El alma es el lugar de residencia del yo, ese hombre viejo que está corrompido, y del que es preciso despojarse.

Dos hombres

Porque por cuanto la muerte en tró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados».

– 1 Cor. 15:21-22.

Noten ustedes que en el versículo 21 dice: «…por un hombre…», y luego dice: «…también por un hombre…». Es decir, aquí hay dos hombres. ¿Qué entró por el primer hombre? «…la muerte». ¿qué entró por el segundo hombre? «…la resurrección de los muertos». Noten ustedes que son dos cosas muy contrarias: la muerte y la resurrección. Un hombre trajo la muerte; el otro, la resurrección.

Aquí no se dicen los nombres de estos hombres, pero en el versículo 22 están. Así que el versículo 22 nos ayuda a entender el 21. «Porque así como en Adán todos mueren –ahí está el hombre de la muerte–, también en Cristo todos serán vivificados» – aquí está el hombre de la resurrección de los muertos. ¡Bendito es el Señor Jesús!

Leamos ahora el 15: 45: «Así también está escrito: fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante». Aquí se sigue hablando de estos dos hombres. Se menciona aquí a Adán, el primer hombre; y, en vez de mencionarse a Cristo en el segundo caso, se dice «postrer Adán». Pero, si nosotros miramos el contexto, se refiere a Cristo también.

¿Qué se dice en este versículo acerca del primer Adán? Que es un alma viviente. Y, ¿qué se dice del postrer Adán, es decir, Cristo? Que es Espíritu vivificante. Miren qué interesante: Adán se asocia con el alma, y Cristo con el espíritu.

Los seres humanos tenemos tres partes, de afuera hacia adentro: cuerpo, alma y espíritu. Hay uno que es visible –el cuerpo–, y dos invisibles – alma y espíritu. Y aquí se dice que Adán es alma viviente, y Cristo, espíritu vivificante. Esto no significa que Adán haya sido sólo alma; lo que significa es que Adán era una persona que vivía por su alma. Su alma era la que gobernaba, la que regía su vida.

Pero de Cristo se dice que es espíritu vivificante, lo cual no significa que Cristo no haya tenido cuerpo ni alma. Cristo tenía cuerpo, alma y espíritu, lo mismo que nosotros. Pero, si Adán vivía por el alma, Cristo vivía por el espíritu. Dicho de otra manera, Adán era una persona anímica (o almática), y Cristo era una persona espiritual.

De manera que, resumiendo, hay dos hombres: Adán y Cristo. Por uno se introdujo la muerte, por el otro la resurrección. Uno vive por su alma, el Otro vive por su espíritu. Lo que gobierna a Adán es su alma; lo que gobierna a Cristo es su espíritu.

Veamos ahora el versículo 47: «El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo». Aquí tenemos de nuevo a los dos hombres. Del primero se dice que es de la tierra, terrenal. Y del segundo hombre, que es el Señor, se dice que es del cielo, es celestial. Por lo tanto, aquí de nuevo contraponemos: Adán, terrenal; Cristo, celestial.

Para que un hombre sea terrenal, ¿qué se requiere? Según el versículo 45, que lo gobierne el alma, que viva por el alma. Y para que un hombre sea celestial, o sea, del cielo, ¿qué se requiere? Que viva por el Espíritu.

Y noten ustedes algo más: Cuando dice ‘alma viviente’, y luego dice ‘espíritu vivificante’ (v. 45), se hace otra diferencia más entre Adán y Cristo. Adán vive para sí, vive centrado en sí. Pero cuando dice que Cristo es espíritu vivificante, la palabra ‘vivifi-cante’ implica dar vida a otros. Es decir, el espíritu que vivifica es el espíritu que imparte vida a otros.

Nosotros, los hijos de Dios, tenemos dentro de nuestra naturaleza, cuerpo, alma y espíritu. Y por causa de que tenemos alma y espíritu, tenemos –esto es muy importante, lo vamos a subrayar– dentro de nosotros a Adán y a Cristo. En nuestra alma hay un hombre terrenal, viviente; un hombre que quiere gobernarse solo. Un hombre al cual en otras partes de la Escritura se le llama el hombre viejo. Pero también, gracias a Dios, en nuestro espíritu, más adentro del alma, tenemos a Cristo.

Y entonces tenemos aquí dos personas –Adán y Cristo–, que quieren gobernar dentro de nuestro corazón. Uno quiere vivir para sí; el otro quiere vivir para Dios y para los demás. Y por eso surgen muchas luchas, y surgen dificultades. Sin embargo, nosotros –que tenemos el espíritu, y a Cristo por el espíritu y en el espíritu– queremos vivir la vida de Cristo.

