En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios … Y aquel Verbo fue hecho carne».

– Juan 1:1, 4.

La palabra Verbo aquí, en el griego, es Logos, que se traduce también como Palabra. Jesucristo es la Palabra hecha carne. Aquello que hasta ese momento era solo celestial, se volvió también terrenal. Por eso, él es llamado también Emanuel, que quiere decir: “Dios con nosotros”. La gran maravilla del evangelio es que Dios tomó la forma de hombre; que lo inefable se acercó a los hombres con forma humana y con el lenguaje de los hombres.

La voluntad de Dios es que no solo Jesús sea la Palabra encarnada, sino también los que son de Jesús, los hijos de Dios. Cuando el mensaje llega al hombre, toca primero su espíritu, para vivificarlo, para desde allí comenzar su obra transformadora, a través del alma y hasta el cuerpo. El mensaje del evangelio no es fundamentalmente para la mente, sino para el corazón. Es para transformar a la persona, no meramente para informarla.

“La Palabra se hizo carne”. Esta maravillosa frase se cumplió perfectamente en el Señor Jesucristo. No solo lo que él dijo era la Palabra de Dios, sino también lo que él era demostraba que era la Palabra. Cuán necesario es que esto también se cumpla hoy en los hijos de Dios.

“Ahora conozco que tú eres varón de Dios, y que la palabra de Jehová es verdad en tu boca” (1 Reyes 17:24), dijo la viuda de Sarepta a Elías, después que éste hiciera revivir a su hijo. Esta mujer no habría dicho eso si Elías hubiese multiplicado la harina y el aceite, pero no hubiese podido resolver el problema de la muerte del muchacho. Elías estaba viviendo plenamente la coherencia entre fe y experiencia. Su nivel de crecimiento, de madurez como siervo de Dios, le permitía encarnar la Palabra.

Es tan diferente un hombre que conoce la teología o la Biblia, de uno que come, respira, personifica e inspira la fe que profesa. Puede ser un hombre sencillo, sin mayores conocimientos humanos; puede no poseer aquello que la sociedad estima como ‘culto’, pero en él, la verdad de Dios ha dejado su sello. Puede no ser refinado, ni estar amoldado a las costumbres o usos sociales; sin embargo, hay algo en él, casi indefinible, que nos trae el aroma del cielo, una santidad sin esfuerzo, una franqueza sin adornos, un amor verdadero.

Probablemente deberán acontecer muchos días y noches; deberá haber muchos dolores y lágrimas y muchos “dolores de parto”, con sucesivos actos de renuncia, de arrepentimiento y juicio propio, antes que esta preciosa encarnación sea posible en todo cristiano. No obstante, es necesario que el Verbo se haga carne otra vez.

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