Pero he aquí que yo la atraeré y la llevaré al desierto, y hablaré a su corazón».

– Oseas 2:14.

Las experiencias en el monte de la transfiguración son preciosas, porque en ellas vemos la gloria del Señor. Ellas nos alientan a seguir cuando las fuerzas decaen, y nos muestran la gloria futura que en nosotros ha de manifestarse.

Sin embargo, existen también las experiencias en el desierto. En ellas no hay gloria, sino oscuridad; no hay gozo, sino quebranto; no hay claridad de pensamientos, sino confusión. Como alguien ha dicho, allí en el desierto, sin amparo, los cuatro vientos dan con ímpetu sobre el creyente, dejándole desalentado. Es imposible estar en pie.

¿Cuál es la razón de ser de estas experiencias? ¿Por qué son necesarias? ¿Es que Dios es excesivamente severo con nosotros al permitirnos vivir tales cosas? Las experiencias en el desierto son imprescindibles en el caminar del cristiano. En el desierto no tenemos a nadie, sino a Dios; no hay ningún alimento, sino la palabra de Dios; no hay recursos humanos en los cuales confiar. Nuestra grandeza desaparece; todo lo que es vano, deja de ser. Allí estamos solos, Dios y nosotros.

Hay tal presunción en el hombre, pese a su pequeñez; hay tal vanidad, a pesar de que es nada; que solo puede ser librado a través de las experiencias del desierto. Allí se pierde toda esperanza; toda fuente se muestra insuficiente; todo verdor desaparece. ¡Cuántas lágrimas, cuánta angustia y cuánta desesperación entonces!

Todos los vanos sueños de grandeza se esfuman, toda justicia propia se hace añicos; las pretensiones humanas se vuelven polvo. La necedad del hombre es barrida, y en su lugar queda un grato sabor de sensatez y pureza. Aquellos pecados que el creyente nunca pudo dejar; aquella dureza de corazón que le persiguió siempre; todo ello será barrido. En el desierto, el arado de Dios penetra profundo en el corazón, para dejar buena la tierra.

A través del profeta Oseas, el Señor habla al corazón de Israel, y le va diciendo lo que ocurrirá después del desierto: «Y le daré sus viñas desde allí, y el valle de Acor por puerta de esperanza; y allí cantará como en los tiempos de su juventud… Quitaré de su boca los nombres de los baales … te haré dormir segura … Te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia, juicio, benignidad y misericordia. Y te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás a Jehová» (2:15-20).

La bendición que dejará tras sí el desierto es de tal magnitud, que el alma puede ser consolada ahora. Es la misma consolación anticipada que experimentó el Señor antes de la cruz. «Por el gozo puesto delante de él, sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios» (Heb. 12:2).

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