La destrucción y reconstrucción que realiza el Espíritu Santo en los hijos de Dios.

Lectura: Juan 1:14, 16-17.

En estos versículos se nos dice que el Verbo se hizo carne y que habitó entre los hombres lleno de gracia y de verdad. Es muy interesante ver cómo se repite esta expresión «gracia y verdad» en el versículo 14 y en el 17, y que la gracia va primero que la verdad. Luego, la palabra «gracia» se repite dos veces en el versículo 16.

Todo esto nos hace ver, por un lado, que la gracia y la verdad van juntas, y luego, que la gracia sobrepasa a la verdad.

Ahora bien, la palabra griega que se traduce como «verdad» puede traducirse también como «realidad». El Señor, entonces, era lleno de gracia y de realidad. En él no había engaño, ni falsedad; no había contradicción, ni nada aparente. Todo en él era consistente, coherente, pleno. Todo lo que el Señor decía era congruente con lo que él hacía. Todo lo que él hablaba era congruente con lo que él era. Él era lleno de gracia y de realidad.

La gracia alternada con la verdad

La gracia está primero, porque la gracia es el amor de Dios que nos levanta. Nos encontró caídos, perdidos, condenados, y la gracia –el amor inmerecido de Dios– nos levantó; nos sacó de esa posición y nos puso en otra, muy preciosa. La gracia de Dios hizo eso en Cristo Jesús.

Y la verdad –la realidad– viene en seguida. Alguien lo explicó así: En los primeros años de la vida cristiana sólo conocemos la gracia de Dios –nos vemos sentados en lugares celestiales disfrutando lo que Cristo hizo por nosotros–; sin embargo, pasado un tiempo, comenzamos a conocer otro aspecto de Cristo, su verdad.

No es que la verdad no la hayamos conocido antes, sólo que la verdad comienza a manifestarse como realidad. Comenzamos a conocer la realidad de las cosas. Antes de conocerle, nosotros estábamos totalmente engañados bajo la potestad del engañador. Vivíamos tal como el mundo vive, en un mundo irreal, de apariencias; entonces el Señor nos comienza a mostrar la verdad como realidad, y nos comienza a mostrar también nuestra realidad.

Entonces el camino ya no es tan fácil, no es tan gozoso. Cuando el Señor nos comienza a mostrar la realidad tocante a Dios, al mundo y a nosotros –sobre todo, a nosotros– entonces pasamos algunas crisis, algunos dolores, algunas angustias.

Por ejemplo, nosotros hablamos mucho acerca de la santidad de Dios. Pero llega un momento en que comenzamos a conocer dolorosamente la realidad de la santidad de Dios. La santidad de Dios es terrible. Una cosa es cantar que Dios es santo y otra es comprobar cuán santo es Dios. Entonces tomamos verdadera conciencia que nosotros somos muy pecadores y que nuestro Dios es muy santo. Y que cuando queremos caminar cerca de él, su santidad no permite que caminemos con él llevando nuestros pecados, nuestras tinieblas, nuestras contradicciones e hipocresías. ¡Qué terrible es eso! Como dice en Job: «En Dios hay una majestad terrible» (37:22 b).

Cuando el Señor nos comienza a mostrar la verdad acerca de muchas cosas, comenzamos a ser descubiertos. La astucia con la cual nosotros servíamos a Dios queda en evidencia, y muchas otras cosas. Y entonces, como que nos sentimos caer. Y nos preguntamos por qué el Señor me escogió a mí. Tal vez yo sea una rareza dentro del pueblo de Dios, una excepción negativa, uno que tal vez el Señor escogió por error – si es que pudiéramos atribuirle esto a Dios. ¿Qué pasa conmigo?

Entonces, cuando estamos muy abajo, el Señor nos muestra su gracia, y nos dice: «Sí, así tal como tú te estás viendo ahora, así te amé. Así te conocí, y por eso te escogí. Porque yo quería mostrar en gente tan vil como tú cuán grande es mi amor, cuán grande es mi poder, y cuán grande es mi paciencia y mi fidelidad». Y nos levanta, y de nuevo llegamos arriba, y contemplamos la gloria de Dios.

