Aunque en algunos contextos cristianos se está recuperando el ministerio de todos los santos, existe el peligro de introducir modelos seculares de administración y servicio.

Una de las verdades más importantes y esenciales del Nuevo Testamento es el hecho de que todos los santos han sido llamados a tomar parte en la tarea de edificar la Casa de Dios. Las palabras servicio y ministerio son sinónimas y como tales pertenecen a la totalidad de los santos en su calidad de miembros del cuerpo de Cristo. En la discusión acerca del funcionamiento del cuerpo en 1ª Corintios 12, Pablo enfatiza el hecho de que cada uno de los miembros tiene una función que cumplir dentro del cuerpo, y que cualquier función, por muy poco importante que pueda parecer, resulta imprescindible para el crecimiento y la edificación de dicho cuerpo según el propósito de Dios en Cristo. La función de cada miembro es el ministerio o servicio al que fue llamado por Dios mismo, y no el resultado de la organización, la ubicación y la actividad meramente humana (Dios puso a los miembros en el cuerpo como él quiso).

Una de las mayores tragedias de la cristiandad está en su incapacidad para reconocer este hecho fundamental. Históricamente, el “ministerio” ha sido hegemonizado por un grupo de hombres “especiales y distintos”, que han sido apartados y capacitados expresamente para este fin, mientras la gran mayoría de los creyentes ha sido desplazada hacia una posición pasiva y dependiente. Por cierto, esto está muy de acuerdo con el típico patrón de todas las religiones humanas. La separación en dos castas desiguales en función y exigencias (vgr. clero y laicos) puede parecer lógica y adecuada a la mente del hombre natural, pero es completamente contraria al propósito de Dios para con los suyos. Examinemos esto un poco más de cerca.

El Hombre según Dios

La iglesia es, de acuerdo con la revelación divina, en lo fundamental, un solo y nuevo Hombre. ¿Por qué un nuevo hombre? Porque el primer hombre extravió su curso y se convirtió en una criatura caída, totalmente apartada de Dios y su voluntad. Más aún, hizo alianza con las potestades hostiles a la voluntad de Dios y medró sobre la tierra convertida en algo completamente distinto a los pensamientos de Dios para ella: Una raza deformada, enferma y henchida de maldad, pecado y muerte, al igual que el poder que la domina. En tal situación Dios debió intervenir para revertir por completo el curso de la humanidad caída.

Desde el principio, Dios buscaba obtener para sí un hombre que le sirviera en cuatro grandes aspectos o directrices, de acuerdo a Génesis 1: 26-28: Primero, un hombre que lleve y manifieste su imagen; segundo, un hombre que, poseyendo su imagen, exprese también su autoridad sobre toda la creación; tercero, un hombre que, expresando su autoridad, acabe con la rebelión de Satanás; y cuarto, un hombre que, siendo uno, sea a la vez muchos, es decir, un hombre colectivo.

Lo anterior resume el propósito eterno de Dios para con el hombre. No obstante, la clave y el corazón de dicho propósito lo encontramos en el capítulo 2 de Génesis, en la figura del árbol de la vida que Dios plantó en medio del huerto. Ella nos muestra que el designio divino para con el hombre está centrado en expresar por medio de él la vida eterna e increada que sólo Dios posee. Y dicha vida estaba reunida cabalmente en su Hijo. Por tanto, el destino del hombre era convertirse en la morada donde Cristo habitaría y expresaría la plenitud de sí mismo. Sólo entonces, el hombre estaría capacitado para llevar a cabo las cuatro grandes tareas que Dios esperaba de él.

Esto forma parte del misterio de la voluntad de Dios. Que el hombre sea la herramienta decisiva para la realización de su voluntad suprema, por la cual él creó todas las cosas. Pero, como hemos dicho, el hombre se convirtió en una criatura caída y deformada; algo que es muy diferente y está muy distante de los pensamientos de Dios.

La introducción de un Nuevo Hombre

Dios debió, por tanto, acabar por completo con el hombre caído, sus obras, su alianza con los poderes malignos y su historia de pecado. Y esto fue llevado a cabo en la cruz. Todo lo que pertenecía a la antigua creación, es decir, el pecado, el hombre pecador, la potestad de Satanás y la muerte, fue destruido allí por medio de la muerte de Cristo. Y en este punto es importante notar que dicha muerte acabó también con todas las divisiones y separaciones entre los hombres. Todo lo que pertenecía a un viejo orden de cosas terminó sobre la cruz (incluida la ley e Israel según la carne) y una nueva creación fue introducida junto con un nuevo hombre celestial.

Este nuevo hombre es Cristo. Pues en él Dios obtuvo al hombre que buscaba en el principio: un hombre que expresa en plenitud la imagen de Dios; un hombre que fue coronado como Rey y Señor sobre toda la creación de Dios; un hombre por cuyo intermedio Dios aniquiló para siempre la rebelión de Satanás; y un hombre que siendo uno, se multiplicó para llegar a ser muchos. La plenitud de los pensamientos divinos para con el hombre está reunida y consumada en él.

