La vida de los grandes predicadores de otro tiempo estuvo plagada de hechos que desafían toda lógica.

En mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias; en azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos, en ayunos … en azotes sin número, en cárceles más; en peligros de muerte muchas veces … en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo, en fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez…».

Parece ser ésta una enumeración inacabable proveniente de la experiencia de muchos cristianos; sin embargo, se trata de las vicisitudes de uno solo, y la enumeración no está completa. Se trata del apóstol Pablo, según consta en la 2ª epístola a los Corintios, capítulos 6:4-5 y 11:23-27. En la vida de Pablo se cumplió plenamente la palabra que el Señor le dijo a través de Ananías el mismo día de su llamamiento: «Porque yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre.» (Hech.9:16), la cual Pablo hace suya en Listra, luego de ser apedreado, cuando consolaba a los discípulos: «Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios» (Hechos 14:22).

La experiencia de Pablo no es, sin embargo, única. Tal vez sea la más ejemplar, pero no es la única. En la historia posterior, hay muchos relatos similares. Pruebas de valor y de fe que hacen saltar las lágrimas.

En este artículo no hablaremos de los mártires. Sus testimonios pertenecen, sin duda, a los anales más gloriosos de la historia. Aquí sólo tomaremos algunos casos de predicadores connotados que pagaron un alto precio para poder llevar las Buenas Nuevas a los perdidos, en tiempos y en lugares donde el evangelio era motivo de controversia, de lucha fratricida y aun de muerte.

El Señor había dicho a los apóstoles: «Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece … Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Juan 15:18-20). Esta palabra ha hallado cumplimiento también en todas las épocas de la historia, incluso en aquellas -como la nuestra- en que el hombre se ufana de su supuesta tolerancia.

El camino de la cruz

Los sufrimientos van de la mano de todo ministro cristiano. Si así no fuera, es tiempo de alzar la cabeza y preguntarse qué pasa.

Un autor ha dicho: «¿Cuál es el motivo de la frivolidad y pobreza del ministerio de hoy en día? Es el hecho de que los ministros han logrado evadir la cruz cada vez que Dios se las ha ofrecido. A menudo encuentran un camino para esquivarla, un camino que resulta menos costoso, pero que es más bajo que el de la cruz. ¿Por qué tantos ministros son pobres espiritualmente? Porque los sufrimientos de ellos han sido escasos.»

En efecto, cuando hay un retraerse ante la cruz, una evasión del Calvario, un rehusar el camino del dolor y el sufrimiento, un resistirse a pagar el precio, habrá pobreza, muerte, superficialidad y un vacío inútil que impedirá alimentar al pueblo de Dios.

En los ejemplos que veremos a continuación no ocurre, sin embargo, así.

Comienzos difíciles

¿Sabía Ud. que cuando el joven Guillermo Carey (1761-1834), considerado «el padre de las misiones modernas» propuso a los ministros de su denominación la necesidad de evangelizar a los paganos, el presidente se puso de pie y le gritó: «Joven, ¡siéntese! Cuando Dios tenga a bien convertir a los paganos, Él lo hará sin su auxilio ni el mío.»? ¿Sabía usted de los sufrimientos de Carey porque su esposa no lo quería acompañar a la India en su viaje misionero, y que durante los primeros siete años en ese país no logró ningún convertido? Durante largos períodos de esos años de esterilidad, además, dejó de recibir el sostén económico desde Inglaterra, (por dos años no recibió ni siquiera una carta) y debió de trabajar arduamente como labrador, para sustentar su casa.  Como si esto fuera poco, ¡muchos de los ingleses que lo conocieron creían que estaba loco!

¿Sabía usted que cuando Adoniram Judson (1788-1850), el llamado «explorador espiritual de Birmania», llegó a la India, tras largos meses de travesía, y después de haber rehusado honores, fue expulsado de Calcuta por las revueltas políticas, y debió de huir de país en país hasta llegar a Birmania, con su esposa al borde de la muerte? Allí, para completar el cuadro, estuvo 11 meses encarcelado, bajo crueles torturas. ¿Por qué no lo echó todo por la borda, y se olvidó de Dios? Sus indecibles sufrimientos no los podía comprender entonces, pero años después supo que unos judíos se habían convertido en Palestina como consecuencia de la lectura de sus sufrimientos en la cárcel.

¿Sabía usted que Hudson Taylor (1832-1905), el padre de la misión al interior de la China, en su viaje a ese país, debió de navegar cinco meses y medio, en un viaje que regularmente tomaba cuarenta días? ¿La razón? Fue azotado de furiosas tempestades, y una vez estuvo a punto de naufragar. ¿Qué edad tenía? ¡21 años! ¡Una edad para dedicarse a cosas más fáciles y gratas, sin duda! Doce años más tarde, en una travesía similar, echó más de cuatro meses, pero esta vez iba Taylor acompañado por 24 misioneros más. Entonces, su aplomo y serenidad evitaron que el barco sufriera la misma suerte de otro que iba en la misma flota, y que llegó con menos de la mitad de su tripulación a destino.

Desgracias familiares

Las desgracias llamaron muchas veces a la puerta de los grandes hombres de Dios del pasado.

