Una de las verdades más gloriosas del evangelio, pero también una de las más desafiantes a la mente humana, es la de que fuimos incluidos en Cristo antes de nosotros haber nacido, de modo que la suerte de Cristo fue también la nuestra.

¿En qué momento fuimos incluidos en Cristo? No cuando Jesús hacía milagros, ni cuando predicaba en los montes de Galilea, sino en el momento más crucial de su ministerio: su muerte. Pablo dice solemnemente: «¿O no sabéis que los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?» (Rom. 6:3). Bautizar significa sumergir, introducir. Fue cuando Jesús murió en la cruz que el Padre nos incluyó en él. Este es un misterio grande y maravilloso, descubierto por medio de la fe.

Desde su muerte en la cruz –y nuestra muerte con él– la suerte de Cristo es la nuestra también. De manera que cuando él fue sepultado, nosotros también lo fuimos: «Porque somos sepultados con él para muerte por el bautismo» (Rom. 6:4). Y cuando él fue resucitado, nosotros también resucitamos: «Y juntamente con él (Cristo Jesús) nos resucitó» (Ef. 2:6). Pero no solo eso. La Escritura abunda en mayores detalles aún, pues nos dice que cuando el Señor fue exaltado a la diestra del Padre, nosotros también estábamos en él, «y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús» (Ef. 2:6).

La serie de hechos gloriosos vividos por el Señor Jesús a partir de su muerte en la cruz, los vivió, por así decirlo, con nosotros a cuestas, lo cual desencadenó una serie de hechos espirituales a favor de nosotros, que esperan ser vistos, creídos y disfrutados por los creyentes de todas las épocas.

Estos son hechos contrarios a la lógica humana, imposibles de creer por el hombre natural. Aún para muchos cristianos, ellos pueden ser entendidos y aún aceptados mentalmente, pero no siempre creídos y trasladados a la experiencia. La muerte, sepultación, resurrección y exaltación de Cristo «con nosotros», es decir, nuestra muerte, sepultación, resurrección y exaltación con él, son las experiencias más cruciales de la vida cristiana.

Esto va más allá de la experiencia primera del perdón de los pecados por la sangre de Cristo. La experiencia del perdón tiene que ver con nuestros pecados, pero no con nosotros directamente. Tiene que ver con hechos nuestros, pero no con nosotros mismos. Por eso, estas experiencias asociados a Cristo son más profundas y radicales, porque tiene que ver con nuestra persona, identidad y vida.

Necesitamos urgentemente una renovación de nuestro entendimiento, para no adaptarnos a la manera de pensar del mundo, sino mantener viva en nuestro corazón la semilla de la verdad, a fin de que dé abundante fruto (Rom. 12:2). Por eso, la palabra de Dios ha de morar abundantemente en nuestro corazón (Col. 3:16), porque ésta es una locura bendita que necesita transformarse en la lógica cristiana por excelencia.

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