Es un problema éste, ¿no es cierto? ¿Usted ha enfrentado este problema? Lo estamos viviendo todo el tiempo: Adán y Cristo, ahí están, luchando en nosotros; uno en el alma, y el otro en el espíritu. Gálatas lo dice así: «Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisie-reis» (v.17).

Veamos cómo resolvía Juan el Bautista este gran problema que hay con nosotros, un problema que él también tenía. «Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe. El que de arriba viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre todos» (Jn. 3:30-31). Aquí en estos dos versículos aparece de nuevo el hombre celestial y el hombre terrenal. Y Juan se identifica, por supuesto, con el terrenal. Y, cuando habla del Señor, dice «…el que viene del cielo es sobre todos», es del cielo, es celestial. Por eso, en el versículo 30 dice: «Es necesario que él –Jesús, el hombre celestial, el hombre espiritual– crezca, pero que yo mengüe».

Y, ¿qué diremos nosotros? ¡Amén! Nosotros nos vamos a poner en el lugar de Juan, para decir con él: «Es preciso que él crezca, y que yo mengüe». Es preciso que él –el Hombre espiritual– crezca, y que nosotros –los hombres almáticos– mengüemos.

Desvestirse y volverse a vestir

Ahora, ¿por qué es tan necesario que nosotros mengüemos, que Adán mengüe? ¿Saben por qué? Porque este Adán es un canalla. Nosotros, a veces, casi jugamos un poco con estos términos: carnal – espiritual. Pero no es para jugar, porque Adán es un canalla, un homicida.

Alguien puede decir: «Adán no mató a nadie, que sepamos». Pero cuando Caín mató a su hermano Abel, era la naturaleza de Adán la que se manifestó. Lo que Caín hizo, matando a Abel, lo heredó de Adán. El asesino que había en Caín, lo heredó de Adán. Y Adán no sólo es un homicida: es envidioso, es malvado, es iracundo, es individualista, es orgulloso, es soberbio… Y el gran problema, hermanos, es que Adán también está en nosotros.

Hay algunas corrientes doctrinales que dicen que, luego que nosotros hemos recibido al Señor, Adán desaparece de nosotros. Que nosotros ya no pecamos más, que ya estamos libres de todas estas cosas de la tierra, terrenales. Pero eso no es verdad.

El apóstol Pablo reconoce que en nosotros hay dos hombres. Veamos en Efesios – porque todo lo que estamos afirmando tiene que tener base en la Escritura; si no tiene base en la Escritura, entonces estamos hablando invenciones, cosas ficticias. Veamos lo que dice Efesios 4:22-24: «En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre…». Si a alguien se le dice que se despoje de algo, es porque lo tiene, ¿verdad? El viejo hombre está. Y se lo dice a los hermanos de Éfeso, que son hermanos maduros, porque ustedes saben que la epístola a los Efesios es una de las epístolas más profundas de toda la Escritura. Y porque Pablo les escribe estas profundidades espirituales a los hermanos de Éfeso, no debemos pensar que ellos eran impecables. No; no eran intachables, como tampoco nosotros lo somos. Por eso Pablo les dice: «Despójense del viejo hombre», «…que está viciado conforme a los deseos engañosos». ¿Qué significa estar viciado? Estar contaminado, corrompido. Algo está viciado cuando se ha echado a perder. El viejo hombre –Adán– está corrompido, y sus deseos son engañosos, no son reales.

En lo negativo, dice: «Despojaos». Y en lo positivo, ahora dice: «…y renovaos en el espíritu de vuestra mente». Noten ustedes que no dice: «Renovaos en vuestra alma». El alma, la mente, no es capaz de renovarse. Es el espíritu de la mente el que tiene que ser renovado. Pablo dice también en otro lugar: «Transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento» (Rom. 12:2). Y aquí dice: «…renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad».

El punto aquí es desvestirse de algo y vestirse de otra cosa. Es como cuando uno se cambia ropa. Nosotros no nos ponemos la ropa limpia encima de la ropa sucia. Primero hay que desvestirse de un hombre antiguo, viciado, corrompido, echado a perder, para luego vestirse del nuevo hombre. Ya sabemos el nombre de estos dos hombres, así que podemos decirlo así: «Despojaos de Adán, el canalla, y vestíos de Cristo».

Pasemos ahora a Colosenses 3:9-11: «No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos». Aquí aparece otra característica de Adán, otro adjetivo: es mentiroso. Pero si se trata de ponerle adjetivos a Adán, en la Biblia podemos encontrar cientos. Todos los adjetivos oscuros, malvados, diabólicos, le vienen a él. «…con sus hechos». Claro, porque Adán hace muchas cosas que no convienen. Versículo 10: «…y revestido del nuevo –del nuevo hombre– el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno». Aquí entonces, de nuevo, se habla de renovar.