En sus periplos por el África, David Livingstone (1813-1873), el célebre explorador y misionero, vio muchas veces cómo la muerte segaba a sus seres más queridos. Una de sus hijas murió de fiebre. La separación por largos años, de su familia y de su patria, dejaron una profunda huella en su alma. Y finalmente, le sobrevino la muerte de su esposa lejos de él, respecto de lo cual escribió: «La lloré, porque merece mis lágrimas. La amé cuando nos casamos y cuanto más tiempo vivíamos juntos, tanto más la amaba. Que Dios tenga piedad de nuestros hijos …»

John Paton (1824-1907) fue el gran misionero dado para la conversión de los antropófagos de las Nuevas Hébridas. Su esposa era su fiel colaboradora en una obra que se veía amenazada desde todos lados, y principalmente por los fieros aborígenes, que ya habían matado a otros misioneros antes que ellos. Pues bien, a los tres meses de su llegada a la isla que él había escogido como centro de su obra, su esposa murió de malaria y un mes después la siguió su pequeño hijo.

Sin embargo, Paton continuó haciendo la obra hasta convertir una isla completa.

Hudson Taylor, en un período de grandes luchas y dificultades, perdió a su esposa y a dos hijos, uno de ellos de cólera. La escena de la muerte de su esposa, relatada por una testigo es conmovedora: «Cuando la señora de Taylor dio su último suspiro, el señor Taylor cayó de rodillas, con su corazón transido de dolor, y la entregó al Señor, agradeciéndole la dádiva de los doce años y medio que pasaron juntos. Le agradeció también de que Él mismo se la llevara a su presencia. Entonces, solemnemente se dedicó a sí mismo nuevamente al servicio del Señor.»

¿Y qué decir de la patética historia matrimonial de Juan Wesley (1703-1791), el notable predicador inglés? En sus 88 años, Juan Wesley llenó de la gloria de Dios la Inglaterra del siglo XVIII. Sus cientos de sermones predicados por todo ese país, sus miles de convertidos por su palabra poderosa han hablado muy fuerte a las generaciones posteriores. Sin embargo, ¿cuántos saben de su infausto matrimonio, que le sumió en un dolor permanente durante los 20 años más fructíferos de su ministerio?

En efecto, se casó en 1751, a los 48 años de edad, con una mujer viuda. Lo hizo de manera apresurada por un fracaso que había tenido de un noviazgo anterior. Aunque al momento de casarse le dejó en claro a su esposa que el matrimonio no debería restringirle en el ejercicio de su ministerio, ella no fue capaz de cumplir, demostrando, a poco andar, el peor de los defectos en la esposa de un ministro de Dios: los celos.

Durante los primeros meses del matrimonio ella le acompañó algunas veces en sus viajes; pero pronto dejó de hacerlo, por la incomodidad que le producían. Y aunque ya no le acompañó más, le celó siempre. Concebía con facilidad las más absurdas y afrentosas sospechas. Como no podía retenerlo a su lado, lo seguía para espiar qué hacía y con quiénes se acompañaba.

Abría sus cartas, registraba sus papeles particulares y los entregaba, incluso, a sus enemigos, para hacerle daño.

Según sostiene un testigo, al menos en una ocasión, ella lo agredió físicamente. Varias veces se fue de la casa, y él solía escribirle cartas en que mostraba una firmeza temperada por una profunda bondad.

Tras 20 años de desdichada vida matrimonial, ella decidió separarse definitivamente. En su Diario, él escribió: «Non eam reliqui; non dimisi; non recabo» (No la abandoné; no la despedí; no la llamaré).

¿Qué explicación tiene este infortunado suceso que abarcó 20 años de la vida de Wesley? Uno de sus biógrafos lo explica así: «Figura entre las pruebas más admirables de la verdadera grandeza de carácter de Wesley, el que su carrera pública jamás oscilara ni perdiera nada de su fuerza y buen éxito durante estos prolongados infortunios domésticos.»

No fueron menos dolorosos los avatares de Guillermo Carey en materia matrimonial. Cuando él recibió el llamado para ir a la India a predicar, su esposa se opuso tenazmente. Tal fue la contradicción que ella le planteó, que él finalmente decidió partir solo. Fue después de muchos argumentos usados por un misionero, que ella aceptó partir, cuando ya Carey había perdido la esperanza. Una vez en la India, ella se mantuvo totalmente alejada de las labores de su marido, las cuales le eran totalmente indiferentes. Finalmente, ella pasó sus últimos años recluida en su casa, tras perder el uso de su razón.

Persecuciones y cárceles

La historia de las persecuciones tuvo su comienzo en el libro de los Hechos de los apóstoles, pero no ha concluido. En la vida de los grandes predicadores también las ha habido, y en abundancia.

Conocida es la historia de Juan Bunyan (1628-1688), el célebre autor de «El progreso del Peregrino», de quien Spurgeon decía: «Pinchadle donde queráis, y descubriréis que su sangre es «biblina», la mismísima esencia de la Biblia, que mana de él». El diablo indujo a muchos impíos a que lo calumniasen y esparciesen rumores en su contra en todo Inglaterra, para hacerle abandonar su ministerio. Lo tildaron de hechicero, jesuita, contrabandista; afirmaban, entre otras cosas, que vivía con una amante, que tenía dos mujeres y que sus hijos eran ilegítimos.

