«Es demasiado pronto para buscar a Dios…»

Hay muchos que quieren hacer como el malhechor en la cruz. Ese que le dijo al Señor:  «Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.» Ellos quieren esperar hasta su agonía, para, recién entonces, implorar misericordia. Entretanto, quieren vivir su vida lo más intensamente posible, y disfrutar del mundo.

Ellos dicen: «Comamos y bebamos, que mañana moriremos». Ellos esperan tener más adelante una oportunidad para ponerse a cuentas con Dios. Quieren disponer libremente para sí toda su vida y ser salvos en el último momento sólo para escapar del infierno.

¿Está usted entre estos? Si es así, lo primero que debe saber es que usted no tiene comprada su vida. Usted no puede saber si Dios le dará o no ese postrer instante de lucidez para arrepentirse. Tal vez le sobrevenga la muerte en forma violenta e inesperada. ¡Cuántos han muerto sin alcanzar siquiera a articular una palabra! Y después de la muerte, no hay salvación … sólo juicio.

Si usted piensa así, está construyendo su vida sobre arena, y no sobre la roca.  El mañana no nos pertenece … el pasado ya se fue. Sólo tenemos el «hoy» breve y fugaz. Usted debe saber lo que dice la Escritura: «¡He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación!» (2 Cor.6:2).

Usted, que todavía tiene la vida por delante, debiera más bien decir: «Voy a hacer la mejor inversión de mi vida. Muchos han fracasado al buscar las riquezas o la fama. Yo no seguiré ese camino. Dios, aquí estoy, muéstrate a mí. Quiero conocerte».

Que el Señor le ayude para ver que estamos en el tiempo preciso para buscarle y servirle. No dilate esta decisión. El tiempo se ha cumplido. El reino de Dios se ha acercado. El Señor Jesús dijo: «Arrepentíos y creed en el evangelio» (Mr. 1:15). Creer en el evangelio es creer que Jesús es el Hijo de Dios, y que hay vida en su nombre.

«No necesito de un Salvador»

El hombre suele tener muy buena opinión de sí mismo. El hombre suele pensar que es capaz de solucionar sus grandes problemas sin ayuda de nadie. Tiene una gran capacidad intelectual, tiene solvencia moral, tiene capacidad de autodominio. En verdad, el hombre es un ser muy especial.

Sin embargo, el hombre tiene un tendón de Aquiles. Es perfecto en casi todo, pero tiene un profundo problema. Un problema mortal: ¡La muerte! El hombre es mortal, y, lo peor de todo, ¡no sabe cuándo ella lo alcanzará! Este tendón de Aquiles desnuda su real condición, avergüenza su arrogancia, y le humilla hasta lo sumo. (¿Cuál sería su arrogancia si hubiese vencido la muerte?) ¿Cómo no poder trascenderse en el tiempo? ¿Cómo no poder aferrarse indefinidamente a la vida que tanto ama? ¿Cómo no poder zafarse de la muerte que tanto teme?

Pero lo peor aun no se ha dicho: Esta muerte que nos circunda es la antesala de otra muerte. Una muerte eterna. Si existe la muerte de nuestro cuerpo, también la hay de nuestra alma. Una muerte atroz, espantosa, eterna. La primera muerte es una desgracia. La segunda es una tragedia irreparable. En ambas el hombre muestra su insolvencia, su nulidad, ¡su irremediable y gran fracaso!

¡El hombre necesita un Salvador! Un Salvador que sea tan poderoso que sea capaz de solucionar este gran problema. Uno que haya vencido la muerte. Uno que se haya burlado del sepulcro. ¡Jesucristo es este Vencedor! Él se levantó del sepulcro, sueltos los dolores de la muerte, porque era imposible que hubiese sido retenido por ella. Nosotros necesitamos de él. ¡Y usted también!