Al poco tiempo, algo más de nuestra irrealidad –pues todavía queda mucha– es descubierta, y nos volvemos a sentir muy avergonzados. Así, el caminar cristiano va alternando manifestaciones de la gracia y manifestaciones de la verdad de Dios.1

Seis personajes, seis experiencias

El evangelio de Juan puede ser visto enteramente bajo esta tesis. Todo lo que escribió Juan en su evangelio está ordenado para mostrar cómo Cristo expresó la gracia y la verdad de Dios entre los hombres.

Este evangelio fue escrito bastante avanzado el primer siglo, cuando los otros tres ya se habían escrito. De manera que Juan ya los conocía. Curiosamente en este evangelio aparecen seis personajes con los cuales Cristo interactuó, que no aparecen en ninguno de los otros tres. Y estos seis son, a nuestro modo de ver, los personajes claves en este evangelio. La manera cómo el Señor se relacionó con cada uno de ellos nos va mostrando cómo les expresó a ellos la gracia y la verdad de Dios.

El primero es Nicodemo (cap. 3), el segundo es la mujer samaritana (cap. 4), el tercero es el paralítico de Betesda (cap. 5), el cuarto es la mujer adúltera (cap. 8), el quinto es el ciego de nacimiento (cap. 9), y el sexto es Lázaro (cap. 11). Notemos que el seis, en la Biblia, es el número del hombre.

Es muy interesante poder observar esta galería de personajes bajo este prisma, y poder comprobar, por ejemplo, que el primero de ellos, Nicodemo, nos habla de nacimiento, y el último, Lázaro, nos habla de muerte y resurrección. Entre este nacimiento y esta muerte y resurrección está contenida toda la carrera cristiana. Así, estos personajes nos muestran seis experiencias claves de la vida cristiana – porque el evangelio de Juan fue escrito fundamentalmente para la iglesia.

Nicodemo

Nicodemo fue al Señor con palabras elogiosas, reconociendo que Jesús era un hombre que había venido de Dios. Sin embargo, el Señor le dice, sin rodeos: «De cierto, de cierto, te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios». Esta expresión, y lo que le dice en seguida, no tiene nada de diplomático. Es como ponerle un espejo por delante, y decirle: «Nicodemo, mírate; tú eres un maestro de Israel, pero tú estás perdido; tú no eres salvo. Tú no conoces las cosas espirituales. Tú eres un hombre natural. A menos que tú tengas una experiencia espiritual profunda –nacer del agua y del espíritu– no puedes participar del reino de Dios».

Nicodemo demostró toda su ignorancia en las cosas espirituales al preguntar cómo un hombre viejo puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer. Así que el Señor le dice: «Lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es».

El nuevo nacimiento es el comienzo de la carrera cristiana; nosotros necesitamos una experiencia con el Espíritu Santo para nacer de nuevo, y necesitamos muchas otras experiencias con el Espíritu Santo, para sobrevivir espiritualmente en la carrera cristiana.

Nicodemo era un maestro de la ley –o como sugiere una traducción, era «el maestro de Israel»– y no conocía al Espíritu. Así también los maestros de la Palabra: pueden llegar a ser maestros sin espíritu. Podemos llegar a ser doctos en las Escrituras sin el Espíritu. O conformarnos con una experiencia inicial y luego dejarnos llevar por la comodidad de la carne, y llegar a ser maestros secos. Como Nicodemo, también nosotros somos confrontados por el Señor: «¿Y qué tal? ¿cómo estamos con el Espíritu?». «¿Qué tal, maestros? ¿conocen el Espíritu?».

El Espíritu tiene caminos misteriosos, pues no sabes de dónde viene ni adónde va. Es algo que escapa a la lógica humana. ¿Conocemos los caminos del Espíritu?

