Mucho se ha dicho y escrito sobre Moisés, el fiel siervo de Dios; sin embargo, hay un rasgo, tal vez secundario, que nos llama la atención.

La Escritura dice que cuando Moisés nació, fue escondido por sus padres (de la furia de Faraón) por tres meses, «porque le vieron niño hermoso, y no temieron el decreto del rey». (La traducción literal para «hermoso» en este versículo es «fino», noble). Los padres se embelesaron con la pueril belleza del niño, e idearon una estrategia para salvarlo de la muerte. Luego, en otra parte, la Escritura dice que Moisés: «fue agradable a Dios». (O, más bien, «hermoso para Dios»).

Que los padres encuentren hermoso a su hijo, y procuren salvarlo, es normal, pero que se dé testimonio acerca de que el niño era hermoso para Dios, es un hecho notable.

Tal cosa no tiene parangón, excepto de David, de quien se dice que, siendo ya un muchacho, «era rubio, hermoso de ojos, y de buen parecer». Sin embargo, por este mismo pasaje sabemos que el Señor «no mira lo que mira el hombre; porque el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón». De modo que no era la hermosura física lo que Dios apreciaba, sino la belleza de un carácter, el cual, la presciencia de Dios veía ya «hecho conforme a la imagen de su Hijo».

¿No es la belleza del corazón la que es de grande estima delante de Dios? ¿No fue David un hombre «conforme al corazón de Dios»? ¿No fue el mismo Moisés «fiel en toda la casa de Dios como siervo»?

Si de la belleza física se tratara, entonces el Señor Jesús no hubiese sido solo bello, sino perfecto, y sin igual en belleza física, pero la Escritura, por anticipado, daba testimonio por medio de Isaías: «No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos».

La verdadera hermosura es una belleza interior que se asoma por un rostro (no importa si es agraciado o no), y que deja en él la impronta de su origen celestial.

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