Luego, en la cruz de Cristo, en su cuerpo allí clavado, Dios hizo con todos los hombres terrenales y caídos un solo y Nuevo Hombre celestial. Primero, puso fin al primer hombre mediante su muerte, y luego, dio inicio a un nuevo hombre mediante su resurrección. ¿Pero, alcanzamos a notar el énfasis de la Escritura: “Un solo y nuevo… “? ¡No solamente nuevo sino también único! Ya no más muchos, sino tan sólo uno. Pues este nuevo hombre es Cristo en los suyos. O, para decirlo de otra manera, es Cristo llenándolo todo en el Nuevo Hombre.

De este Nuevo Hombre se nos dice que es también un cuerpo formado por muchos miembros (Pablo nos dice, literalmente, que Cristo tiene muchos miembros). Cada uno de los creyentes llega a formar parte del mismo mediante un nuevo nacimiento, por el cual su espíritu es renovado, vivificado y unido a Cristo por obra del Espíritu Santo. Luego, el cuerpo de Cristo tiene su fundamento en la vida de Cristo que es impartida por igual a cada uno de los creyentes. El cuerpo no es algo meramente exterior y terrenal: una institución, una organización, una asociación de personas, una reunión, una congregación o movimiento, etc. Todo ello puede estar muy lejos de la verdadera naturaleza del cuerpo de Cristo. Solamente el cuerpo de Cristo está capacitado para expresar la plenitud de Cristo y servir de esta manera a Dios, de acuerdo con el propósito que él estableció para el hombre en el principio.

Todos los miembros en función

Para llevar a cabo su misión, la iglesia debe apropiarse por experiencia de todo lo que está en Cristo, su cabeza en los cielos, y traer todos los frutos de su muerte, resurrección y exaltación hasta aquí abajo, para expresarlos y manifestarlos sobre la tierra. Este es el hombre corporativo que satisface el corazón de Dios. En consecuencia, la presente dispensación puede ser descrita como una gran transición desde una creación a otra; desde una humanidad a otra. La primera está siendo desplazada por la aplicación de todos los valores de la muerte de Cristo en la cruz sobre el hombre natural, y la segunda está siendo introducida por la operación del poder de la vida de resurrección de Cristo en y por el hombre interior o espiritual, en el seno de la iglesia que él ganó por su sangre. Ambas cosas continuarán ocurriendo simultáneamente hasta que lo primero sea completamente desplazado y lo segundo totalmente establecido en los santos.

Esta es la obra de Dios en la presente dispensación y de ella todos los santos están llamados a participar. En verdad, dicha obra no puede ser llevada a cabo sin el concurso de todos los santos. Pues para este fin fueron constituidos como el cuerpo de Cristo. Porque el cuerpo es una metáfora y una figura que expresa tanto la vida, como el ministerio de los santos. En efecto, en el cuerpo todos los miembros tienen una función que resulta vital para el desarrollo de la vida divina. El cuerpo crece y se edifica a medida que crece y se expande en él la vida de Cristo. El crecimiento de Cristo en el cuerpo quiere decir, a su vez, que el mismo cuerpo se vuelve capaz de llevar a cabo los propósitos y pensamientos de Dios para la presente edad.

Desde esta perspectiva, el apóstol Pablo nos habla de la necesidad de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo. Tan sólo la obra del ministerio, llevada a cabo por todos los santos, puede producir como resultado la edificación del cuerpo de Cristo. Y la edificación del cuerpo nos llevará, asimismo, a alcanzar la medida de la estatura de un varón perfecto o maduro (es decir, la plenitud de Cristo). Por esta razón, la distorsión del “ministerio” en el seno de la cristiandad es una de las principales causas de la inmadurez, la pequeñez, la debilidad y la falta de desarrollo espiritual entre los creyentes. Pues no podemos pasar por alto lo establecido por Dios (su modelo celestial) sin cosechar todas las amargas consecuencias.

En la actualidad, el ministerio se ha concentrado en manos de unos pocos “pastores” o “ministros”, en tanto la gran mayoría de los santos permanecen en una actitud pasiva, que se limita a recibir los consejos, cuidados y atención espiritual de esos “pocos”. A partir de aquí surge un segundo mal, pues la iglesia se convierte en la congregación de este o aquel ministerio; una especie de plataforma para el desarrollo ministerial de unos cuantos hombres dotados y “ungidos”. Pero esto se encuentra a un millón de años luz del patrón divino trazado para la iglesia.

La iglesia no pertenece, ni es la extensión del ministerio de ningún hombre, llámese éste pastor, profeta o apóstol. Ella es el Nuevo Hombre celestial destinado a compartir con Cristo la vida, la gloria y la autoridad por toda la eternidad ¿Cómo podría ser ella la plataforma para el ministerio de un hombre? Precisamente, para prevenir este mal y resguardar la centralidad y supremacía de Cristo en ella, Dios la conformó como un cuerpo, donde todos los miembros deben interactuar en reciprocidad y mutualidad, para recibir su crecimiento del Señor.

