Un examen de algunos mitos de la enseñanza de las ciencias en los centros de estudio.

Desde pequeños nos vemos sometidos a diversas influencias de pensamiento. Ya en los primeros años de colegio, el influjo de nuestros pares puede empezar a resultar importante, cuando es ejercida por aquellos que son líderes dentro del grupo. Quienes nos relacionamos con estudiantes mayores,1 hemos podido observar que determinadas corrientes de pensamiento pueden llegar a ser aún más radicales, logrando provocar verdaderos conflictos en las mentes de aquellos que entran en contacto con un mundo académico, el que generalmente da por cierto el origen del universo, de la vida y del hombre, teniendo como base la filosofía materialista. Muchos estudiantes lamentablemente no logran resolver en forma adecuada la crisis que les sobreviene, al tener que confrontar el relato bíblico acerca de la creación del mundo y del hombre con aquél que plantea la ciencia.

Tres momentos delicados para un estudiante cristiano

Atendiendo a lo recabado por medio de la experiencia laboral docente, existirían al menos tres momentos delicados durante la etapa de un estudiante, que podrían ser decisivos para su vida adulta. El primero se produce al finalizar la enseñanza básica, con la asignatura de ciencias naturales o equivalente; el segundo ocurre aproximadamente en la mitad de la enseñanza media, con la asignatura de filosofía; en tanto que el tercero suele producirse en las etapas iniciales de los estudios superiores.

En el primer encuentro formal con el estudio de las ciencias naturales, producido en sexto o séptimo año básico, los alumnos («alumnos» es una palabra que etimológicamente significa «los que se nutren o que se iluminan») son intelectualmente nutridos o iluminados por los profesores de ciencias acerca de la historia de la tierra, de los organismos que la habitan, incluida la del ser humano. Generalmente se suele plantear que el asunto no es tan sencillo como hasta ahora seguramente se ha venido creyendo – aludiendo a la historia bíblica. Ya es hora de saber que la ciencia ha desentrañado el misterio del origen del universo y de la vida, la cual tiene una perfecta explicación científica.

El segundo impacto que pone a prueba lo aprendido por el adolescente en el ámbito cristiano, o que puede sesgar definitivamente a quien no tiene fundamentos cristianos, lo produce la asignatura de filosofía, normalmente a mitad de la enseñanza media. En esta clase se cuestionan las diferentes líneas de pensamiento, dependiendo de la corriente filosófica predilecta del profesor, pero teniendo como base en la mayoría de los casos una postura que cuestiona la sabiduría de Dios y su Palabra, reemplazándola por sabiduría humana con principios materialistas. Filosofía en el sentido etimológico significa «amor a la sabiduría», pero es claro que no es la búsqueda de la sabiduría en el sentido bíblico lo que se imparte como filosofía en colegios y universidades. Algunos autores seculares han señalado que la filosofía puede y debe enseñarse a todos los individuos desde pequeños para evitar que la masa caiga en manos de ideologías como la religión.

Si consideramos que la Biblia enseña que ya desde pequeños empezamos a echar las bases de nuestros fundamentos cristianos (Pr. 22:6), por defecto podemos colegir que lo opuesto también ocurrirá, es decir, el niño podrá prematuramente ir forjando su mente con ideas no cristianas.

¿Somos sólo un montón de células andando?

Luego que los alumnos han recibido ciertas luces en la enseñanza básica y media, ya al acceder a la universidad el análisis sobre cuestiones fundamentales continúa en forma más intensa; normalmente en el ciclo básico de distintas carreras, situación que me toca corroborar desde hace un par de décadas.

Un hecho que recuerdo claramente como alumno de pregrado, tal vez porque causó un remezón en mis cimientos cristianos (poco firmes en ese entonces), ocurrió en la primera clase de biología celular. La profesora de esa cátedra señaló enfáticamente que ella esperaba, una vez finalizado el curso, que todos terminásemos convencidos de que sólo éramos un montón de células andando, producto de una lenta evolución que tuvo su inicio en forma de bacterias y su final en el ser humano.