Lo primero que Nicodemo conoció del Señor no fue la gracia, sino la verdad. Y luego sin duda está la gracia, pues el Señor le ofrece a Nicodemo la solución. Le dice: «Tú no necesitas subir al cielo. Porque el Hijo del Hombre ya bajó del cielo. No es necesario que tú hagas cosas, que tú te encumbres, sino en recibir al que bajó del cielo». El Señor tiene todas las respuestas y todas las soluciones para todos los Nicodemos.

Si avanzamos un poco más en las Escrituras, en Juan 6:63, podemos encontrar la continuación del versículo 3:6: «Lo que es nacido de la carne, carne es; lo que es nacido del Espíritu, espíritu es … El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida». ¿Por qué Nicodemo necesitaba nacer de nuevo, del espíritu? Porque si es sólo nacido de la carne, la carne para nada aprovecha, sólo el Espíritu es el que da vida.

Nosotros no podemos movernos en la esfera de la carne y de la sangre, porque eso no genera vida. Sería sólo comprensión mental, esfuerzos humanos, pero no vida. Lo único que genera vida es el Espíritu.

La mujer samaritana

Una de las primeras cosas que necesitamos aprender luego de nuestro nacimiento espiritual es la diferencia entre el alma y el espíritu. Y creo que el encuentro del Señor con la mujer samaritana nos enseña un poco eso.

Esta mujer acostumbraba ir al pozo a buscar agua. Entremezclada con esa acción diaria de la mujer aparecen en su historia algunos problemas afectivos. Ella era una mujer sensual, necesitada de afecto – pues había tenido cinco maridos y el que ahora tenía no era su marido. Ella tenía sed del alma. Y esa sed se representa en esa necesidad de ir todos los días al pozo de Jacob. Sin embargo, el agua de un pozo no es un agua corriente, es un agua estancada que suele estar contaminada. No tiene la pureza del agua de la fuente.

Aquí tenemos el alma, contaminada e insaciable. El alma nos juega muchas malas pasadas. Los cristianos anímicos, o psíquicos, buscan y buscan, y nunca encuentran satisfacción. El Señor dice: «Ese no es el camino. Por el lado del alma no hay solución. Tú tienes que conocer esta otra agua que yo te voy a dar de beber. Es mi Espíritu».

La mujer no conocía el agua de la fuente. Y nosotros no podremos servir al Señor, no podremos ser de utilidad, si no conocemos la diferencia entre el alma y el espíritu, y si no aceptamos que sean separados en nosotros.

Luego, sorprendentemente, la conversación deriva hacia la adoración. Es bien extraño que el Señor haya hablado de la adoración con esta mujer, pero este era el momento de hacerlo. La adoración es un asunto del espíritu, no del alma. La adoración a Dios, tal como la obra de Dios, no pueden ser hechas con las capacidades del alma, sino con el poder del Espíritu. La adoración es espiritual, la oración es espiritual, el servicio es espiritual. Todo tiene que ser del Espíritu y por el Espíritu.

Esta es una lección muy importante para todo cristiano. Así que aquí, de nuevo, este encuentro del Señor con esta persona nos descubre. ¿Qué estamos bebiendo nosotros? Tal vez lo más común sea que estamos bebiendo una mezcla de las dos aguas. Un poco de esto, y otro poco de aquello. Por eso no somos fuertes espiritualmente, por eso estamos tan debilitados. Por eso nuestro servicio es tan mezclado; hacemos cosas acertadas; luego hacemos cosas erradas. Porque proceden de distinta fuente.

El paralítico de Betesda

Treinta y ocho años paralítico. En la vida cristiana algunas situaciones que pueden ser ocasionadas por pecados – como parece ser el caso de este hombre –, y que generan parálisis. Y habiendo parálisis hay inutilidad, incapacidad, de servir a Dios.