Cuando al maligno le fallaron todos estos planes, lo acusaron de no observar los reglamentos de los cultos de la iglesia oficial. Las autoridades civiles lo sentenciaron a prisión perpetua, negándose terminantemente a revocar la sentencia, a menos que jurase que nunca más volvería a predicar. De nada valieron los ruegos de sus amigos y de su esposa. Él decía: «Si hoy saliese de la prisión, mañana comenzaría a predicar, con la ayuda de Dios.» Pasó en la cárcel más de doce años (la quinta parte de su vida). Pero allí no estuvo ocioso; escribió decenas de libros de mucha edificación.

Estando en prisión, los sufrimientos no eran pequeños. La separación de su esposa y de sus hijos era para él a veces «como si se separase la carne de los huesos». Especialmente sentía dolor por su pequeña hija ciega, de la cual decía: «¡Pobre hija mía, qué triste es tu existencia en este mundo! ¡Vas a ser maltratada; pedirás limosnas, pasarás hambre, frío, desnudez y otras calamidades! ¡Oh, los sufrimientos de mi cieguita me quebrantaría en corazón en pedazos!»

Sin embargo, tales sufrimientos no bastaron para quebrantar el espíritu de Juan Bunyan. En efecto, cuando estuvo libre, predicó por toda Inglaterra, hasta la edad de 60 años, cuando falleció.

Jorge Whitefield (1714-1770) también recibió mucha oposición. Su ministerio, al igual que el de Wesley, lo realizó a campo abierto, no porque no quisiera predicar en los lugares de reunión, sino porque en las iglesias oficiales le cerraron las puertas. A veces ni en los hoteles querían aceptarlo como huésped. Muchas veces fue agredido a palos, y dos veces apedreado hasta perder la esperanza de vivir. Caso similar ocurrió muchas veces con Wesley.

Madame Guyon (1648-1717) pasó 10 años en prisión y soportó las más increíbles atrocidades por la causa de Cristo. Sin embargo, cantaba himnos de gozo y consideraba las piedras de su prisión como rubíes.

C.H. Spurgeon (1834-1892) fue uno de los predicadores más notables de todos los tiempos, y goza hoy de alta estima en casi todos los ambientes cristianos. Sin embargo, pocos saben hoy que en los comienzos de su ministerio en Londres, hubo de soportar la envidia de sus colegas y el escarnio de la prensa. Spurgeon había llegado a ser en poco tiempo una celebridad, y los diarios se ocuparon, por supuesto, de él.

Un periódico de Sheffield decía de Spurgeon en 1856 (cuando el predicador tenía 22 años): «El señor Spurgeon se predica a sí mismo. No es otra cosa que un actor, y no hace otra cosa sino exhibir aquella incomparable desfachatez que le caracteriza en grado sumo, entregándose a burdas familiaridades con las cosas santas, declamando en estilo delirante y coloquial, contoneándose arriba y abajo en la plataforma como si estuviera en el teatro de Surrey, y jactándose de su propia intimidad con los cielos con una frecuencia que da náuseas.» En las ilustraciones caricaturescas le dibujaban como un mono, un cerdo, un payaso, y hasta como una personificación del mismo diablo.

Las aflicciones secretas

Mucho se podría agregar a este pequeño relato de los sufrimientos de los ministros de Dios; no sólo ayer, sino también hoy en muchos países, incluso de nuestra propia América. Esto, de lo que sabemos por testimonios que han llegado hasta nosotros. Pero, ¿qué decir de las lágrimas secretas, de los desvelos, de los embates sufridos calladamente? ¿Qué decir de los falsos testimonios, de las andanadas del Hades lanzadas sorpresivamente incluso por los más cercanos, por los «íntimos» y «familiares» (Salmo 55:13)?

Son los sufrimientos secretos, los suspiros más íntimos del alma que sólo el Señor conoció. Esas lágrimas no las vio nadie, pero están en la redoma del Señor, y Él no las ha olvidado. Ellas tal vez se transformen en perlas mañana para engalanar aquellas magníficas moradas que les esperan.

La predicación de la Palabra entraña un alto precio, porque de su noble ejercicio las almas de los hombres -que tienen el más alto precio para Dios-  pasan de muerte a vida, se visten de gloriosa inmortalidad, luego de haber salido del fango más horrible. Es, entonces, un precio comparativamente bajo -si hemos de ser sinceros-; bajo, pero no tanto para nosotros, a causa de la debilidad del vaso, y de la pequeñez de nuestra fe.

Que el Señor en su gracia nos permita, teniendo a la vista estos ejemplares padecimientos, menospreciar nuestros pequeños dolores; y, teniendo a la vista a estos vasos de honra que, pese a su fragilidad, nos dejaron un grato olor de Cristo, podamos correr la carrera con paciencia y trazar la palabra sin temor, confiados en que no será en vano.