Algún tiempo después, escudriñando las Escrituras me daría cuenta que no es sólo biología lo que constituye a los seres humanos. A Isaías el Señor le dice que lo formó desde el vientre (Isaías 44:2), y a Jeremías que lo conoció antes que fuese formado en el vientre materno (Jeremías 1:5), en tanto que al rey David le promete que de sus entrañas levantaría a uno que le edificaría casa y que afirmaría su reino, dando a entender parte del carácter que tendría Salomón aún antes de nacer (2 de Samuel 7:12). Estos tres ejemplos citados permiten inferir que además de las células que conforman al ser humano, Dios pone el espíritu que le da vida, simbolizado en Génesis con el soplo que el Señor hace sobre la nariz del recién formado Adán.

Vivimos la era del pragmatismo (filosofía que toma como criterio único de verdad el valor práctico), en donde se acepta sólo lo susceptible de ser verificado científicamente; sin embargo, la Biblia nos enseña que la vida del hombre es más que la materia; el ser humano es más que la sola expresión de un programa genético, escrito en un idioma bioquímico, el ADN.

Inclinación al mal desde la juventud

La experiencia señala que es en la etapa de la adolescencia en que ciertas influencias de pensamiento producirían un quiebre más fuerte. Debido a su grado de desarrollo y madurez, los jóvenes empiezan a disentir de lo que han venido recibiendo como enseñanza, y, por tanto, estarían intelectualmente más capacitados para apartarse de lo recto. Ello se ve respaldado en Génesis 8:21, donde el Señor afirma que «…el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud» y por Eclesiastés 11:10, donde se nos dice que «la adolescencia y la juventud son vanidad».

Recuerdo que varios adolescentes de la iglesia local donde asistíamos, admirábamos a un hermano joven, algo mayor que nosotros, entre otras cosas porque nos hablaba de asuntos propios de su carrera universitaria relacionada con ciencias, resultando muy interesante para quienes le escuchábamos. Sin embargo, pese a la gran distancia de conocimientos que nos separaba, había algo que me dejaba confundido e insatisfecho. Ello ocurría cuando al hacerle preguntas sobre su posición respecto a lo que le enseñaban en ciencias, teniendo en cuenta que él era cristiano y que en muchos casos este conocimiento impartido por determinados académicos podría apartarlo o al menos cuestionar su fe en Cristo, él respondía que no le preocupaba, porque al entrar a clases en la universidad dejaba sus principios religiosos aparte y se disponía a aprender lo que le enseñasen – otorgándole de paso a los académicos algo parecido a una omnisciencia. Este tipo de razonamiento hacía que mi mente de adolescente en ese entonces quedase muy confundida.

Hoy, con algo más de experiencia, puedo darme cuenta lo equivocado que estaba nuestro estimado hermano y amigo de la adolescencia. La ciencia, como ningún otro ámbito del quehacer humano, puede separar a un cristiano de su fe en el Señor Jesucristo y su obra creada; es exactamente todo lo contrario. Al descubrir las leyes y principios que rigen el universo, la delicada complejidad de la naturaleza y organismos, no se puede más que alabar a Dios por la magnificencia de su obra, por lo perfecto de su trabajo en la creación, la cual aunque caída, muestra la grandeza de su Creador.

Búsqueda de los por qué

Es muy natural que en las mentes de los jóvenes, inducidos por ciertas temáticas escolares, empiecen a fluir innumerables preguntas que revelan una mente inquieta, ávida de conocimiento profundo, teleológico, sin saber que la ciencia nunca será capaz de responderlas. Ello, debido a que el método científico puede investigar aspectos sobre el cómo de determinados procesos o aspectos de la naturaleza, pero no puede responder a los por qué, por cuanto esta última pregunta lleva a las causas últimas de las cosas, escapando así del método científico. Por ejemplo, podemos preguntarnos ¿cómo es que existe la vida en la tierra?, y apelar a la química a la biología y a la física para explicarlo, pero no podemos preguntarle a la ciencia ¿por qué existe vida en la tierra?