Los números en la Biblia son muy importantes. El hecho de que este pasaje, casi calcado, aparezca tanto en Efesios como en Colosenses le da mucha fuerza, porque en la Escritura el dos habla de un testimonio firme, porque hay al menos dos testigos. «Por el testimonio de dos o tres testigos, conste toda palabra», dice la Escritura (Mat. 18:16).

Este hombre nuevo se va renovando hasta el conocimiento pleno. Adán no se renueva nunca; está siempre dando vueltas en el mismo punto, con sus envidias, con sus prejuicios, con su malignidad. Adán está estancado en el mismo punto.

Cuántas veces en nosotros se da algo así. Nosotros nos estancamos en un determinado momento de nuestra historia. A veces hemos tenido experiencias espirituales muy hermosas hace cinco años atrás, y nos quedamos anclados ahí, con orgullo y vanagloria. O bien si alguien me ofendió, me hirió, hace dos años atrás, yo me quedo ahí. Adán no se renueva.

A veces ocurre que hasta una misma verdad espiritual la tomamos, y no nos renovamos. El Señor quiere ir aumentando su luz en nosotros, dándonos más revelación. Él quiere que lo sigamos a él, y sin embargo nosotros nos quedamos atrás. Y esas verdades de ayer se transforman en doctrinas frías, sin vida, muertas. Hay muchas doctrinas en la cristiandad que son cosas muertas. Falta la renovación del entendimiento para seguir avanzando hasta el conocimiento pleno.

Versículo 11: «…donde no hay griego ni judío…». ¿Dónde es que no hay griego ni judío? En el nuevo hombre, en Cristo. «…circuncisión ni incir-cuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos». Aquí no es Cristo solo, sino Cristo con todos sus miembros. ¿Cuánta distancia hay entre Cristo y nosotros, según la Biblia? No la hay. Entre el Señor y nosotros no hay distancia, porque somos miembros de él, miembros de su cuerpo, y él no está separado de sus miembros. Estamos unidos a él; por tanto, Cristo es el todo y en todos. Ahí estamos nosotros incluidos también. Pero tenemos que ser revestidos, tenemos que ir despojándonos y revistiéndonos permanentemente.

Ahora bien, ¿quién hace este trabajo de despojarse y de vestirse, según hemos leído acá? Nosotros. «Despojaos» y «vestíos» – estas son unas formas verbales un poco antiguas para nosotros los hispanoamericanos, y no las usamos mucho, aunque sí se usan aún en España – tienen la característica que son imperativos, es decir, son órdenes. Dios quiere que nosotros hagamos algo – que nos despojemos y que nos vistamos. Así que, hermanos, tenemos «la sartén por el mango». Depende de nosotros.

Así que esta mañana, antes de terminar la palabra, le vamos a decir: «Señor, yo quiero despojarme. Me despojo de este canalla, de este Adán homicida, soberbio, que todavía quiere aferrarse a mí, que quiere todavía hacer prevalecer sus principios en mí». Adán nos dice: «Aquí estoy yo todavía». Tenemos que decirle algo a la luz de la palabra. Digámosle con Gálatas 2:20: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo…». ¿Qué es ese «yo» aquí, el alma o el espíritu? El alma. En el alma es donde está el yo, el ego, el hombre viejo.

Entonces, cuando Adán dice: «Yo todavía estoy aquí», nosotros le diremos: «Escrito está: «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí». Y si no vivo yo, tú, Adán, estás muerto». Nosotros no podemos altercar con Adán, como tampoco podemos altercar con el diablo. El Señor no argumentó con Satanás en el desierto. Él citó la Palabra. Porque la Palabra es espada, y nuestros argumentos, en cambio, son como un cuchillito mellado. Digamos también como Juan el Bautista: «Es necesario que él crezca; pero que yo mengüe».

Rindiendo el alma

Leamos Marcos 10:45: «Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos». Es interesante que la palabra vida en este versículo, en griego, es psiqué. Y esa palabra significa alma. Es decir, apegándonos más al sentido original, podríamos decir que «el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su alma, para rendir su alma en rescate por muchos». O sea, significa que él no vivió para sí.

Él no tenía nada de Adán, porque él no nació de José. Nació de María, pero no de José. El pecado entró por Adán y, legalmente, siguió pasando de varón en varón (Rom. 5:12); pero Jesús no fue hijo de varón, sino hijo de la mujer – «la simiente de la mujer» (Gén. 3:15). Jesús no tenía al «hombre canalla» adentro; pero, aun así, para darnos ejemplo a nosotros, él rindió su alma – esa parte de nuestro ser donde quiere Adán posesionarse, y donde el enemigo quiere sentar sus reales. Así, aunque el Señor no tenía «hombre viejo», él rindió su alma en rescate por muchos. ¡Qué ejemplo para nosotros! ¡Cómo debemos nosotros también ofrecer nuestra alma, esta alma donde quiere el yo gobernar!