Treinta y ocho años es un período muy largo. Hay una historia real que puede ilustrar esto. Conozco el caso de un hermano que, siendo muy joven, el Señor lo llamó a su servicio. Sin embargo, luego de terminar la Universidad, se dedicó a formar una familia, y a sus labores profesionales. Con el paso del tiempo se empezó a generar en él una angustia, porque sentía que había desechado ese llamamiento inicial, y que ahora ya no había oportunidad. Un día, cuando ya estaba cerca de los 38 años de edad, el Señor le permitió ver, a la luz de este pasaje, su propia parálisis. Entonces él pensó que cuando tuviera 38 años de edad, iba a ser sanado. Pero pasaron los 38 y no hubo sanidad. El milagro recién ocurrió algunos años más tarde.

Al parecer, en este caso no había un pecado moral que causara el problema; sin embargo, él había menospreciado el llamado del Señor, lo cual puede ser considerado un pecado aún mayor.

Parálisis significa que uno no puede hacer absolutamente nada. Y en tal caso, ni tus esfuerzos ni las oraciones de los hermanos parecen servir. Sólo sirve que el Señor soberanamente, misericordiosamen-te, un día se acerque a nosotros y nos diga: «¿Quieres ser sano?». Y en ese caso, ni siquiera tenemos un sí inmediato – como le pasó a este hombre. Lo hemos deseado tanto, que el sí no nos sale fácilmente. Pero el Señor nos conoce y él nos sana.

Probablemente haya en cada uno de nosotros algún problema, alguna situación, que nos torna paralíticos por largo tiempo. Y en ese tiempo nosotros tenemos que aprender que en nosotros no hay ninguna solución, ninguna esperanza. Sólo podemos decir: «Señor, sólo tu misericordia hará que yo vuelva a caminar». Y el Señor que es misericordioso, nos hace caminar otra vez. Así, él nos muestra su verdad y su gracia.

La mujer sorprendida en adulterio

Ella había sido sorprendida en adulterio, y el brazo de la ley la alcanzó. Ella fue puesta delante del Señor, en espera del cumplimiento del mandato de la ley, es decir, la lapidación. Ese era su fin; era el castigo por su pecado. ¡Qué situación!

Ella fue alcanzada por la ley; sin embargo, fue salvada por la gracia. La ley siempre nos alcanza; siempre descubre nuestro pecado. Romanos 7:5 dice: «Porque mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros llevando fruto para muerte». ¿Cuál es el fin de las pasiones pecaminosas según la ley? ¡La muerte! Sin embargo, la Palabra de Dios agrega: «Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra» (v.6). ¡Gracias a Dios!

La ley es muy fuerte –el poder del pecado es la ley–, pues produce en nosotros una gran abundancia de pecados. Y necesitamos llegar a tener una experiencia de tal magnitud, bajo el poder inclemente de la ley, bajo la furia de la ley, de modo que nos veamos absolutamente incapacitados, condenados, para recién experimentar la maravillosa liberación que el Señor Jesús efectúa en nosotros.

¿Por qué es que Romanos 6 nos habla de que nosotros somos libres del pecado, siendo que la ley es el poder del pecado? Romanos 6 no tiene un efecto liberador a menos que veamos la liberación de la ley en Romanos 7. El razonamiento del Espíritu, que avanza por Romanos 6, tiene que entrar en Romanos 7 para explicar por qué Romanos 6 es posible.

Entonces también nosotros somos la mujer adúltera. Y necesitamos, lo mismo que ella, que el Señor nos muestre su gracia, y nos muestre la verdad.

El hombre ciego de nacimiento

Nosotros nacimos ciegos. Ciegos para ver a Dios, y para ver cómo somos nosotros realmente.

La ceguera y la sanidad de este hombre nos hablan de cosas espirituales, porque el Señor dijo: «Para juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven, vean, y los que ven, sean cegados» (Juan 9:39). Si estuviera hablando de cosas físicas, entonces, junto con sanar al ciego, tendría que haber cegado a los que veían. Pero no es un asunto físico solamente: es un asunto de visión espiritual.

