Un siervo entra a servir en casa de un amo. Su compromiso es servirle por seis años, y al séptimo saldrá libre. Pero en el transcurso de esos años el amo le da una mujer, con la cual se casa, y en la cual procrea hijos. El amor lo cautiva, los lazos se refuerzan, el corazón del siervo se desborda en afectos hacia su mujer y hacia sus pequeños hijos. Pronto llega el séptimo año. La ley está a su favor, tiene la prerrogativa de irse, pero deberá irse solo. Entró solo, y deberá salir solo.

Puede obtener su libertad, pero a cambio de su soledad. ¿Qué hará? Para él ya no hay duda. Aunque otros no lo entiendan, y le tachen de loco, él se inclina a favor de los que ama. Entonces dice: “Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre”. Lo comunica a su amo, y éste, de acuerdo a la ley, solemnemente, lo lleva ante los jueces, le hace pararse junto a la puerta o al poste, le horada la oreja con lezna y lo declara su siervo para siempre.

Un hombre libre se hace a sí mismo esclavo por amor; un hombre libre, que trabajó seis años bajo la servidumbre dulce de un amo cariñoso, se convierte a sí mismo en siervo perpetuo.

¿Podéis reconocer en este siervo a aquel Siervo excelentísimo, hecho siervo por amor después de dejar la gloria de su Padre, de despojarse de su forma de Dios para tomar forma de siervo? Él se despojó a sí mismo, y bajó todo lo que había que bajar para hacerse hombre.

Jesús amó tanto a la esposa que Dios le dio –la iglesia– que aceptó asumir la servidumbre, y llevar sus marcas en su cuerpo de carne para siempre. Su existencia en el trono del Padre por todas las edades estará sujeta a su forma de hombre, y en su oreja –por así decirlo– está la marca de una lezna que le hirió vivamente en la cruz del Calvario.

Él fue quien mejor dijo aquellas palabras: “Yo amo a mi Señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre”. ¡Oh, qué vivo amor! ¡Oh, y qué cruel martirio sufrió a causa de sus nobles afectos!

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