Hay otro pasaje, en Juan 10:11, donde también se habla de esto mismo. Es un versículo que conocemos muy bien. «Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas». Aquí la palabra vida otra vez es psiqué, alma. «Su alma da por las ovejas». El ejemplo está dado.

En nuestra alma hay un ‘yo’ que quiere hacer su gusto, que quiere hacer prevalecer sus ideas. Y cuando yo le otorgo libertad dentro de mí, entonces soy capaz de cualquier atrocidad, de cualquier pecado. Ahora bien, en medio de la iglesia, ¿qué puede causar este «canalla»? Divisiones, pleitos, enemistades, bandos, sectas (es decir, grupos), descalificaciones. Todo lo que hay allí en Gálatas 5: 19 al 21. Por eso el Señor dice: «Yo ofrezco mi alma, todos mis deseos, mi manera de pensar, mi querer, lo rindo, en rescate por muchos».

Pero, ¿sabe?, este ejemplo que el Señor Jesús dio al decir estas palabras, lo tomó también Pablo. Y Pablo usó esta misma palabra, en Hechos 20:24. «Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida –aquí vida es alma– para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios». Subrayemos entonces la frase que nos interesa destacar: «…ni estimo preciosa mi alma para mí mismo…». ¿Cuánto amamos nuestra alma, nuestro yo, nuestra vida, nuestros deseos? Pablo imitó al Señor en eso, y el Señor nos invita a que nosotros también lo hagamos.

Veamos Apocalipsis 12:11. «Y ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos, y menospreciaron sus almas hasta la muerte». Aquí de nuevo, el amor propio, el amor al yo, es despreciado.

El diablo y el alma trabajan juntos. Aun más, hay tres cosas que van juntas: el mundo, la carne –toda la vida almática– y Satanás. Estas tres cosas van juntas, y Satanás se potencia con el mundo y con el alma. Por eso aquí se dice que «ellos le han vencido», porque menospreciaron sus almas hasta la muerte. Es decir, ellos no se amaron a sí mismos, no le siguieron el juego a Satanás.

La manifestación más profunda y clara de espiritualidad es negarse al yo. Es la tarea más difícil; ningún hombre la puede realizar en sí mismo. Todos los que no han aceptado la operación de la cruz sobre él, han perdido esta batalla. Por eso, demos nosotros hoy el primer paso diciéndole al Señor: «Me despojo del hombre viejo, y me visto de Cristo». ¡Señor, ten misericordia de mí!

La decisión es nuestra

Amados hermanos y hermanas, Cristo es maravilloso; la iglesia es maravillosa. Ella lo es, porque él lo es. El cuerpo es precioso porque la Cabeza es preciosa. En Cristo somos hermosos porque tenemos un Hombre nuevo adentro, porque somos miembros de este Hombre celestial.

Sin embargo, existe un peligro. Es necesario advertirlo, a la luz de la Palabra. Si queremos que este hombre nuevo, que esta casa de Dios, sea llena de la gloria de Dios y exprese la gloria de Cristo, Adán con todos sus hechos debe ser quitado de en medio.

Hermano, seas antiguo o nuevo, en ti y en mí hay dos fuerzas. Yo decido, tú decides, a cuál de las dos le dejarás espacio libre en tu vida, con cuál de las dos tú te alinearás. Hay dos hombres, hay dos principios de vida. Si hoy hacemos la decisión correcta, mañana veremos mucha más gloria de la que estamos viendo hoy.

Hubo un día en que el Señor Jesús entregó su alma por nosotros. Ahora nos toca a nosotros entregar nuestra alma, menospreciar nuestra alma, por causa del Señor y de los hermanos. Está la cruz de Cristo, donde él fue por amor a nosotros. Esa cruz está vacía hoy. Pero allí, en esa cruz, debes estar tú y debo estar yo.

El Señor ya decretó su sentencia sobre el hombre viejo; él ya lo incluyó en su muerte cuando murió en la cruz. Ahora nosotros debemos aceptarlo, debemos unir nuestra voluntad a la suya, para que él reconozca su lugar. (Rom. 6:6).

«Si alguno quiere ser mi discípulo, tome su cruz, y sígame». El Señor Jesús no le pone la cruz a nadie a la fuerza. No. Dice: «Tome su cruz». El lugar para Adán, el único lugar donde está bien, donde nos gusta verlo, donde no hace daño, donde está inmóvil y mudo, es en la cruz, muerto.

Le vamos a decir al Señor: «El lugar que tú ocupaste ayer, yo quiero ocuparlo hoy». No para expiación de pecados; sino para dejar allí a este canalla, para que no haga más daño, ni a mí mismo, ni a los demás. Vamos a orar.