En ocasiones he escuchado decir que no tenemos que indagar en temáticas de ciencia y religión porque Jesús nunca se refirió a temas científicos, y sus ejemplos para explicar el evangelio y el Reino de Dios a sus discípulos fueron sencillos, usando metáforas y alegorías sobre situaciones comunes, o tomando como referencia las flores del campo, los pajarillos, etc. Es cierto que el Señor Jesucristo fue un Maestro de excepción en la enseñanza (y esto lo escuché de labios de un académico experto en técnicas de enseñanza, que impartía la cátedra de Metodología del Aprendizaje a estudiantes de quinto año de la Carrera de Pedagogía en la universidad). La Biblia nos relata que quienes escuchaban al Señor Jesús quedaban maravillados, diciendo que jamás habían oído hablar así a hombre alguno.

Sin embargo nuestros hermanos del primer siglo no tuvieron que verse enfrentados a este dilema que acarrea el desarrollo científico, en que, por un lado, aporta beneficios, pero, por otro, trae graves problemas asociados, incluido el atribuirse generalmente el poder de explicar o resolver casi todo, complicando así la visión de muchas personas. Ello, por cuanto hoy día se tiende a elevar a la ciencia a una categoría de deidad. «Quien añade ciencia añade dolor», (Eclesiastés 1:18) y mucho de ello ha venido ocurriendo en la historia humana hasta llegar al siglo último, el que ha sido llamado «la era del conocimiento» o «el siglo de la ciencia» (Piel 2001).

Hoy vivimos en la era del conocimiento que todo lo inunda, y no es posible ignorar el fuerte efecto que esto tiene en las nuevas generaciones. Antiguamente podían pasar cientos de años para lograr algunos avances en la ciencia. Actualmente, se calcula que el conocimiento científico se duplica aproximadamente cada cinco años, con disciplinas altamente complejas como la física cuántica de los superconductores, que describe al mundo de una forma distinta a la física tradicional de Newton y Maxwell, cuestionando incluso la estructura de la materia; la ingeniería genética y su aplicación a la biotecnología con posibilidades de acción insospechadas, para las que no existen normas de conducta ni leyes previstas; la nanotecnología, que es la manipulación de la materia a escala molecular, de nanómetros (un nanómetro es la millonésima parte de un milímetro), y que al unirse con la biotecnología podría eventualmente fusionar materia viva con materia inerte, fabricando organismos híbridos, cuyo comportamiento es muy difícil de predecir.

Estos nuevos paradigmas amenazan con desafiar leyes físicas y biológicas que hasta ahora son inviolables. Nuestros niños y jóvenes están fuertemente expuestos a estos dioses del siglo XXI, y por ello es necesario orientarles abordando estos temas complejos con una perspectiva bíblica haciendo una clara delimitación de los límites de la ciencia. Es necesario ayudarles a entender que Dios, en su infinita sabiduría, inspiró la escritura de la Biblia para ser comprendida en todo tiempo y lugar, independiente del nivel de desarrollo científico y técnico de cada época y cultura; por la tanto, nunca quedará obsoleta – como ya se dice en algunos ámbitos.

Considerando que las descripciones que nos ofrece la Biblia del mundo natural nunca pierden su vigencia y que ella contiene la única, verdadera y última respuesta para el ser humano, que es Jesucristo el Señor, autor en último término de todo lo creado.

