La victoria de la Cruz es un juicio a la serpiente.

El pecado es la mayor tragedia del hombre. La palabra usada en el Nuevo Testamento que se traduce como pecado es hamartia, y es de suma importancia. Sólo Pablo la utiliza en sus epístolas más de 60 veces. En el griego clásico significa solamente ‘yerro’, o algún tipo de acto negativo. Sin embargo, para los cristianos, es de suma gravedad.

Si pensamos un momento y nos detenemos a ver históricamente los estragos que ha hecho el pecado, nos daremos cuenta la magnitud de su poder y la tragedia que puede llegar a ocasionar. Su acción es devastadora. Las secuelas son lamentables y dolorosas. Es como el paso de un huracán que sólo deja destrucción, aniquila todo lo que se interpone a su paso. Quita la vida. Es verdaderamente una tragedia.

Al escuchar la sincera confesión de un corazón arrepentido que fue infectado por su veneno, queda la impresión de que nos enfrentamos a un poder de tal magnitud que es imposible superar. Aún la mente más brillante queda doblegada cuando el pecado ha dado su mordida.

El apóstol Pablo, en su más profunda exposición acerca del pecado, concluye con un grito desgarrador. Grito que aún se escucha en la conciencia de todo hombre cuando se enfrenta a su realidad. «¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Romanos 7:24).

Algunos enseñan que el apóstol hacía referencia a una de las torturas predilectas bajo el dominio del emperador Diocleciano, la cual consistía en amarrar un cadáver al cuerpo vivo de un hombre, de modo que la putrefacción del cadáver se traspasaba lentamente a la vida del torturado.

La serpiente

Así es la infección del pecado. Como la mordida de una serpiente, figura del pecado. Pues siendo Satanás la serpiente antigua, el pecado es de su misma naturaleza.

La serpiente, en casi todas las civilizaciones, aparece como símbolo de la muerte, de poder y señorío. Su aspecto es repulsivo; se le asocia generalmente con las tinieblas, con la tierra.

La serpiente es un animal sigiloso, astuto, que aparece y desaparece, que cambia de piel en primavera, que renace después de un largo invierno de frío. Ambivalente, silenciosa, peligrosa, mortal. Los mismos atributos que encontramos en el pecado.

Ahora, extrañamente, Jesús en el evangelio de Juan se identifica con una serpiente, diciendo: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:14-15).

¿Por qué el Señor se identifica con una figura tan detestable? Porque bien sabía Jesús que en su muerte Dios pretendía tratar con el pecado. Él sería levantado en una cruz y con esto condenaría al pecado.

En Números 21:4-9, encontramos la referencia directa que el Señor hace a un suceso ocurrido en tiempos de Moisés, en el cual el pueblo de Dios moría a causa de la mordida de serpientes. Dios proveyó la solución, mandando a Moisés hacer una serpiente de bronce, la cual debía ser puesta en un asta para que todo aquel que había sido mordido, alzara su mirada a ella y recibiera vida.

Esto es, efectivamente, lo que ocurrió cuando Cristo fue levantado en la cruz. Dios concluyentemente dio su juicio sobre la mordida de la serpiente tratando con el pecado en la muerte de su Hijo. «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2ª Corintios 5:21). «Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros…» (Romanos 8:3-4).

Esto significa que Cristo en su carne asumió el pecado para condenar en su muerte al mismo pecado. Así, entonces, la serpiente de bronce levantada en el asta es figura de la crucifixión de Cristo, quien también es el Cordero inmolado.

El juicio de Dios sobre la serpiente

Entonces vemos que la cruz contiene una doble figura: por un lado, la de un cordero sin mancha, sacrificado para obtener nuestra redención; y por otro lado, la de una serpiente levantada sobre un asta, exhibida públicamente para testificar la condenación del pecado.

El mandato a Moisés era hacer una serpiente de bronce y ponerla sobre un asta a la vista de todos.

En la Biblia el bronce representa el juicio de Dios; por lo tanto, significa el juicio sobre la serpiente. El bronce aparece en el tabernáculo, precisamente en el altar donde se sacrificaban las víctimas. En el Nuevo Testamento, en la visión de Apocalipsis, el Señor se revela con los pies de bronce bruñido, lo que representa su caminar en el juicio de Dios. En consecuencia, el pecado ha sido juzgado en Cristo, en la cruz.

Moisés debía levantar la serpiente de bronce en un asta. Esta exhibición era una manifestación que debía ser descubierta por la mirada. Si alguien no miraba, no descubría la sanidad que ella otorgaba. Sencillamente era así, el acto objetivo estaba dado por Dios, pero el acto subjetivo de verla debía ser de aquellos que desfallecían.

¡Qué glorioso! Una vez más vemos en las Escrituras la participación de la gracia divina y la responsabilidad humana, que, unidas en un mismo acto, traen al presente la realidad celestial. Así también ahora: todo aquel que pone su mirada en la obra objetiva de Cristo, trae al presente la bendita realidad divina.

El papel de la fe

Sin embargo, siendo la cruz la exhibición de la condenación del pecado, ¿por qué vemos tanta debilidad frente al pecado? ¿Acaso Dios reservó esta verdad sólo para algunos? No, definitivamente no. Pues está escrito: «Para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que reciba vida eterna».

Es necesario creer en la acción salvífica de Dios. Ineludiblemente, la fe es el camino a la realidad divina, la Palabra no puede operar donde no hay fe. Pero hablamos de la fe, no en términos de una acción natural del hombre, sino por el contrario, donde no existe más esfuerzo humano sino sólo creer.

Lamentablemente, muchas veces llamamos fe a un esfuerzo anímico de la carne, confundimos ‘nuestras fuerzas’ con ‘fe’. Entonces Dios no puede operar, y pacientemente permite nuestro fracaso para debilitarnos, y en esa condición espera que la única pulsión que salga del corazón sea creer.

Así, la fe purificada es hallada en alabanza y recibe vida. Vida indestructible, vida del mismo Hijo de Dios que opera en el creyente, la cual vence al pecado juzgado en la cruz. Por eso Juan escribe de esta manera a la iglesia diciendo: «Todo aquel que es nacido de Dios no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios» (1ª Juan 3:9). «Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe» (1ª Juan 5:4).

También dice: «Hijitos míos, estas cosas os he escrito para que no pequéis. Y si alguno hubiere pecado abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo» (1ª Juan 2:1).

¡Qué sensación de placer es ahora mirar esa cruz y pensar que, siendo un acto tan repudiable, para nosotros los creyentes es tan atractivo! ¡Qué bendita paradoja; esa cruz ensangrentada de muerte, a nosotros nos trae vida eterna y paz! Dios resuelve el conflicto de los siglos haciendo la paz por la sangre de la cruz. El pecado ha sido juzgado y su poder ha cesado frente a la Vida. Ahora podemos considerarnos, por la misma cruz, muertos al pecado, pero vivos para con Dios en Cristo Jesús.

Por eso la cruz será siempre nuestra esperanza; en ella encontramos la condenación del pecado, y aun la liberación de nosotros mismos. El veneno de la serpiente no puede contra la cruz y contra aquel que la contempla. Todo aquel que mira por la fe, recibe la Vida y será sostenido por ella.