Cuando el Hijo de Dios bajó a la tierra pudo haber sido el hombre más hermoso, según los cánones de belleza del mundo. No conoció pecado, no hubo engaño en su boca, por tanto, la desfiguración que el pecado trae, los anticipos de la muerte que conlleva, no estaban en él.

Pero, ¿fue hermoso? ¿Fue hermoso como José, el hijo amado de su padre, con su “túnica de diversos colores”? ¿O como Saúl, que “de hombros arriba sobrepasaba a cualquiera”? ¿O como David, “rubio, hermoso de ojos, y de buen parecer”? ¿O como Salomón, cuya inteligencia daba un atractivo especial a toda su persona? ¿O como Absalón, sin par entre los hijos de David, “alabado por su hermosura”, que “desde la planta de su pie hasta su coronilla no tenía defecto”?

Pudo ser como cualquiera de ellos, o más aun, como la suma de ellos, pero no lo fue. Fue, más bien, “como (una) raíz de tierra seca”. “No había en él belleza ni majestad alguna; su aspecto no era atractivo y nada en su apariencia lo hacía deseable” (Is. 53:2, NVI). El Verbo eterno que estaba escondido en él no habría de revelarse con una belleza para los ojos, ni con una pompa externa. ¿Podría haber aceptado él –que gustaba de esconderse de las turbas y de rehuir su vano aplauso– provocar entre las gentes un encandilamiento por la belleza de sus facciones, o por su porte?

¡Impensable! Aun más. En los momentos de mayor dolor, su apariencia sufrió aún más deterioro. El profeta, viéndolo anticipadamente, decía: “Tenía desfigurado su semblante; ¡nada de humano tenía su aspecto!” (Is. 52:14, NVI). ¡El que se había despojado de su gloria como Dios, parecía menos que un hombre!

¿Podría haber tenido el rostro hermoso de un ángel Aquél que cargaba sobre sí el pecado de todos? ¿Podría haber lucido una sonrisa amplia y despreocupada el que conocía las mayores honduras de nuestra depravación, y tenía por encargo librarnos de ellas, asumiéndolas, y purgándolas en la cruz? ¡Oh, su belleza debe ser medida por otros cánones y no por aquellos a que está acostumbrada la vanidad humana!

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