La gracia es la mano extendida de Dios hacia el hombre, supliéndolo en su pobreza y en su necesidad. La gracia es un regalo de Dios; lamentablemente, el hombre no siempre está dispuesto a aceptar regalos, porque eso hiere su amor propio. En su soberbia, prefiere comprar, pagar, recibir recompensas por lo obrado.

La gracia de Dios requiere que el hombre no obre, sino que espere y reciba. Pero este ‘esperar’ es difícil para el ser humano. Cuando Abraham debió esperar, en vez de hacer eso, él actuó, y nació Ismael. No conocía aún el poder de la gracia. Había sido justificado por la fe, pero aún le faltaba saber que el fruto de la fe también llegaría por gracia. No solo la justicia es por la fe, sino que también la promesa se obtiene por fe, con paciencia.

Nos parece que esperar en la gracia de Dios es holgazanear, y por tanto, preferimos tener algo entre manos, para ayudar a la gracia de Dios. Dios tuvo que esperar que Abraham fracasase, antes de ofrecer el fruto de la gracia. En esto Abraham también es nuestro padre – no solo en lo tocante a la fe. La impaciencia y la voluntariedad también nos caracterizan a nosotros.

Nos parece que la gracia de Dios es infértil, que nunca se alcanzarán los objetivos si esperamos en ella. Pero ¿qué nos dice la Escritura? «Y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos» (1 Cor. 15:10).«Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra» (2 Cor. 9:8). «Y lleva fruto y crece también en vosotros («la palabra verdadera del evangelio»), desde el día que oísteis y conocisteis la gracia de Dios en verdad» (Col. 1:6). La recepción de la gracia por parte del creyente desata el poder de Dios para obrar todo fruto de justicia.

La gracia, en la Escritura, aparece asociada con la debilidad del hombre («Y me ha dicho (el Señor): Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad», 2 Cor. 12:9); y con el poder de Dios («el don de la gracia de Dios que me ha sido dado según la operación de su poder», Ef. 3:7). La gracia requiere un sustrato de humildad («Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes», Stgo. 4:6) y también de debilidad, para que así sea patente el poder de Dios.

Para el hombre es sumamente incómodo vivir en debilidad, y estar rodeado de «afrentas, necesidades, persecuciones y angustias». Sin embargo, en ese ambiente y bajo esas condiciones, el poder de Dios se perfecciona. Mucho del aparataje que hay dentro de la cristiandad, con el que se pretende hacer la obra de Dios, es nada más que la imposibilidad de esperar en los recursos de la gracia.

Constantemente hemos de decidir, en nuestro servicio a Dios, si esperaremos en Dios, o nos adelantaremos a hacer lo que nosotros podemos y sabemos hacer. El tiempo que esperamos en Dios siempre nos parece demasiado largo, y el sentido de impotencia es tan agudo que podemos hasta llegar a enfermarnos. Sin embargo, quien espera en Dios con fe, habiendo sido fortalecido en el hombre interior para creer en «esperanza contra esperanza» recibirá lo creído. Porque Abraham, «habiendo esperado con paciencia, alcanzó la promesa» (Heb. 6:15). Es después de Ismael que aprendemos a esperar con paciencia hasta alcanzar la promesa.

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