Este es un asunto que no podemos rehuir. El día que conocimos al Señor recibimos la vista espiritual, pero necesitamos seguir avanzando en el aumento de la visión espiritual para ver al Señor Jesús tal como él es. La visión espiritual de este hombre pasó por, al menos, tres etapas, que son los tres modos cómo él vio al Señor.

Cuando le preguntaron quién lo había sanado, él respondió: «Aquel hombre que se llama Jesús» (v. 11). Más adelante le volvieron a preguntar lo mismo, y él dijo de Jesús que «es profeta» (v. 17). Cuando se le interroga por tercera vez, él dice: «Si éste no viniera de Dios, nada podría hacer» (v. 33). Este hombre hace tres intentos por identificar a Jesús, tres intentos que van de menos a más; sin embargo, ninguno de ellos da en el blanco. Intuye algo, anda cerca, pero no es suficiente.

Cuando llega a decir: «Si éste no viniera de Dios, nada podría hacer», lo expulsaron de la sinagoga. Estando fuera, el Señor se le acerca y le dice: «¿Crees tú en el Hijo de Dios? Respondió él y dijo: «¿Quién es, Señor, para que crea en él? Le dijo Jesús: Pues le has visto, y el que habla contigo, él es. Y él dijo: Creo, Señor; y le adoró». ¿Cuál es el objetivo de recibir visión espiritual? ¡Ver a Jesús! No sólo verlo como el hombre, no sólo como el profeta, o como el que había venido de Dios, sino, sobre todo, verle como el Hijo de Dios.

¿Para qué queremos luz? ¿Para simplemente conocer los misterios de la Biblia? ¿Para llegar a ser maestros de la Palabra? ¿Para hacer milagros? La primera y principal razón por la cual Dios nos concede luz es para que veamos a su Hijo. Este hombre vio a Jesús como el Hijo de Dios.

Si volvemos hacia atrás en el Evangelio de Juan, vemos que el Señor se revela a la mujer samaritana como el Cristo, y a este hombre se revela como el Hijo de Dios. Si juntamos estas dos revelaciones tenemos el todo completo acerca de Jesús. Él escogió a una mujer de dudosa reputación y a un paria social para revelarse en plenitud.

Ahora, ¿por qué creen ustedes que nosotros también hemos recibido esta revelación acerca de Jesús? Porque nosotros reunimos a estos dos personajes dentro de nosotros. Somos como la mujer samaritana y como este hombre ciego. ¡Maravillosa gracia de Dios!

Es muy importante entender también que la luz que recibimos es gradual. ¡Cuántos intentos hicimos en el pasado, de acuerdo a la luz que teníamos, para alcanzar un conocimiento profundo y verdadero del Señor! ¡Cuántos errores cometimos por causa de una visión defectuosa e insuficiente!

Los que reciben un poco de luz suelen mirar a los demás con desdén. El poder darnos cuenta de nuestros errores del pasado nos asegura que ahora vemos un poco más. Cuando la luz es insuficiente solemos ser duros, menospreciadores, presumidos.

Si nosotros viésemos que la luz espiritual es gradual seríamos más misericordiosos. Porque nadie tiene la misma capacidad de visión que otro, y nadie tampoco tiene la visión completa. Y nuestros juicios derivan de la cantidad de luz que tenemos.

Si nosotros queremos ser más luminosos, debemos aprender de este ciego de nacimiento, que recibió luz no porque él era merecedor de ella, sino porque el Señor le tuvo misericordia, para que las obras de Dios se manifestaran en él. ¿Por qué y para qué Dios nos está concediendo alguna luz? Para que las obras de Dios se manifiesten en nosotros. Para que nosotros podamos decir que Dios da vista a los ciegos, porque él escogió un montón de ciegos como nosotros y nos dio vista.