El camino de la iglesia

De manera que el camino para la iglesia está claro según Dios. Todos los miembros deben levantarse para servir y realizar la obra del ministerio, para edificación del cuerpo de Cristo. Todos son ministros y sacerdotes de Dios. Por cierto, Dios ha dotado a algunos de ellos con un ministerio de la Palabra, cuyo fin es capacitar, preparar y alentar al resto de los miembros a desempeñar conjuntamente su ministerio. En este sentido, Dios ha dado dones a su iglesia: Apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros. Pero, notemos bien el énfasis divino: son dones “dados a” la iglesia. Cristo mismo los prepara y envía a su iglesia. Ellos existen por causa de la iglesia. Pero la iglesia existe por causa de Cristo, para que Cristo lo llene todo a través de ella.

Por otra parte, es alentador notar cómo en algunos medios se está recuperando la importancia del ministerio de todos los santos en el desarrollo y el crecimiento de la iglesia. Sin embargo, es preciso advertir aquí uno o dos peligros.

Nuestra tentación permanente está en tomar las verdades de la palabra de Dios y sistematizarlas, para convertirlas en un método cuyos resultados no dependen en absoluto de Cristo y su vida. Ciertamente, cualquier experto en organización y administración de negocios nos dirá que el tener muchos hombres trabajando y haciendo bien sus tareas redundará en el incremento y el éxito de cualquier empresa. Este es un principio básico de organización. La delegación de tareas, la motivación, el trabajo en equipo, etc., forma parte integral de la eficiencia en el ámbito empresarial y organizacional. Pero esto no tiene nada que ver con el cuerpo de Cristo. El moderno modelo empresarial requiere que a la cabeza de la empresa se encuentre el gerente general o presidente de la organización. Y este modelo es fácilmente importable al interior de la iglesia, más aún si tenemos “respaldo bíblico” para hacerlo. Sin embargo, poner a todos lo creyentes a trabajar y a multiplicar organizadamente el número de convertidos en las congregaciones y a expandir de paso el ministerio de los “pastores” y “ministros”, quienes actúan como la cabeza administrativa de todo el proceso, no es el “modelo divino” para la iglesia, sino el moderno paradigma empresarial.

Es una norma divina el que Dios emplee medios espirituales para fines espirituales. Y lo que él tiene en mente es nada menos que la constitución de un nuevo hombre espiritual y celestial, donde Cristo lo llena todo. Luego, el servicio de todos los santos debe ajustarse a esta norma y meta celestial. Todo lo viejo y terrenal debe ser excluido del Nuevo Hombre a fin de que Cristo lo pueda llenar todo. Y esto abarca todas las estrategias, planes, programas, métodos y organizaciones surgidas de la habilidad y capacidad del hombre natural. Si la Casa ha de ser espiritual, se requerirá un ministerio y servicio espiritual por parte de los santos. Y en este punto es necesario enfatizar que lo espiritual es el resultado, como se ha señalado más arriba, de la operación conjunta y simultánea de la muerte y la resurrección de Cristo en los santos.

Por una parte, todo lo que pertenece al ámbito terrenal y natural debe llegar a su fin. La marca de todo servicio espiritual es una profunda, devastadora y decisiva obra de la cruz sobre el alma del hombre, y todas sus habilidades para concebir, hacer y entender. Y esto es algo que no se puede adquirir por capacitación, entrenamiento, métodos y técnicas de crecimiento o multiplicación. En verdad, sólo la disciplina del Espíritu, obrada en el seno de una vida de iglesia caracterizada por la mutualidad y la reciprocidad puede producir un fruto semejante. Por otra parte, todos los valores de la vida de resurrección han de ser introducidos a través de la expansión del hombre interior, que se va renovando hasta el conocimiento pleno. Este hombre es Cristo en nosotros, la esperanza de gloria. Ponemos fácilmente nuestra confianza en los métodos, pero Dios pone su acento en la vida y en la clase de hombre enviado a servir. En la obra de Dios todo depende de la calidad espiritual del hombre que es enviado.

Por todo lo anterior, hemos de enfatizar una vez más, que el pleno cumplimiento de los propósitos divinos para la presente edad, y aún más allá, está subordinado a la obra del ministerio llevada a cabo por todos los santos sin exclusión. Tal obra requiere, antes que nada, que Cristo sea el centro, y la cabeza única y real sobre los santos; que, por lo mismo, el Espíritu Santo tenga la dirección completa y absoluta de todos los asuntos de la iglesia; que los ministros de la palabra tomen el lugar correcto como quienes capacitan y alientan a los santos para la obra del ministerio; y, que la vida del hombre natural sea profunda y progresivamente desplazada por medio de la cruz, para que la vida de Cristo sea expandida y expresada, hasta llenarlo todo en todos y cada uno de los miembros de Su cuerpo.