dios, se hizo hombre; siendo hombre, se hizo esclavo; siendo Rey, vino a servir; siendo rico, se hizo pobre; siendo todo, se hizo nada. Esto es morir y este es el sentir de Cristo.

Por lo tanto, se espera de nosotros este mismo sentir. Si no experimentamos esto, permaneceremos en un infantilismo espiritual. Si usted quiere crecer hasta llegar a la madurez, tiene que tener comunión con los padecimientos de Cristo. ¿Ha tenido usted esta experiencia? ¿Conoce a Cristo experimentalmente? ¿O su conocimiento de Cristo es histórico, intelectual, bíblico, teórico?

Pablo decía: “Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia” (Col. 1:24). Gozarse en el padecimiento pudiera parecer como un masoquismo. Pero no se trata de eso, ni de buscar los sufrimientos. Simplemente ellos llegan con el vivir cristiano. El gozo está en saber que se sufre con propósito. Sufrimos porque aún faltan aflicciones de Cristo por su cuerpo, y estos son los sufrimientos que se van cumpliendo en sus miembros. Puesto que el cuerpo está unido a la Cabeza, participa de todo lo que le pasa a la Cabeza. Cristo aún sufre e intercede por la iglesia, así también la iglesia sufre por su ausencia, pero se goza en las aflicciones porque sabe que éstas le unen más y más a su Amado.

La gracia de Dios obra en nosotros la muerte y la vida de Cristo. Morir para resucitar es la marcha constante en esta carrera. No podemos gustar de la vida de resurrección sin experimentar la muerte del yo. Y es que el Señor resucitado ha sido implantado dentro de nosotros en una perfecta unión con nuestro espíritu, pues “el que se une al Señor un espíritu es con él” (1 Cor. 6:17). Es Cristo mismo quien hace morir el hombre viejo en nosotros; es él quien ‘resucita’ dentro de nosotros, es él quien reproduce su imagen en nosotros hasta el punto de la consumación de la gloria de Dios en nosotros en el día postrero.

La madurez es la semejanza de Cristo

El apóstol Pablo dice que en todas estas cosas él no ha alcanzado todavía todo el conocimiento de Cristo, y que aún no es perfecto. No se atreve a decir que ha llegado a la plena madurez en cuanto a la experimentación de la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús. Pero una cosa hace: sigue adelante en la carrera; su objetivo es uno solo: llegar a la meta, al supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús. Esto significa experimentar a Cristo en la plenitud de su muerte y resurrección. Por eso olvida todo aquello que tiró hacia atrás, todo aquello que dejó por Cristo y todo aquello en que ha padecido y sido entregado a la muerte por la causa de Cristo, y prosigue adelante a la meta. La perfección es Cristo.

¿Qué es aquello que él quiere asir y que aún no ha alcanzado, y para lo cual fue asido por Cristo? Es la madurez, la semejanza de Cristo, “llegar a ser semejante a él en su muerte”, y también “si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos”. No está planteando una duda respecto del hecho de la resurrección; sino que, como quien ha estado en un combate permanente, sabe que donde hay combate hay peligro. Por eso, debe mantenerse humilde y vigilante, dependiente de la gracia de Dios, pues sabe que sólo así obtendrá la victoria.