Lázaro

Lázaro era un hombre privilegiado. Junto con los doce discípulos, y María y Marta sus hermanas, formaban el grupo de las quince personas más privilegiadas en los días del Señor Jesús. El Señor llegaba a la casa de ellos como a su casa. Comía a la mesa con ellos. ¡Comer a la mesa del Señor es un privilegio muy grande! Sin embargo, los más privilegiados, los más cercanos, como Lázaro, tienen que morir. Por el solo hecho de ser tan íntimos, tienen que morir.

La excelencia de este Varón aprobado por Dios es tan alta, que si tú estás allí con él sólo como un hombre natural, no puedes resistirlo. Esta es tu realidad. Tú tienes que morir a lo tuyo, para que el Señor levante lo suyo en ti. Por eso, el Señor ordenó las circunstancias en la vida de Lázaro para que él muriera.

Nos puede parecer que el Señor fue poco amigable, o poco misericordioso, al no ir a sanarlo cuando estaba enfermo, pero el Señor tenía un propósito al permitir que Lázaro muriera. Nosotros podemos ver cuán gloriosas fueron la consecuencias de la resurrección de Lázaro. La gente iba a Betania no sólo para ver a Jesús, sino también para verlo a él. Un hombre común y corriente es un hombre más, pero uno resucitado es muy atractivo.

Sólo después de la muerte hay resurrección. Y la resurrección trae mucho fruto para Dios y bendición para la iglesia. Esta es la gracia de Dios. Dice la Escritura que cuando Lázaro estaba sentado a la mesa de nuevo, María derramó su perfume sobre el Señor. Podemos suponer entonces que si Lázaro no hubiese resucitado, María no hubiera hecho eso. Y cuando María hizo eso, toda la casa se llenó del aroma.

Betania es la iglesia. Cuando los Lázaros resucitan y cuando las Marías derraman su perfume, entonces toda la iglesia se llena de la vida de resurrección y del aroma de Cristo. Pero no hay atajos, ni escapatorias. Me atrevo a decir que Lázaro murió porque era amigo de Jesús.

Nicodemo nos habla del nacimiento, y Lázaro de la muerte y resurrección. Los hijos de Dios tenemos que nacer y tenemos que morir y resucitar – espiritualmente hablando. Sólo ahí se cierra el círculo. No es suficiente saber, con Romanos 6, que fuimos incluidos en la muerte del Señor: tenemos que alcanzar la experiencia positiva y subjetiva de nuestra propia muerte, para poder entrar en la experiencia de Romanos 8, 12 y demás. Así, Romanos 6 y Juan 11 son complementarios.

Tiene que haber una enfermedad de muerte en nuestra vida, una experiencia sin sanidad. No sé cómo será en tu caso, si ya fue o va a tener que ser, pero es inevitable.

En todo este episodio, Lázaro no habló ni una sola palabra, porque este no es asunto de palabras, sino de experiencia. ¡Oh, cuán necesario es el silencio delante del Señor!

La Palabra hecha carne otra vez

Creo que el Señor está haciendo un trabajo muy fino en la iglesia, en cada uno de sus amados hijos. El Señor invierte tanto en nosotros, nos ama de tal manera, que no sólo murió en la cruz por nosotros, sino que hoy sigue trabajando, derribándonos y levantándonos, quebrándonos y reconstituyéndonos.

En este tiempo ha habido en muchos hijos de Dios un clamor muy fuerte: «Oh Señor, haznos ser reales, verdaderos, auténticos». La Palabra dice: «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros, lleno de gracia y de verdad». La voluntad de Dios es que la Palabra se haga carne otra vez en nosotros, y que lleguemos a ser también llenos de gracia y de verdad. Sin una pizca de apariencia, de contradicción, entre lo que decimos y lo que hacemos.

Hay una gran diferencia entre el trigo y la paja; el trigo se siega y la paja se quema. ¡Cuánto de nosotros es paja todavía! Pero el Señor tiene el poder, por su palabra, para ir limpiándonos y transformándonos. La Palabra de Dios genera vida y realidad. Gracias al Señor.

Síntesis de un mensaje impartido en Barbosa, Colombia, en julio de 2007.