Si alguno se imagina que sabe algo, aún no sabe nada

Al finalizar el semestre recién pasado un alumno de postgrado me señalaba la desazón que le producía el hecho de haber profundizado mucho más en ciertas temáticas y, sin embargo, terminar aún más confundido que antes. Se le presentaba la paradoja de que al tener más conocimiento, se daba cuenta que sabía menos. Esto es así porque normalmente en carreras relacionadas con ciencias en pregrado los egresados se quedan con ciertos «paradigmas» y conceptos preestablecidos, con los cuales creen llegar a saber y entender ciertas cosas. Sin embargo al continuar estudios de postgrado y desmenuzar estos «para-digmas» aprendidos en pregrado se dan cuenta que se les ha removido el piso de su conocimiento y han pasado de sabios a ignorantes nuevamente, aunque la escala de esta ignorancia está unos peldaños más arriba que aquella que poseían antes de iniciar estudios superiores. Sócrates el pensador griego, a diferencia de sus engreídos colegas de la época que creían saber, se dio cuenta de este fenómeno, llegando a pronunciar su frase «sólo sé que nada sé».

Esto es una realidad para quienes incursionan en alguna área del saber. No obstante, esta realidad se presenta generalmente como una dicotomía entre quienes la vivencian. Por una parte, están aquellos que se sienten pequeños y humildes ante la inmensa complejidad de los fenómenos y procesos inherentes al planeta y al universo en que nos encontramos, y, por otra, los que sienten crecer su orgullo y soberbia ante el ligero y efímero conocimiento científico adquirido. Ligero, por cuanto la ciencia sólo se asoma a mirar algunos destellos del multifacético prisma de los principios y procesos subyacentes en la naturaleza, y efímero, porque normalmente han de ser cambiados o mejorados.

«El conocimiento envanece», había dicho el Apóstol Pablo a los hermanos de Corinto (1ª Corintios 8:1), y este conocimiento adquirido por la ciencia, incompleto e imperfecto, en tanto se entienda separado de Dios –quien en última instancia ha permitido su existencia– se transformará en un conocimiento vano, sin sentido, elevando los niveles de soberbia y orgullo de quienes así lo tomen. No es un coeficiente intelectual de 150 o más lo que separa a un intelectual de la verdad de Cristo, llevándolo al agnosticismo; lo que realmente lo aparta es una soberbia tan enorme como una catedral, que ha crecido en su corazón envanecido por el conocimiento, aislado de su contexto que encuentra su todo en Dios.

No os toca a vosotros saber

En las últimas palabras del Señor Jesucristo dichas a sus discípulos antes de su ascensión, existe un edificante pensamiento que nos puede servir de regla a aplicar en el tema que hemos venido tratando. Sus discípulos también con deseos de saber sobre temas que no podían o no debían, le preguntan al Señor sobre el tiempo de la restauración del reino de Israel, a lo que él les responde «No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones que el Padre puso en su sola potestad» (Hechos 1:7). Es muy importante escudriñar los textos bíblicos y profundizar en el conocimiento del Señor, pero hay cosas que no nos corresponde saber, cosas secretas de Dios y cosas vedadas en otros ámbitos también.

¿Qué es lo que nos toca saber? La Palabra de Dios no deja dudas. Leemos en Deuteronomio 29:29 «Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios, más las reveladas son para nosotros…»; en 1ª Corintios 13:8-10 se nos dice que la ciencia acabará y que sólo en parte conocemos, pero cuando venga lo perfecto entonces lo que es en parte se acabará. No obstante, el Señor en su discurso de despedida señaló además a sus discípulos que recibirían poder del Espíritu Santo, y esto es lo más grande que nos toca saber.

Por tanto, es necesario que nuestros jóvenes comprendan que por sobre todo conocimiento humano impartido en el colegio o en la universidad, está el conocimiento del Señor. No en vano reclama Dios desde la antigüedad: «Mi pueblo fue destruido porque le faltó conocimiento» (Oseas 4:6), porque finalmente no serán las fuerzas valóricas ni intelectuales las que alumbrarán el entendimiento de los seres humanos para llevarlos al pleno conocimiento del Señor, sino el poder del Espíritu Santo por medio de quienes haya hecho sus hijos.

Literatura citada:
· Piel G. 2001. The age of science.
· Reina Valera. 1995. Santa Biblia, revisión 1995. Sociedades Bíblicas Unidas.